Mauricio Carrera / Los invictos
Autor: Mauricio Carrera
Marzo 2024
A Agustín Monsreal
A Carlos Martín Briceño
“Toda la tripulación tomaba
conciencia de que un avión podía caer”.
André Malraux
Encontré a José Revueltas en un parque. Comía un chicharrón de harina, tronador y brillante de tan grasoso, con abundante y espesa salsa roja de chile piquín. El sol, por implacable, ameritaba desdeñarlo con el alivio de una cerveza. Sopesé mis bolsillos.
—Tengo unos pesos —alardeé.
—Yo sólo deudas y quebrantos.
Lo invité a una cantina cercana.
—¿Qué hay de verdadero en un trago? —preguntó con actitud entre borracha y metafísica.
No tuve tiempo a responder. Fue William Faulkner quien lo hizo:
—Nos hace olvidar el silencio de dios
¡Ah, ese William Faulkner! Llevaba sus lentes de aviador. Aún así, lo reconocí: su carita de aristócrata chupado por el hambre, su bigote estrecho, las canas bien peinadas y su acento sureño.
—Aterricé aquí cerca, en Insurgentes —dijo.
Era chaparrito y sudaba con aroma a bourbon.
—Al volar te crees eterno, la tierra se encarga de recordarte que no lo eres.
Faulkner contuvo una lágrima. No era un secreto: su hermano se había matado al estrellar su avión en un campo de alfalfa.
José Revueltas hizo a un lado el chicharrón y le dio un medio abrazo de verdaderos amigos. No pudo evitarlo: la salsa roja de chile piquín goteó como una herida abierta y dejó manchas sanguinolentas en el polvo del piso.
Insistí en la cantina.
—Hay buenas botanas, los tragos bien servidos, meseras de no mal ver…
Ninguno parecía escucharme.
Estábamos en el centro del parque, junto a la fuente, cerca de una rústica banca de concreto que imitaba un tronco derribado.
Ahí se habían quedado de ver, como colegiales de pinta.
Intercambiaron libros.
Faulkner se interesó en Dormir en tierra y El luto humano, para regalar a una novia de Ciudad Juárez, dedicada al contrabando de whiskey.
—No le va a entender ni un carajo, con ese estilo que te cargas, entre rojillo y funerario.
—Yo he conocido besos de mujeres que valen más que todos tus libros —reviró Revueltas.
Yo me quedé con Los rateros, el más reciente de sus libros, y Revueltas con Pilón, la novela de Fulkner sobre un piloto de acrobacias aéreas.
Le echó un ojo a los demás.
—Éste ya lo tengo. ¿Lo quieres? —José Revueltas me dio Los invictos.
—Yo también la tengo, gracias —rechacé la novela. No era nueva y había sido garabateada con lápices de colores por un niño.
Faulkner se la regaló al de los chicharrones.
—Ya lo leí, mi güero. ¿No tiene Santuario?
—En el avión. Mañana se lo traigo.
Faulkner prefería volar a tomar el tren o a caminar. Su avioneta, un bimotor, le permitía hacer acrobacias y viajar donde le viniera en gana. Era veterano de la Primera Guerra Mundial. Como todos los pilotos, contaba sus hazañas de vuelo con evidentes tufos de mentira.
—Qué chido, mi güero… Nada más cuídese de la grúa. Se andan llevando al corralón los aviones mal estacionados.
—Se lo encargué a un poli —dijo Faulkner, despreocupado.
Dudó en pedir una bolsita de papas sin chile, solo con limón y sal. Contempló el carrito, sus vitrinas llenas de crujientes y grasosas tentaciones, pero no cedió al antojo. En vez de eso, preguntó con prestancia, como quien se desentumece de un recuerdo:
—¿Les conté de cuando, sobre los cielos de Francia, saludé de avión a avión al temible Von Richtofen?
—Sí, sí, ya lo contaste —lo contuvo Revueltas, sabedor de la incontinencia verbal de Faulkner tratándose de aviones.
El escritor gringo, aunque de mala gana, entendió que debía callarse.
—Ya sólo faltan Hem, el Cocodrilo y Malraux…
Revueltas, más que impaciente, lo hizo notar para cambiar de tema.
Faulkner miró su reloj de cadena.
—Tarde, como es su maldita costumbre —se quejó.
Revueltas terminó su chicharrón y limpió sus dedos grasosos con un pañuelo blanco que sacó del pantalón. Se secó también el sudor de la frente. Hacía calor.
Faulkner hizo aparecer una anforita, dio un trago y la compartió. Yo también fui beneficiado.
—Eres fiel a ese veneno, el Old Crow —dijo Revueltas.
El trago me supo bueno y envalentonó mi espíritu. Me atreví a preguntarle:
—¿Es verdad que su bebida favorita es el mint julep?
—Muchacho —me tomó del hombro—, algún día sabrás que la bebida favorita es siempre la más próxima a nuestra garganta.
—¡Salud! —escuchamos.
—¡Salute! —agregó alguien con perceptible acento de esa tierra de papas que es Idaho.
—¡La sed es la medida de todas las hambres! —dijo otro con ecos chilangos.
Efraín Huerta, de sobrio traje negro, un mechón rebelde que le caía en la frente, no dejaba de sonreír y hablar en poemínimos. Hemingway, en traje de cazador, olía a gacelas y elefantes. Era menos alto de lo que creí.
Les pasaron la anforita y también le pegaron un trago.
—¿Quién es éste? —preguntó Hem. Se refería a mí. Lo hizo a la manera de Nick Adams, de “Los asesinos”—. Si es otro escritor, ya basta. El mundo está lleno de escritores —acentuó con desdén lo de “escritores”.
—Un “sobrino” de Faulkner… —se sonrió Revueltas.
—¡Zafo! —dijo el de los lentes de aviador y sienes canosas de aristócrata sureño.
Hubo carcajadas de burla.
—Llegan tarde —les recordó Faulkner.
Lo tiraron de a loco.
El día estaba tan soleado que tuve que usar mi mano en la frente como visera. En serio, no había nada mejor que una cerveza helada.
—La cantina —les recordé.
Hemingway me apuntó con su escopeta, la misma con la que se suicidaría un martes por la mañana.
—Tu problema es que escribes poco y bebes mucho —dijo.
Me veía como león a punto de saltarme encima.
—¡Ya, tranquilos! Que ayer y anteayer tengo ganas de emborracharme… ¡Y hoy también! —intervino el cocodrilo. Él sí era más alto: 1:74 metros de poesía amorosa y comprometida.
—¿Y Malraux? —preguntó Revueltas.
Hem descansó la escopeta, que usó como bastón para recargarse.
Dijo, con actitud bravucona:
—¡Hey, Faulk! Que si eres tan hombrecito, ya sabes dónde te espera…
—¡Chingar! —dijo Faulkner, en inglés.
Malraux, a quien tachaban de mitómano, de ser piloto de letras pero no de alas, había retado a Faulkner a pasar con sus aviones por entre los arcos del Monumento a la Revolución.
Faulkner dio un suspiro de hartazgo.
—Pan comido —Revueltas le dio una palmada de aliento en la espalda.
—¿Y qué? Si me caigo, del cielo no paso —poeminimizó Efraín Huerta.
—Uno se muere de todas formas. Decide si lo harás en la cama o en la cabina de tu bimotor de segunda —intervino Hemingway.
Años más tarde el propio Hem se estrellaría en África. “¡Ay, cabrón!”, diría mientras su avión se precipitaba a tierra. Resultaría con quemaduras y un golpe en la cabeza. “No mames”, exclamaría unos días después, cuando el avión que a él y a su mujer los conducía a Nairobi, también se estrelló, al aterrizar en un campo lleno de hoyos de suricato. Se rompería un par de costillas y el tobillo derecho le quedaría como el izquierdo. “Ya no soy valiente”, confesaría. “El mundo me ha roto. Todos estamos rotos, cariño”.
Ahora su fatalismo era retador y divertido:
—Estaremos muertos y la llluvia no hará ninguna diferencia —dijo.
Efraín Huerta pareció fastidiado.
—Yo nomás por joder resucitaría de entre los vivos.
Luego preguntó:
—¿Tons? Te acompaño, aunque no tengo dinero ni para el paisaje… —se dirigió a Faulkner.
—Y yo —se apuntó Hemingway de inmediato.
Hacía calor. Yo tenía sed y me despedí. Los alardes aéreos, tal vez para otra ocasión. Se encaminaron hacia Insurgentes, para volar con Faulkner.
—A ver si no encuentran el avión sin llantas o sin luces de navegación —dijo el vendedor de chicharrones.
—Todo se ha jodido, menos el amor —Efraín Huerta se alzó de hombros, resignado con el país que nos había tocado.
Yo me dirigí a la cantina más próxima.
—¡Espera!
José Revueltas apresuraba el paso para alcanzarme. Dijo, una vez a mi lado:
—¡Con el sol que hace, prefiero la espejeante quimera del alcohol a la bárbara tentación de andar con plumas derretidas! ¡Ese tonto de Ícaro!
Mauricio Carrera. Su obra literaria ha merecido premios como el Bellas Artes de Cuento, el Bellas Artes de Novela, el Bellas Artes de Testimonio, el Bellas Artes de Ensayo “Malcolm Lowry”, el José Fuentes Mares, el Beatriz Espejo, el Amado Nervo de Novela Breve y el Valladolid a las Letras, entre otros. Autor de más de cuarenta libros en diferentes géneros, sus títulos más recientes son Tolvanera, El animal más hermoso del mundo, La vida endeble, Las horas furtivas, Un reino igual a ti y Los invictos y otras derrotas. Posee una maestría en letras españolas por la University of Washington, en Seattle, EUA. Fue becario del Centro Mexicano de Escritores. Pertenece al Sistema Nacional de Creadores de Arte.