Mahler, otro genio incomprendido.
Por Herles Velasco
Febrero 2021
Cuando Gustav Mahler estrenó, a finales del siglo XIX su primer sinfonía, Titan (https://bit.ly/3dfOKgl), más que halagos lo que encontró entre sus contemporáneos fue una incapacidad de lectura que lo llevaron a ser tildado de, por lo menos, vulgar. Mahler fue un Übermensch, que vivía por encima de la moral social y sus prácticas, extravagante en su pensamiento, un genio que encontró en la música la vía para expresar sus mundos; pero la genialidad no exime a nadie de sufrir ataques y la decepción: “No es fácil vivir conmigo”, dice el compositor en la película “Mahler auf der Couch”, que ficcionaliza un hecho que sí sucedió: la visita de Gustav a Freud en Leiden, en 1910.
La sexta sinfonía es considerada como uno de los monumentos sinfónicos más grandes de todos los tiempo; el propio compositor afirmaba que ésta planteaba enigmas que sólo alcanzarían claridad en las generaciones del futuro (https://bit.ly/3jWrsgU), esta sinfonía fue conocida como la “sinfonía trágica”, en la que para provocar de esa emocionalidad particular, Mahler utiliza instrumentos poco comunes: celesta, cencerros, campanas tubulares, un martillo, un xilófono y hasta un látigo para representar la risa del diablo.
De las diez sinfonías que compuso el genio checo, la décima quedó inconclusa, ninguna fue vista con buenos ojos. Despreciado y censurado como compositor en ese pequeño mundo del arte, Mahler, quien sólo alcanzó un gran reconocimiento como director de orquesta, nunca logró sacudirse en vida los estigmas que contribuyeron a hacer todavía más terrible su realidad. Siempre ajeno al mundo que lo rodeaba, Mahler se sentía el más grande los apátridas, era, en sus propias palabras: “un bohemio en Austria, un austriaco entre alemanes y un judío en el mundo”, está última fue quizá para él la más dolorosa de su condición. Se vio obligado a abrazar el catolicismo para prosperar en su carrera y llegar a ser el director de la ópera de los Habsburgo, una decisión que si bien lo llevo a alcanzar la gloria como director, le afectó negativamente de por vida, añadiéndole un carácter de desprecio a su persona tras haber dado la espalda a su herencia judía.
Así era Gustav Mahler, un genio lleno (como todos los genios) de contradicciones, cuya vida está impresa en su obra, desde aquella primera sinfonía influenciada por la muerte prematura de sus hermanos, hasta aquella décima (https://bit.ly/37kSDN8) inspirada a raíz de una relación con la compositora Alma María Schindler, con quien experimentó, entre otras cosas, la muerte de la hija de ambos. Dicha sinfonía está compuesta sobre una disonancia de nueve notas, algo nunca antes hecho por compositor alguno. Esta última sinfonía es pues una especie de testamento y catársis de una de las etapas más críticas en la vida del director y compositor.
La genialidad de Gustav Mahler tuvo que esperar pacientemente el paso de los años, cruzar la línea que divide a un siglo de otro, y después uno más, para llegar a ser hoy por hoy el músico más interpretado en los grandes auditorios de todo el mundo, desbancando al mismo Beethoven.
Tuvo que pasar el auge de la modernidad y que tuviéramos una visión más amplia del mundo en esta llamada “posmodernidad” para poder entender plenamente lo que Mahler nos quería decir con su música en pleno romanticismo. Y es que en las obras de Mahler nos presenta una realidad explicada desde su tiempo y espacio pero que los trasciende, es decir: la grandeza del hombre sobre los mitos, la multiculturalidad, la falta de pertenencia y la búsqueda de consuelo en medio de una sociedad ensimismada en la individualidad, estas son algunas de las verdades de Mahler que nos llegan como augurios de un profeta lúcido, atacado (siempre se ataca al genio) e incomprendido, nacido en un tiempo que quizás no le correspondía.
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