Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

Mancha oscura

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Por Teresa Constanza Rodríguez Roca

16 Julio 2020

Me estremezco la vez que un vientecillo frío rompe la quietud del aire y los árboles de la acera balancean sus desnutridas ramas. Entonces pienso en aquel atardecer cuando no quise auxiliar a Leocadia. Nada más deseo que el Gran Olvido me salve de este infierno, en esta inmensa ciudad, sentado en la mecedora de mi pequeño balcón, en un quinto piso, donde habito, disminuido.

No sé por qué me gustaba comparar a mi hermana Leocadia con una vaca. Tal vez porque era rellena desde su niñez. La vaquita Leocadia solía pintarse los labios con urucú y se ponía zapatos de tacón alto, rojísimos como su boca. Era una vaca presumida. Entrecerraba los ojos de inmensas pestañas, mientras rumiaba los halagos de los muchachos del barrio.

Esa era mi hermana, tres años menor que yo, a quién odiaba a morir por ser la favorita de mis padres; y es que mamá, cuando le preguntaban cuántos hijos tenía, ella respondía, “Diosito me concedió la gracia de tener una hija, aparte de los tres varones que nacieron antes que ella. Leocadita cerrará mis ojos y los de su padre cuando nos llegue la última hora.” A nosotros, los muchachos, ni bola que nos daba; Madre se aferraba al dicho popular “Tetas tiran carretas”, estaba convencida de que las nueras se llevan a los hijos varones lejos de la tierra que los vio nacer.

Una tarde de esas en que el sol lanzaba sus rayos oblicuos a través de nubes encendidas, y adicto como era yo a buscar mi soledad, me había trepado al inmenso árbol de Molle, ubicado en la esquina de casa, para contemplar el atardecer. Estaba montado sobre una rama tan fornida como los tres desconocidos que, de súbito, dibujaron sus figuras en la plazuela de enfrente. Casualidad o causalidad: Leocadia, con sus quince años y un vestido de flores negras en fondo blanco, iba saltando alegre camino a la tienda de doña Lucy; seguramente mamá le habría encargado comprar refresco para la cena. Los fortachones la interceptaron. Uno de ellos la agarró de un brazo, mientras los otros lanzaban miradas a diestra y siniestra. Al advertir que la calle estaba desierta, la trajeron casi a rastras cerca del árbol donde yo estaba.

Mi hermana, enloquecida, chillaba como cerdo camino al matadero. El que parecía más viejo empezó a besuquearla en el cuello mientras sus manos le bajaban los tiros del vestido. Leocadia intentó darle una patada donde más nos duele a los hombres, pero el segundo animalote impidió que el golpe llegara a destino. Mi corazón latía a reventar en mi cuello y las sienes.

Entre el vientecillo que venía en oleadas y el suave balanceo de las hojas, los gritos me llevaron a la hacienda donde pasábamos las vacaciones de verano: Repartidos en las ramas de un frondoso Bibosi, hermanos y primos, ávidos de aventuras, no quitábamos ojo a los carniceros en la faena de tumbar a la fuerza a una vaca, colocarla de un lado y amarrar sus piernas de dos en dos. Era un animal blanco de manchones negros en la pelambre de su piel. Podría decir que llevaba el mismo vestido que Leocadia: flores negras en fondo blanco. La infeliz mugía y, cuando el brillo filoso del cuchillo se hendió a la altura de la arteria del cuello, la desdichada resolló varias veces y la sangre, intermitente, empezó a brotar, impulsada por desesperados latidos agónicos. El intenso matiz verde de las hojas movedizas del árbol y el cielo enrojecido se reflejaban en sus ojos aterrados.

Socorro, socorro, Gustavito, ayúdame. Allí, abajo, mi hermana, de espaldas sobre el pasto, me había descubierto en la rama del árbol de Molle. Quedé tieso. En mis venas galoparon la hacienda, los mozos, el cuchillo, el corazón y los pulmones, el hígado y el sexo de Leocadia, inflamado, deshecho. Había anochecido.

Sí, la privilegiada de mis padres me llama en el susurro de este vientecillo frío que rompe la quietud del aire, en mi balcón.

 

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Teresa Constanza Rodríguez Roca Cuentista boliviana. Profesora de idiomas (Bolivia), diplomada en pintura y fotografía (Australia). Sus relatos forman parte de numerosas publicaciones literarias latinoamericanas y europeas, y de diversas antologías, siendo las más recientes, Antología del Cuento Boliviano de la Biblioteca del Bicentenario de Bolivia (2016). Antología de Cuentos extraordinarios de Bolivia (2017), Antología de Cuentos eróticos (2018), Antología Iberoamericana de microcuento (2018), Antología de Minificción (2019), Antología de escritoras contemporáneas de Bolivia (2019). Actas X Congreso Internacional de Minificción, San Gallen, Suiza (2019). Obtuvo el Premio Nacional de Cuento Bartolomé Arzáns de Orsúa y Vela, Potosí (2004). Fue finalista en el Concurso Nacional de Relato Adela Zamudio (2013). Su minificción Isoglosa, uno de los seis cuentos ganadores del Concurso Nacional Cuéntame un Corto, ha sido llevada a la pantalla grande (2018). Es autora de dos libros de cuento y minificción: Función privada y otros cuentos (Ciudad de México 2006), y Noche de fragancias, relato breve y minificción (La Paz-Bolivia 2016).