Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

Los elegantes insultos del mundo literario

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Por Ulises Paniagua

16 Agosto 2020

Insultar es un arte. Es decir, soltar cualquier improperio “verdulero” (como la burguesía puritana nombra a ciertas expresiones populares) es sano, muchas veces reconfortante. El insulto es una válvula de escape ante la presión cotidiana. Es, bajo ciertas circunstancias, un mecanismo de defensa. Desde luego, no se debe abusar de él; mucho menos ejercerlo con la ruin intención de menospreciar a los demás a cada oportunidad. Un buen insulto es “tiempista”, certero; debe aparecer como un alumbramiento.

Es importante destacar cómo se ejerce el insulto. A la gente de Veracruz, en especial a aquellos que viven en la ciudad de Alvarado, se les creó la pésima fama de groseros. Si bien emplean el doble sentido y algunas palabras altisonantes con demasiada confianza ante conocidos, y aún con extraños, es innegable que la forma en que lo hacen expresa, en todo caso, un ingenio lúdico, una manera exótica de demostrar afecto. En cambio, en nuestra “bella temblorosa”, la Ciudad de México, si por casualidad tu automóvil se le cerró a otro por descuido, en pleno Circuito Interior, tal afrenta hará que tus castos oídos se avergüencen de las palabras que nacen de la boca del otro conductor. No tanto por los vocablos que usa, sino por la forma hiriente, salvaje, de gritarlos en la calle. El insulto, para el “chilango”, es un arma blanca. En el caso de los “jarochos”, puede compararse a un abrazo de bienvenida.

Desde luego, sería un detalle simpático —aunque no imposible—, que el conductor del otro vehículo te ultraje valiéndose de un diálogo literario, florido, como lo hace la Reina Margarita, a través de William Shakespeare, en Ricardo Tercero: “¡Desfigurado por el espíritu del mal, cerdo, aborto! ¡Oprobio del vientre pesado de tu madre! ¡Engendro aborrecido de los riñones de tu padre! ¡Andrajo del honor!”.

Qué tal si se tratase de un microbusero culto quien, ante tu sorpresa, repite la sarta de ofensas que le propina Don Quijote a Sancho en una de sus aventuras: “Traidor, descompuesto, villano, infacundo, deslenguado, atrevido, desdichado, maldiciente, canalla, rústico, patán, malmirado, bellaco, socarrón, mentecato y hediondo”.

Pero volvamos al asunto del insulto como un arte (no quisiera que el lector se enfurezca conmigo y ejerza alguna frase de tal naturaleza contra mi persona o en alusión a la respetable mujer que me trajo al mundo). En materia de agravios, es sabido que una virtud apreciada dentro del mundo intelectual, y en particular del literario, es el ingenio. Responder con honor a los desaires, los chismes, las críticas, requiere de perspicacia. El humor, escribe Roberto Bolaño, es una de las mejores formas de la inteligencia.

La ironía también lo es. Insultar con elegancia requiere agilidad mental y destreza en el uso de la palabra; se vilipendia de la misma manera en que se juega una partida de ajedrez, el buen jugador prevé el movimiento del contrario para contratacar, como una mamba negra, y terminar la partida, victorioso. Se dice que Siegbert Tarrasch, gran ajedrecista, entró alguna vez al salón donde aguardaba el campeón mundial vigente, Emanuel Lasker, a quien odiaba; Tarrasch se plantó frente a su oponente, para expresar con desdén: “Para usted, señor Lasker, sólo tengo dos palabras: ¡Jaque mate!”.

Ejemplos en la comunidad literaria hay muchos. Se dice que Samuel Taylor Coleridge opinó sobre otro escritor: “El estilo de Gibbon es detestable, pero el estilo no es lo peor de él”. Uno de los talleristas de Juan Rulfo, quien después se volvería un escritor reconocido, llevó uno de sus cuentos para someterlo al criterio del maestro. La respuesta de Rulfo fue estrujante: “A sus textos les falta luz … préndales un cerillo”. Por fortuna o por desgracia, el escritor no desistió de su carrera.

Hay una anécdota sobre Juan Rulfo, que consigna el escritor René Avilés Fabila en sus memorias. Ocurrió en el Centro Mexicano de Escritores:

«La revista Tiempo nos invitaba a publicar, en ediciones de obras completas, nuestro trabajo. Comenzaba tal proyecto con las de Juan Rulfo. José Agustín, con dos obras publicadas, La tumba y De perfil, dijo un tanto soberbio: “Yo acepto publicar las mías, pero eso sí, sin la censura franquista”. Rulfo, de inmediato repuso lapidario: “Pero José Agustín, la literatura infantil nunca ha sido objeto de censura”».

Del propio Avilés Fabila, hay una que escuché de propia voz. No es un insulto exquisito, aunque francamente me parece hilarante. En una feria de libro, René consumió un par de minutos de la presentación siguiente, porque el público estaba fascinado con su conversación. El otro autor, con envidia, al subir al podio señaló su reloj de pulso; recalcó:

—Te pasaste dos minutos.

Avilés Fabila contestó de inmediato:

—Chinga tu madre.

De Ramón del Valle Inclán, involucrado en una reyerta en el ámbito teatral con otro autor, se consigna que en la presentación del dramaturgo que no soportaba decidió retirarse en pleno acto. El instante poético, justiciero, lo brindó la propia representación. En el momento que el fastidio hacía presa del artista español, uno de los actores repetía el siguiente diálogo: “Oigo pasos…”.  Valle Inclán aprovechó la ocasión; se puso de pie y ante las risas del público, exclamó: “Son los míos, que me voy”.

Dos de mis dos insultos favoritos ocurren entre un padre y su hijo. La relación entre el escritor argentino Leopoldo Lugones y su único vástago era terrible. Una tarde, mientras bebían el té, el escritor confesó con rudeza: “Hay dos cosas de las que me arrepiento: de haber escrito Lunario sentimental y de haber tenido un hijo”. Su hijo, con desdén, le asestó la estocada: “Padre, puede quedarse tranquilo. La gente sabe que usted no es autor de ninguna de las dos cosas”.

Probablemente los reyes del humor refinado, en este campo, hayan sido Chesterton, Shaw, Borges y Wilde. En México, mientras tanto, reñir con Novo implicaba un suicidio cultural.

De Óscar Wilde hay registro de que, al referirse a un autor con el que llevaba una pésima relación, se expresó del pobre diablo de la siguiente manera “No tiene enemigos, pero es intensamente aborrecido por sus amigos”. Una más del autor de “El retrato de Dorian Gray”: Durante su exilio en París, Wilde se encontró en una mesa de café con varios amigos, entre ellos la famosa diseñadora Coco Chanel. Ella, procurando el halago, preguntó:

—Dígame, Wilde, ¿es cierto que yo soy la mujer más fea de París?

—No, señora — respondió Wilde, con escándalo. Agregó:

—De París, no. Del mundo.

Sobre Jorge Luis Borges, comparto un par de memorias que recuerda su excolaborador, Roberto Alifano. La primera, cuando el mismo Alifano le pregunta si no le reconocía talento a Oliverio Girondo. Borges responde: “Creo que ni sus peores enemigos pueden imputarle ese calificativo”. La segunda, en el instante en el que el autor de “El Aleph” supo la noticia de la concesión del Nobel a Gabriel García Márquez. En respuesta a un periodista, señaló: “Me parece un excelente escritor, y es muy justo que le dieran a él ese premio. Cien años de soledad es una gran novela, aunque quizás con cincuenta años hubiera sido suficiente”.

Salvador Novo, quien tenía roces con un tal E.A.G., emula los sonetos burlescos de Quevedo a Góngora, y dedica a su rival los siguientes versos endecasílabos:

 

Aqueste sorjuanete grafococo,

desmedrado, calvillo yucateco,

cuyo padrote, eyaculado en seco,

le diera el semi-ser en semi-coco.

 

Este de ciencia no, pero si foco

de liter-reportérico embeleco,

me viene a la memoria si defeco,

y en mis huevos los espulgo si los toco.

 

Finalmente, hay que rememorar el enfrentamiento entre dos colosos: Bernard Shaw, y Chesterton. Cuentan que G. K. Chesterton le dijo un día a George Bernard Shaw: “Mirándote, cualquiera podría deducir que una hambruna asola Inglaterra”; a lo que éste respondió: “Mirándote, cualquiera diría que la has causado tú”.

Así que, querido lector, ya lo sabes. Si eres escritor y en tu camino aparece un crítico malintencionado o un mezquino compañero de profesión, no respondas sus insultos —en público o en redes sociales—, con argumentos soeces. Elige la respuesta con la habilidad de los decimeros veracruzanos, eso puede funcionar. O, si prefieres lucir distinguido, mantente impasible. Luego, echa mano del repertorio de los autores citados o, mejor aún, inventa tu repertorio de insultos elegantes. Parodiando a Tarrasch, puedes aquietar al malicioso con una frase similar a esta: “Para ti y tu crítica, querido, tengo sólo ocho palabras: eres más interesante en tus notas al pie.”