Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

Llueve sobre  Danuí

ILUSTRACION llueve sobre danui

Autor:  Luis Fernando Escalona

16 Junio 2019

La grieta en el suelo del desierto le recordó el semblante de su abuelo.

Julián se encontraba en cuclillas, observando la materia que se desprendía de la tierra, como si fuera la piel de una gran callosidad. Por un momento, aferró ese pedazo de mundo entre sus dedos. Sintió la textura rasposa. Su olor era el aroma viejo de la sed.

 

¿Cómo habría sido el mundo que conoció el abuelo? Sus historias parecen deseos de recuperar un lugar que se le perdió.

 

Julián tenía doce años. Era un niño moreno, de piel reseca y cabello negro, cubierto con una capa gruesa de polvo y arena. Era flaco y la mayor parte del tiempo se la pasaba en silencio, observando.

 

Dice que el mundo estaba hecho de ciudades. Había ríos, lagos y océanos, pero yo nunca he visto nada de eso. ¿Dónde están? ¿Cómo fue que desaparecieron? ¿Quién se los robó?

 

El niño abrió sus dedos y el viento le arrancó aquel residuo de vida. Julián miró hacia adelante y se encontró con el sol. Frunció el ceño. Puso su mano de manera horizontal sobre su frente y enfocó la vista. Ahí, delante de él, estaba un mundo extenso, seco y roto; aquello que los suyos llamaban Danuí, el Gran Desierto.

 

Dice que el sol y los hombres se acabaron el agua del mundo y por eso las tribus pelean. Pero llueve para todos, ¿por qué pelean? ¿Qué objeto tiene caminar buscando la lluvia?

 

—¡Julián!

 

Era la voz dulce de una mujer. Julián miró en esa dirección y corrió hasta donde estaba ella, una joven de unos veinticinco años. Era delgada y musculosa, su piel era dorada y el cabello le caía hasta mitad de la espalda, en un tono rubio sucio y ondulado. Vestía un trozo raído de tela color café que sugería unos senos pequeños y dejaba al descubierto su abdomen plano. Abajo, traía una especie de falda corta que resaltaba sus piernas y unas botas de piel que cubrían los pies.

 

—Prepara tus cosas —dijo ella—. Nos vamos.

 

—¿Tan pronto?

 

—Los viejos dicen que después de las dunas, el cielo promete lluvia. Hay que movilizarnos para que no nos ganen terreno. Apresúrate.

 

—Sí, Marla —respondió el niño, y cuando comenzaba a alejarse, ella lo llamó.

 

—¡Julián! —se acercó hacia él. En su rostro había una sonrisa triste—. ¿Cuándo será el día que puedas decirme mamá?

 

Julián bajó el rostro.

 

Ya sé, pero es que todavía la extraño.

 

Marla lo observó un momento y suspiró.

 

—Oye —Julián alzó la cara, avergonzado—. No estoy enojada, ¿de acuerdo?

 

Él movió la cabeza para afirmar.

 

—Anda, apresúrate.

 

Julián echó a andar.

 

¿Por qué se quieren ir? Aquí está bien. Hay bisontes grandes alrededor para todos y la lluvia puede venir a nosotros. No entiendo por qué dicen los viejos que hay que buscarla, que no todo Danuí ve llover.

 

Julián entró a una de las tiendas de campaña, tomó un bolso de piel y comenzó a guardar sus cosas. En realidad no tenía mucho: una muda de ropa, una navaja, algunas semillas y una cáscara de nuez fosilizada que había pertenecido a su madre.

 

Siempre lo mismo. Ya que me siento a gusto en un lugar nos tenemos que ir. O porque auguran lluvia en otro sitio o porque vienen invasores. ¿Por qué siempre llueve en otro lugar y no en nuestro lugar? El cielo es igual en todos lados.

 

Cuando salió de la tienda, cargó su bolso por la espalda y se acercó adonde estaba la chica. A su alrededor, la gente del grupo comenzaba a desmontar el campamento.

 

Marla se encontraba amarrando unas bolsas de cuero junto a la silla de Alanis, el abuelo de Julián. El anciano tenía un rostro sereno, la piel rojiza y profundas líneas en la frente y alrededor de los ojos. Su cabello era blanco y lo tenía amarrado en dos pequeñas trenzas que le caía delante de los oídos.

 

Al ver al niño, Alanis sonrió y estiró los brazos hacia él. Julián corrió a su encuentro.

 

Alanis rió mientras lo abrazaba y Julián se aferró a él.

 

—No seas malo con Marla —le susurró—. Ella trata de ayudar.

 

Sin soltar al anciano, Julián dirigió una mirada de reproche a la mujer, quien en ese momento, llevaba las bolsas a uno de sus compañeros para que las pusiera con las demás.

 

—Marla no me ha dicho nada, yo me doy cuenta de las cosas —dijo Alanis. Julián se sorprendió y suavemente soltó a su abuelo.

 

—¿Y cómo sabes esas cosas?

 

—El tiempo te deja leer en los ojos lo que no dicen los labios.

 

—¿Así como lees el desierto?

 

—¿A qué te refieres? —preguntó Alanis interesado.

 

—Marla dijo que los ancianos creen que después de las dunas, el cielo promete llover.

 

Alanis sonrió.

 

—¿Ves esas nubes rotas a lo lejos?

 

—Sí —respondió Julián.

 

—Cuando las nubes se quiebran, hay que observar si se mueven. Ahora lo hacen, acercándose unas a otras. Las más juntas tienen un color gris oscuro. Por eso uno supone que habrá lluvia.

 

En ese momento, Sarkán se acercó. Era un hombre corpulento y de espesa barba negra, la cual sugería ya algunas canas.

 

—Estamos listos, Alanis.

 

—Lleva a tus hombres en forma de círculo.

 

—¿De círculo? —preguntó Sarkán—. Hace mucho que no usamos esa formación.

 

—Por eso —dijo Alanis—. Si hay otros grupos cercanos, se confundirán.

 

Sarkán sonrió.

 

—Bien. Entonces, andando.

 

El líder de la tribu hizo una señal y dos hombres se acercaron a la silla de Alanis. Julián retrocedió.

 

—Es momento de partir —dijo el anciano.

 

Los dos hombres tomaron los extremos delanteros y posteriores de la silla. La levantaron. Al momento, llegaron otros dos y sirvieron de apoyo a sus compañeros. Al cabo de unos minutos, el grupo entero iniciaba otra vez la marcha sobre Danuí.

 

*****

 

—Este desierto era el mar —le dijo Alanis a Julián.

 

En ese momento, el grupo cruzaba cerca de donde se extendía un enorme esqueleto que sugería la forma de un pez. Alanis le dijo que se trataba quizá de algo llamado ballena y que aquéllos habían sido sus dominios.

 

—Pero eso fue mucho antes de que este lugar se secara.

 

—¿Todo el mar se murió?

 

—Todo —dijo Alanis con la vista fija en la distancia.

 

El cielo estaba nublado y la temperatura había descendido; al parecer, los viejos acertaron. Pronto, en algún lugar comenzaría a llover; o al menos era lo que esperaban.

 

Siguieron la vereda por la cual se había escondido el sol. Pasó un rato sin novedad alguna. De repente, se escuchó la voz de un hombre.

 

—¡Llueve!

 

Todo el grupo se detuvo. Algunos miraron hacia arriba. Otros guardaron silencio, como queriendo reconocer el canto de las nubes.

 

Sarkán y otros se acercaron con el sujeto.

 

—Me cayó una gota —les dijo.

 

—¡Por acá también llueve! —exclamó otra voz.

 

Los miembros del grupo fueron sintiendo los suspiros húmedos del cielo cayendo sobre ellos: en algún brazo, en el rostro, en el cabello. Poco a poco, la lluvia incrementó su fuerza hasta que cubrió el lugar.

 

—¡Preparen los orbes! —ordenó Sarkán, refiriéndose a unos recipientes alargados donde recolectaban el agua. Momentos después, colocaron las vasijas sobre el suelo del desierto y comenzaron a cantar y a danzar. Incluso Julián se sintió contento. Ver la lluvia cayendo sobre los orbes era un augurio de prosperidad para el grupo y al menos así, aseguraban que tendrían agua fresca durante unos días más para beber. Mientras, aprovechaban para jugar y bañarse.

 

De pronto, escucharon una voz de alarma.

 

—¡Arwos!

 

Se escucharon gritos de terror entre el grupo de Sarkán cuando los vieron descender sobre las dunas y precipitarse, a toda velocidad, sobre ellos. Mujeres y niños comenzaron a correr despavoridos para buscar escondite. Algunos hombres prepararon las armas y otros intentaron poner el agua recolectada bajo protección.

 

Los ancianos como Alanis, que no podían caminar, fueron puestos cerca de algunas formaciones rocosas que los pudieran proteger mientras el peligro pasaba. Ahí mismo, aprovecharon algunas mujeres con bebés en brazos para guarecerse. Mientras, en la zona abierta del desierto, la lucha comenzó.

 

Los Arwos superaban en número a los Gulmiks, nombre de la tribu de Sarkán. Pronto se vieron acorralados por los invasores, pero aún así opusieron resistencia.

 

Los Gulmiks se defendieron con hachas y dagas, pero los Arwos habían desarrollado lanzas, espadas y resorteras reforzadas con cuerdas, donde colocaban piedras que arrojaban al enemigo.

 

Marla tomó de la mano a Julián y corrieron juntos a ocultarse bajo una formación rocosa. Ahí, miraban entre los huecos de la piedra. Marla sacó un cuchillo largo y esperó.

 

—No hagas ruido —le dijo. Pero Julián no tenía la menor intención de moverse o decir algo; no podía ni pensar.

 

En pocos minutos, los Gulmiks fueron aplastados. Algunos guerreros lograron escapar y esconderse bajo grandes rocas. Los que custodiaron los orbes cayeron también y los Arwos se hicieron de sus abastecimientos de agua. Algunas mujeres fueron tomadas prisioneras y con ellas, los niños. Marla y Julián no podían ver con claridad. Los gritos de los rehenes fueron alejados con fuerza hasta desaparecer.

 

Pasado un rato, cuando estuvieron seguros de que los Arwos se habían ido, Marla y Julián salieron de su escondite. El silencio se precipitaba sobre el susurro de la lluvia.

 

Abuelo, ¿dónde estás? ¿Dónde estás, abuelo? ¡Aparece, por favor!

 

Marla y Julián buscaron sobrevivientes, pero todo a su alrededor era el desierto y cuerpos caídos acribillados por el agua de la lluvia.

 

Julián aferró la mano de la chica. Habían sido afortunados. Aquel era el fin de los Gulmiks.

 

Tengo miedo de preguntar, pero necesito hacerlo. Necesito que Marla me diga algo. Aquí adentro me siento solo.

 

—¿Dónde está mi abuelo?

 

Marla no respondió, pero se dio cuenta de que Julián iba a llamarlo en voz alta.

 

—Aún no, Julián. Podría haber Arwos cerca de aquí y si nos escuchan, nos tomarán prisioneros. Busquemos detrás de las rocas.

 

Conforme avanzaban y daban vueltas a la zona, se dieron cuenta de que la lucha se había extendido en buena parte del área. Cada vez que se alejaban del punto central, era menor el número de muertos que encontraban; parecían más bien aquellos que habían intentado escapar y se hubieran encontrado con algún invasor.

 

Entonces, mirando en todas direcciones, Julián se encontró una formación rocosa que parecía estar quebrada por varias de sus partes. Al otro lado, vio un pedazo de madera que tenía forma circular. Le pareció conocido. Temeroso, Julián se soltó de la mano de Marla y se acercó. Marla corrió hacia él, repitiendo su nombre una y otra vez. Cuando estuvo a su lado vio la silla del abuelo: estaba destruida. Al ver lo que quedaba de Alanis, abrazó con fuerza al niño y lloró.

 

*****

 

El calor de la fogata dentro de la cueva los confortó.

 

Habían caminado cuando todavía llovía sobre Danuí y se alejaron hacia el lado contrario que habían tomado los Arwos. Habían encontrado a Sarkán agonizando en algún lugar del desierto, y antes de morir, les dijo que los Arwos roban el agua y la acumulan para su gente.

 

“También la venden en la ciudad de Jabar”, les había dicho.

 

—¿Has escuchado sobre Jabar? —le preguntó de pronto Marla a Julián, al otro lado de la fogata.

 

El niño se mantuvo en silencio.

 

—A mí también me duele lo de Alanis, pero necesitamos resolver qué hacer y hacia dónde ir.

 

Julián mantenía agachada su cabeza. En los ojos de Marla había súplica y comenzaron a llenarse de lágrimas.

 

—Julián, por favor…

 

El único sonido fue el crepitar de las llamas.

 

Más tarde, cuando Marla dormía, Julián contempló la cáscara de nuez que había pertenecido a su madre. Las llamas de la fogata la hacían ver de color dorado.

 

Parece la arena del desierto reunida en un instante. Es como si tuviera a Danuí sobre mis manos.

 

Julián levantó el rostro y desafío al fuego con sus ojos, perdiéndose en su interior.

 

Mi abuelo siempre quiso que le devolvieran su mundo y se le cayó de las manos. ¿Habrá sido cierto que el mundo tenía agua, que había ríos, mares y lagunas? ¿Será verdad que la gente usaba el agua y que había lugares llamados casas?

 

Si fuera o no cierto, ése no es mi mundo. Mi mundo es aquí con Marla, en este gran desierto llamado Danuí. Me gustaría decírselo a ella pero no sé cómo. Cuando lo pienso parece muy fácil, pero cuando quiero decirle se me atoran las palabras. Como si quisieran salir todas de golpe por la boca y chocaran entre sí. Y entonces me las trago y no digo nada.

 

Mi mundo es aquí. Danuí es mi mundo. Marla es parte de mi mundo. ¿Para qué buscar el mar si ya no está? Mamá ya no está. Ni el abuelo. Ese mundo se desmoronó.

 

Y entonces, Julián arrojó la cáscara de nuez al interior del fuego y comenzó a expulsar un olor diferente que no supo nombrar.

 

Así se cayó el mundo de agua. Pero llueve. Llueve sobre Danuí. Ese es nuestro mundo.

 

Las horas pasaron. La noche se fue y Julián se quedó ahí sentado hasta que el fuego se consumió a sí mismo. Afuera, el sol comenzó a brillar sobre el desierto.

 

*****

 

Marla despertó y vio al niño sentado en la boca de la cueva. Estaba mirando hacia el exterior.

 

—¿Qué pasa? —preguntó ella, sentándose a su lado.

 

Julián suspiró.

 

—Mi abuelo me dijo que la ciudad de Jabar no se movía como la lluvia.

 

Marla lo miró esperanzada.

 

—¿Será cierto?

 

—No sé.

 

Si su mundo ya no está…

 

—Si su mundo ya no está y conocemos el desierto, ¿por qué no ir a ese lugar? —preguntó Julián.

 

—Podría funcionar.

 

—Sí, podría —dijo el niño. Y la abrazó. Marla correspondió el gesto. Estaba sonriendo.

 

—¿Sabes cómo llegar?

 

Al lado contrario de donde camina el sol.

 

—Al lado contrario de donde camina el sol —respondió el niño.

 

—¡Vayamos pues!

 

Marla y Julián destruyeron los residuos de la fogata, tomaron sus cosas y salieron de la cueva.

 

Buscaron la ruta del sol.

 

—Podría llover.

 

Marla lo miró con intriga.

 

—Quizá.

 

Miraron un momento hacia el frente y suspiraron.

 

—Estoy contento de que estés aquí —dijo el niño.

 

—Yo también —respondió ella, sonriendo.

 

—Te quiero, mamá.

 

Sin dejar de sonreír, Marla se enjugó las lágrimas y Julián tomó su mano. Entonces, comenzaron a andar.