Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

Los ladrones invisibles

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Por Cristian Romero 

16 Septiembre 2020

No les importó que junto a ella estuvieran sus padres. Se la habían llevado y con ella se llevaron a sus padres, también.

  • Casi no baja por estos rumbos, por ningún rumbo, de hecho. Es raro verlo por acá. Voy a preguntarle qué quiere.

Lo reconoció de inmediato. Los pasos que se desprendían del suelo pegajoso parecieron una eternidad. En la mente de Zacarías no dejaba de aparecer la imagen de los periódicos de aquella mañana. Recordó que ese día, antes de abrir el local, Juan (el voceador), pasaría puntualmente (como todas las mañanas) a entregarle un ejemplar de El Verbal. La rutina era simple, pero efectiva. Cual manecilla de reloj, la puesta en escena: Se levanta el telón. Alarma. Salto de cama. Cama tendida. Piel mojada. Dientes lustrados. Desayuno caliente. Dientes cafés. Espejo mirón. Dientes lustrados. Perfume, siempre perfume. Escaleras hacia abajo. 7:00 am. Suena El Fonógrafo. Suenan Los Panchos. Toque de puerta. Vistazo a muñeca. Diez han pasado. Voz. ¡Buen día! Voz. ¡Buenos días! Se levanta la cortina. Se inaugura el nuevo día. Se cierra el telón.

Por alguna razón, los pasos se le hacían pesados. Era difícil llegar hasta la mesa donde Hernán había decidido sentarse. No había terminado de chocar la suela del zapato con el piso cuando la mente lo volvía a sacar de contexto. Hacía frío esa mañana, recuerda. No, hacía calor, era verano. Mentira, estaba terminando de llover y esa era la razón por la que Juan no había llegado. O, ¿habrá sido por lo que ocurrió? Juan nunca faltaba, cuando daban las 7:10 am, la mano del vocerito se balanceaba sobre la puerta del local y era el momento en que Zacarías levantaba la cortina para dejar entrar la luz del amanecer y a los primeros clientes que despertaban en la banqueta. Un paso más. ¿Qué querrá el condenado cabrón?

Hernán miraba hacia la puerta. Se había percatado que el regordete de Zacarías se acercaba hacia él. No le resultó extraño. Tiene que atender a su clientela, se dijo.  Los ojos se le cerraban al tiempo que los pasos de Zacarías avanzaban. Era el tic que desarrolló de pequeño. ¿Por qué camina tan rápido? (se apresuraba a cuestionarse). El tic no se iba. De la nada, el pasado se había sentado frente a él. Recordó una montaña de ropa arrugada que invadía su cama y que tenía que doblar antes de que su madre terminara de lavar más ropa. Como siempre, no lo hizo y prefirió sentarse delante del televisor a ver el programa de terror para niños. ¿Cuándo inició el tic? ¿Fue esa noche o la noche anterior o la noche después de esa? Escuchó una suela de zapato acercarse y una silla chillar mientras era jalada por una mano. Miró de frente los ojos del regordete y el tic se fue. El pasado jalaba la silla y se había sentado frente a él.

  • Cuando te vieron, todos se preguntaron por ti.
  • ¿Todos los dos con los que estabas?
  • Todos esos. ¿Cuándo regresaste y, lo que es más importante, por qué?
  • No he regresado. Ninguno lo ha hecho.
  • Entonces no contestes como el insolente que siempre fuiste.
  • ¿Las palabras pueden ser insolentes?
  • Sólo si son insolentes quienes las usan. ¿A qué has venido, Hernán?
  • ¿Es acaso que no puedo venir a tomar un trago?
  • Son las diez de la mañana.
  • Eso no les impide a tus amigos estar aquí.

Con una mirada completamente fija en el rostro del invasor, Zacarías empuñó las manos y recorrió con los pulgares sus propias huellas dactilares. Ni si quiera se percató cuando dejó la franela gris en la mesa. Un momento después, se había quitado la mugre de todos los dedos. Fue hasta ese entonces que se atrevió a preguntar: ¿qué quieres tomar?

La respuesta apareció de golpe. La cerveza tardaría un poco más. Zacarías se levantó de la silla sin dejar de mirar el rostro nebuloso de su infame visitante. Se apartó de la mesa, viró el cuello hacia los dos borrachos de la barra y regresó la vista hacia Hernán. Suspiró quedo y le regaló una sonrisa hipócrita. Entonces, se alejó en busca de esa cerveza.

Un pasado se alejaba de su mesa, pero, inmediatamente, aparecía otro. El pensamiento lejano le obligaba a recrear aquella noche y esa noche lo redirigía a aquella vez. ¿Cuándo comenzó el tic? ¿Si hubiese terminado con la montaña de ropa, ella seguiría aquí? ¿Yo seguiría aquí? ¿Seguiría en algún lugar? ¿Seguiría? Vaya que son insolentes las palabras. ¿Por qué tenía que llevar a su mesa el maldito tic? El programa, le gustaba mucho el programa de terror para niños. ¿Cómo se llamaba? Espasmos en la noche. No, Escalofríos en la oscuridad. Falso, Terrores nocturnos. Lo que sí recordaba era lo que ocurriría después. Es más, recordaba el sonido diabólico de la lavadora vieja de su mamá. Cuánta ropa tenía que lavar su mamá. ¿Porqué? Sólo eran tres y casi no usaban otro atuendo que el que siempre vestían. La memoria también es insolente. Encuentra absurdo que no logre recordar el simple nombre de un programa de televisión, pero aquel sonido estrujante y chillón de la lavadora vieja aparece con cada destello memorial dentro de su cabeza, dentro de sus oídos. Maldita noche. Después de la velada sacada del infierno, los llantos no se hicieron esperar. Hay una parte en su recuerdo que está borroso, casi todo, de hecho. Tal vez, lo borró el rastro de sangre que había en la cocina. Tal vez, lo borró el chirriante escándalo que seguía produciendo la satánica lavadora. No cesaba. No se callaba nunca. Nunca se cayó. Sigue sonando. Cada vez que su mamá subía con una tanda de ropa, él se levantaba del suelo, apagaba el televisor y tomaba entre sus manos algún pantalón que debía estar doblando. Pero esa rutina no hubiera sido posible sin la pequeña chispa de complicidad de su madre. Ella sabía que Hernán no estaba doblando ropa. Por eso, cada vez que subía, sus pisadas en la escalera eran más fuertes y pesadas. El sonido de la chancla subiendo escaleras tampoco es fácil de olvidar. La intención era avisarle al oído de su hijo que estaba por aparecer en el cuarto. De esta manera, el niño podía tener un tiempo para preparar el set y comenzar a montar la escena de la ropa doblada. Al final, la ropa la doblaban juntos.

Todas las noches era lo mismo y ninguno de los dos se perjudicaba con el otro. Pero repito, esa noche fue sacada del infierno. Su madre tenía una prisa de los mil demonios. Irónicamente, fue la prisa la causante de la demora en su recurrente actividad. Esa noche, las bolsas de ropa eran muchas más de lo común. Para las nueve, la cama ya tenía que estar vacía, limpia, lista para usarse. Esa vez, no. Su padre había entrado a la casa. Su padre. El espejo le dice que se parece a su padre. Él se repite la falsedad de esa versión. ¿Cuántas veces habrá visitado (su padre) esos lugares para perder los sentidos? Lo más extraño. ¿Porqué, (él) está en uno de esos lugares, esperando una cerveza?

La noche estaba alcohólica. El engendro de Satán había entrado en su casa, horas antes se encontraba en el cabaret que su padre visitaba. Bailando con él, bebiendo con él, ahora, habitando en él. Los pasos tambaleantes y violentos que su papá daba, lo sucumbieron. El padre los miró con desagrado, con indiferencia, con odio. Se dirigió al cuarto. ¡No vayas al cuarto! ¡No vayas al cuarto! Demasiado tarde. ¿Estaba soñando? Eran más de las once de la noche y la ropa seguía ahí, en la cama. Quería descansar del baile con el diablo y la montaña de trapos se lo impedía. Buscó su reloj de pulsera en una de las bolsas de su pantalón. Cartera. Llaves. Tres monedas. ¿Servilleta? ¡Por fin! Reloj… Su mirada inestable no lo engañaba, era media noche. De pronto, la indiferencia de su mirada se convirtió en el acto de mayor cuidado, de mayor atención. Tenía que regresar a mirar a su familia. Tenía que regresar a golpear a su familia. Tenía que regresar a matar a su familia.

El pequeño Hernán miraba. La boca seca, abierta. Los ojos aterrados, llorosos. La cara punzante, roja. El cuerpo rígido, caliente. La mente distante, rota. ¡Fue ahí! ¡Fue ahí! ¡Ahí comenzó el tic! Sí. La sangre de su madre le ocasionó el tic. El tic que lo acompaña (tic, tic). El tic que no lo deja (tic, tic). Fue una plancha (tic, tic). Es el programa de terror para los niños (tic, tic). Pero él acababa de poner esa plancha en la mesa (tic, tic). Su madre apenas la había prendido (tic, tic). Aún no debía estar caliente (tic, tic, tic). Entonces, ¿por qué quemó todo el rostro de su madre? (tic, tic, tic). Sangre, mucha sangre (tic, tic, tic). Dolor, demasiado dolor (tic, tic, tic). Llanto, incontable llanto (tic, tic, tic, tic). ¿Sirenas? (tic, tic, tic, tic). ¿Luces, personas? (tic, tic, tic, tic). Pasos. (tic, tic, tic, tic). Se escuchan pasos (tic, tic, tic, tic). Sí, son pasos (tic, tic, tic, tic)

  • Sólo quedan oscuras.

Una cerveza chocó con la madera de la mesa y lo sacó de su letargo mental. El tic se fue. Un suspiro hondo, profundo. Su rostro sudaba. Miró la botella de cebada líquida y recogió la franela gris que Zacarías había dejado hace un instante. Se secó el sudor.

  • Está bien. No me gustan las claras.

Zacarías volvió a sentarse frente a él. Le quitó de un golpe la franela de sus manos, la dobló como se dobla la ropa y la metió en una de sus bolsas del pantalón. Hernán lo observó todo con detalle. El regordete metió la mano al delantal que llevaba puesto y sacó un destapador. Tomó la Victoria en sus manos y la destapó. Segundos más tarde, la Victoria era de Hernán.

Sorbo. Miradas. Un sorbo más. La bebida gasificaba su garganta y al tiempo, le producía una sensación de alivio, de bienestar. Pareció una eternidad. Tan sólo se quedaron mirándose uno al otro, como esperando que alguno se atreviera a romper el silencio que se había formado desde el regreso de Zacarías a la mesa.

  • Ahora, me vas a contar qué es lo que buscas.

Hernán se mordió los labios y regresó la botella a su boca. Terminó el trago, bajó la botella y agachó la mirada.

  • Un poco de tranquilidad.

Zacarías lo escuchó y sonrió sin vehemencia. Francamente, la sonrisa había sido producto de un nerviosismo espontaneo propulsado por aquella respuesta. El dueño del local recostó la espalda en la silla y sacó un paquete de cigarros a la mitad. En la cajita arrugada guardaba un encendedor rojo, también a la mitad. Tomó un tabaco, se lo llevó a la boca y antes de que girara el rodillo del mechero…

  • ¿Sigues fumando Delicados?

Zacarías apartó la vista del cigarrillo y la dirigió a Hernán. Con el filtro en la boca, repuso…

  • Sí. Aún fumo Delincuentes

Fue esa palabra la que los paralizó de un tajo. Ambos quedaron con las pupilas puestas en el otro. No hubo movimientos. No hubo dicciones ni sonidos externos que impidieran el atroz sentimiento de culpabilidad que experimentaron al escuchar esa palabra. Al fin y al cabo, ellos eran parte esencial del componente definitorio de aquel vocablo.

El suplicio terminó cuando el tañido de los engranes de una vieja sinfonola comenzó a envolver el ambiente. Sus cabezas giraron de manera paralela hacia el origen del ruido. Su atención había encontrado a los causantes de dicho sonido. Eran los borrachos de la barra. Se disponían a buscar en el aparato musical un disco que amenizara el espacio y que terminara con los bloques incómodos de la llegada de aquel visitante. Sin perder de vista los movimientos alcohólicos de ese par, Zacarías se dijo en voz baja: – ¡estúpidos borrachos! Los dos regresaron a esa plática que no había empezado.

El cigarro estaba prendido. Un humo blanco y ligero comenzaba a tornarse gris y espeso.

  • No dejo de pensar en ese día. Siento que mi cabeza va explotar si no lo cuento.

El cigarro se pintó de un rojo báratro y la mirada de Zacarías, aún más. Había llamas desprendidas de su iris.  La bocanada duró hasta que su boca se amargó con el sabor del tabaco enfurecido. El humo salió expulsado de sus pulmones como el disparo que se realizó aquella vez. De pronto, el silencio del cuarto se apagó con la llegada de las primeras notas musicales, inducidas por el par de borrachos.

  • Que no se te ocurra volver a plantear esa posibilidad.

Los acordes emitidos por las antiguas bocinas de la sinfonola repicaban en sus tímpanos y se escuchaba la introducción en voz de Eydie Gormé. Sonaban Los Panchos.

Tanto tiempo disfrutamos de este amor,
nuestras almas se acercaron tanto, así
que yo guardo tu sabor,
pero tú llevas, también,
sabor a mí.

El recuerdo de aquella mañana y la inasistencia de Juan (el diariero), llegaron a su cabeza como rayo. Era como si todas las personas involucradas ese día, regresaran veinte años después a su local para recordarle que no debía intentar olvidarse de ellos.

Hernán en silencio. Una tensión se interpuso entre el par de cabezas y se balanceaba; un columpio en su memoria. Otra vez, su madre. Su madre abrazadora.

  • ¿Qué es lo que tienes en mente? – por fin, continuó Zacarías.

El bolero del trío de cuatro (cual novela de Dumas), se mezclaba en su pensamiento.

Si negaras mi presencia en tu vivir,
bastaría con abrazarte y conversar,
tanta vida yo te di
que por fuerza tienes ya,
sabor a mí.
  • ¿Recuerdas aquella mañana?

El cigarro se terminaba. Para las manos de Zacarías, la cajetilla se vaciaría pronto. Sacó otro. Con el tabaco apagado entre sus dedos y el tabaco prendido entre sus labios, se animó a contestar tan horrorosa cuestión.

  • Lo importante no es aquella mañana, sino lo que hicimos al anochecer.

Con el filtro medio encendido de lo que había sido un cigarro, le dio vida al tabaco nuevo. El papel lleno de nicotina emerge de sus propias cenizas, como el fénix, como la memoria. Maldita memoria.

  • Nos volvimos cómplices desde la mañana (Hernán interrumpía sus cuadros memorísticos).
  • Pero ladrones al anochecer (Zacarías no se dejaría convencer).
  • ¿Simples ladrones?
  • No es simple… y es lo que somos.
  • Robar personas no es de ladrones…
  • Te repito que…
  • ¡Y yo te repito que lo que hicimos no fue un robo!

Zacarías se encontró sorprendido cuando el grito se desbordó de la comisura labial de su interlocutor. Los borrachos de la sinfonola se pasmaron con el alarido y, por un instante, los cuatro se quedaron observando entre ellos. Instante después, todo se había normalizado. El regordete lo miró con un destello violento y le tomó, bruscamente, el brazo. Lo apretó sin darse cuenta de la fuerza que estaba utilizando.

  • ¡Debes ser más cuidadoso!

Sus dientes ni se despegaron al pronunciar la frase y sus ojos parecían que iban a desprenderse de los agujeros oculares. Un dolor entumecedor comenzó a manifestarse en el brazo estrujado de Hernán. El invasor de la cerveza realizó un movimiento rápido y efectivo que separó la mano que lo oprimía. Los dos quedaron quietos y callados…

  • Espérame aquí.

El tipo al que le gustaban los programas de terror para niños terminó la cerveza y, sin apartar la mirada del cara hinchada, acentuó con la cabeza.  Zacarías se levantó de la silla y caminó hacia el par alcohólico.

 

¡No! ¡Cómo crees! ¡Es muy temprano! ¡Todo por ese que llegó! ¡Una canción más! ¡Una y nos vamos! ¡Ha de ser tu novio! ¡No! ¡Déjanos! ¡No hacemos ruido! ¡Quitamos la música! ¡Bueno, una canción y ya! ¡No! ¡Te pasas! ¡Pinche Zaca! ¡Estás jugando! ¡No mames, cabrón!

La cortina del local recorrió un trayecto vertical. Una sombra cubrió de oscuridad la luz de los hilos solares. La sinfonola se había cayado. Ya no sonaban Los Panchos. El pinche Zaca regresaba a la mesa de su antiguo cómplice. ¿Su actual cómplice?

  • Hoy cerramos temprano.
  • Nunca entendí por qué una pulquería abre a las siete de la mañana.
  • 7:10 am, puntualmente, desde hace treinta años.
  • Tanta puntualidad es enfermiza, ¿no te parece?
  • ¿Tan enfermizo como una violación o menos?

Ya no tenía cerveza, pero en ese momento, sintió que necesitaba tomarse un barril completo para olvidar las dolorosas letras de esa palabra. V-I-O-L-A-C-I-Ó-N. Más miradas.

  • Ven, quiero mostrarte algo.

Hernán dejó la silla y siguió los pasos de Zacarías. Dejaron atrás las mesas, la barra, la fermentación, los curados, el aguamiel, los chivatos, los tornillos, las macetas, las cacarizas, los torreones, las jícaras, las tripas y los baños o, mejor dicho, el orinal. Se encontraron con una reja que dividía el acceso hacia la planta alta del inmueble. Con una llave antigua, Zacarías la abrió. Atravesaron la rejita negra y se toparon con una escalera de cemento pintada de un verde carcomido por la humedad. El último escalón. Pareció una eternidad. Ahora, había un lúgubre pasillo. El pasillo conoció la luz gracias a unas lámparas en forma de candelabro encendidas por unas manos regordetas. Los focos alimentaban la imagen de unos cuadros grandes que acompañaban el recorrido. Había muchos cuadros, demasiados cuadros. Muchos ojos, demasiados ojos. Muchas miradas, demasiadas miradas. Más recuerdos, demasiados recuerdos. El pasillo no se acababa nunca. ¿Cuántos cuadros habrá aquí? Grandes, pequeños, medianos. Había unos de medidas exorbitantes. Al fondo, se veía una puerta de madera. La puerta se había apiadado de ellos y se acercó o al fin habían llegado. La manija giró. Hernán no dejaba de preguntarse qué era lo que Zacarías quería mostrarle. La puerta estaba abierta. El cuarto de Zacarías. Una cama tendida. Un foco rojo. Una ventana tapada con ladrillos. El olor a humedad aumentó. En una de las esquinas de la habitación, una mesita con un cajón. Los pies se dirigieron a la mesita. Es increíble cuántas llaves carga Zacarías. Buscó, entre todas, una muy pequeñita. La insertó en el cajón de la mesita y le dio vuelta. El sonido de la llave fue todo lo que se escuchó en el sombrío ambiente. Bastante sufrible era la lentísima velocidad que tomó abrir el desdichado cajón. ¡No era posible! ¡Cuánta probabilidad hay de que sea la misma! ¡Tantos años y se le ve intacta! ¡El arma de su crimen! La garganta se le cerró por completo. Un nudo le oprimía la voz y el corazón. De repente, las pulsiones. Los latidos intensos. Sudor frío, sudor caliente, sudor confundido. La dilatación en las pupilas. Un trago amargo de saliva llegó a su estómago provocándole un ardor incesante. Regresó la mirada a Zacarías que no dejaba de verlo desde hace un buen rato.

  • Aquí está. Mírala bien.

Quiso gritarle en ese instante, pero la boca lenta y opaca. El tic de la infancia había regresado y no se había percatado. El sonido tartamudo de su voz lo interrumpía cuando quiso responderle.

  • ¿Cómo (tic, tic, tic) estás (tic, tic, tic) tan (tic, tic, tic) tranquilo (tic, tic, tic) guardando (tic, tic, tic) eso (tic, tic, tic) aquí (tic, tic, tic)?

Un suspiro y después…

  • ¿Quién dijo que estoy tranquilo? Nunca duermo tranquilo. No he vuelto a dormir tranquilo desde aquella

No se escuchaba nada, pero en los oídos de Hernán apareció el chirriante sonido de una lavadora infernal. Un zumbido para Zacarías. El cuarto oscuro los invadía con terror. Hernán volvió la mirada al cajón y tocó su contenido con la punta de los dedos. ¡El tic se fue! ¡El sonido se fue! El suceso de aquella noche estaba más limpio de su mente. Era claro. Entonces, recordó todo y a todos. El vestido. Las bebidas. El salón. El baile. El juego de botella en su mesa. El ángel de Ángela. Así se llamaba. Invitaciones fechadas. Sirvieron cordero. Rosa, era rosa el vestido. Había muchos tragos. Ron, Wiski, Tequila, mucho tequila. La noche estaba alcohólica. ¿Verdad o reto? Eligió reto. Tengo que besarla, es el reto. Quiero besarla, es el reto. Tengo que tenerla. Quiero tenerla. Necesito ayuda. Zacarías sabe cómo. ¡Claro que te ayudo! Apareció el arma. ¡Vamos! El alcohol en las cabezas. Nada importa, sigue caminando. ¡Pero está con sus papás! Nada importa, sigue con el plan. ¡Róbatela! ¡Pero está con sus papás! ¡Llévatelos también! Los miramos. Nos observan y sonríen. ¿Se ríen de nosotros? ¡Ríanse de esto! Arma levantada. ¡Ríanse de esto! Apuntando. ¡Ríanse de esto! Un dedo se acciona. ¡Ríanse de esto!

No les importó que junto a ella estuvieran sus padres. Se la habían llevado y con ella se llevaron a sus padres, también.

Sus dedos soltaron el arma y su mente regresó al cuarto en penumbras. ¿Cuánto tiempo pasó? Pareció una eternidad. En ese momento, las lámparas con forma de candelabro comenzaron a hacer parpadear las luces que de ellas emanaban. El zumbido había regresado. La penumbra se hizo más negra. Parecía que el piso temblaba. ¡Eso tampoco era posible! ¿Qué estaba pasando con sus sentidos? Inmóviles. Pasmados por lo que estaban viendo. ¡Era de locos! ¡Era del diablo! Las bocas secas, abiertas. Los ojos aterrados, llorosos. Las caras punzantes, rojas. Los cuerpos rígidos, calientes. Las mentes distantes, rotas. ¡No era posible lo que veían! Los muchos cuadros, los muchos ojos y las muchas miradas comenzaron a desprenderse de las paredes del escabroso pasillo. Nadie puede imaginarse la terrorífica emisión auditiva que salía de esos cuadros. ¡Qué está pasando! Unos segundos antes, sólo eran ellos dos en la inmensidad del inmueble, ahora, los ojos de los cuadros los miraban con desagrado, con indiferencia, con odio. Si hubiesen podido gritar nadie los hubiera escuchado. De cualquier forma, no pudieron en ese momento. Los cuadros rotos dejaban salir a sus habitantes. Súbitamente, el pasillo había quedado invadido de personas, invadido de terror. Las personas de los cuadros eran enormes e imponentes. Sus caras, pálidas. Se les veía el espanto de toda una eternidad. Aquellas miradas avanzaron hacia ellos y sólo cuando éstas estuvieron a un paso de distancia fue que se escucharon dos gritos, los dos se hicieron uno, un intenso grito, un grito avasallador, un grito desesperado, un grito de horror, apagado de golpe por las animadas circunstancias. ¡Qué horror! ¡Qué horror! ¡Qué horror! Las gentes de los cuadros los cubrieron con su cuerpo fantasmagórico hasta que el par de ladrones desapareció. Las gigantescas sombras mironas los habían devorado vivos.  Nadie los extrañaría después.

***

La lluvia de la tarde había dejado un aroma a tierra mojada en la calle. Ángela amaba ese olor. Dicen que se llama petricor. Esa noche sus nietos estaban de visita. Se le dibujaba una sonrisa genuina cuando ellos la visitaban. Su casa se llenaba de sonrisas. Esa noche, no sabe por qué, quiso mirar su álbum. Se escucha música. Suenan Los Panchos.

Pasarán más de mil años, muchos más,
yo no sé si tenga amor la eternidad,
pero allá, tal como aquí,
en la boca llevarás
sabor a mí.

Vaya, ¿cuánto tiempo habrá pasado? Parece una eternidad. Imagen tras imagen. Recuerdo tras recuerdo. Una le llama la atención. ¡Cuánta gente! Eso era vestir elegantemente. Las personas ya no se procuran, se dijo. ¡Esos ojos! ¿Cómo se llamaban esos ojos? De repente, recordó todo y a todos. Su vestido rosa. El cordero asado que se sirvió. El vals íntimo y hermoso que bailó con su papá. Las bebidas. Hermosa noche. Hernán y Zacarías, pensó. Siempre estaban juntos. Otra sonrisa. Después quedó pensativa un instante, pues se dio cuenta de que, en su álbum, nunca había estado el tiro de los dos amigos…

***

El padre con su traje gris; la corbata rosa hace juego con el vestido de Ángela. Sostiene en su mano derecha una botella de Cuervo, con la izquierda abraza la espalda de su hija. La madre con su vestido entallado rosa, obviamente. No deja de mirar al frente y está inclinada a la altura de la mirada de Ángela. Con su mano derecha toca la espalda de su hija y con la izquierda su cintura. Ángela, por su parte, está en medio de sus padres y lleva en sus manos un arreglo florar hermoso, lleno de rosas rosas. Los tres están sonriendo, siempre sonriendo.

***

  • ¿Qué vas a hacer con ella?

Hernán no dejaba de mirar la imagen y regresó la vista hacia Zacarías. Dio una sonrisa sacada del infierno como respuesta. Inmediatamente, ambos echaron a reír a carcajadas. El viento les rosó la cara y se sintieron felices.

  • Dije que sería mía y ahora lo es y lo será…

Continuaron su camino por la calle vacía. La noche los acompañaba y la luna se volvía su cómplice eterna.

***

En alguna pulquería de la ciudad, en un cuarto oscuro, lleno de penumbras; un cajón resguarda la soledad de una cámara fotográfica.