Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

Literatura y futbol: un binomio fantástico

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Por Ulises Paniagua

16 Septiembre 2020

 

El futbol es pasión, es identidad; es experiencia estética, sueño, e incluso memoria. El futbol es un extenso libro comunitario. Como cualquier espectáculo, en ocasiones este deporte se ha convertido en melodrama (basta preguntar a los hinchas cruzazulinos, a los fans del Atlético de Madrid, a los seguidores de la selección mexicana).

El futbol guarda el encanto de una representación teatral. El espectador accede al estadio, al televisor, a la pantalla del celular, para embelesarse con la narrativa de veintidós guerreros en una competencia moderna. Se sigue a Messi en su periplo temporal, del modo en que se escuchaban las aventuras de Odiseo o Aquiles en la antigua ágora helénica. Ocasionalmente, un partido se transforma en una comedia (como la tarde en que Martín Palermo falló tres penales); o se vuelve trágico (en 1950, Uruguay se proclamó campeón en el estadio Maracaná de Brasil, lo que despertó una ola de suicidios cariocas tras el cotejo).

En una cancha de noventa por sesenta metros las carencias se convierten en esperanza, se ingresa a cierta sensación de colectividad, de anhelo compartido. Se desea que una camiseta resane una vida, un conjunto de vidas. Por su posibilidad de redención, el “fucho” se ha convertido en el deporte preferido de los marginales, en gran medida pobres. En este modus operandi como fábrica de ilusiones, se parece también a la literatura.

El futbol, por otra parte, es magia. Se sabe cuándo se está ante un crack por el buen sabor que deja sobre el terreno de juego (de la misma manera que se sabe que se está ante un vino de altura). En el momento de presenciar las chilenas de Hugo Sánchez, Gareth Bale o Cristiano Ronaldo, uno no puede más que agitar la mano en el aire, y exclamar a la francesa: “oh, lalá”. La misma expresión nos sacude al concluir la lectura de una de las “ciudades invisibles” de Italo Calvino.

En el gesto elegante de bajar un balón, alguien puede convertirse en artista. Zidane era una especie de Flaubert quien, en todo caso, sustituyó la elegancia de las palabras por el glamour de un “rehilete” o una “bicicleta”. Los remates del viejo Ronaldo o de Levandowsky son tan letales como el final de un cuento de Julio Cortázar. Las jugadas de Ronaldiño eran pura poesía, asombros deslumbrantes como los versos de “Altazor”, de Vicente Huidobro. Por su parte, Pirlo o Riquelme marcaban el ritmo como lo hace un novelista.

Por supuesto que no todo, dentro y fuera del campo, es maravilloso. Es sabido el rechazo de algunos intelectuales hacia el futbol. Eso se debe a tres motivos: el primero es que algunos de estos intelectuales fueron pésimos futbolistas en su infancia y, humillados, juraron no volver a acercarse a una horda de niños que corren tras una pelota. El segundo motivo es que se está al tanto de que este pasatiempo, hermoso en su origen, se convirtió en un negocio donde los jugadores ganan cantidades estratosféricas, groseras si se les compara con lo que gana un magnífico cirujano o un obrero calificado. Es insulso que un tipo que apenas puede leer tres versos de Pablo Neruda viva en una mansión al estilo del “Gran Gatsby” (con fiestas incluidas), mientras los niños que le idolatran mueren de hambre o a causa de la violencia en las favelas brasileñas (a las que recurre el escritor Rubem Fonseca). Penosamente, y en adición, para comprobar la corrupción dentro del juego, conviene mirar el documental “Planeta FIFA”, de Jean-Louis Pérez, y enterarse de las malversaciones, de la compra de votos de directivos por parte de João Havelange.

La tercera razón, quizá la más honesta, es que los intelectuales estaban ocupados en leer, dibujar, escribir o escuchar música clásica. “El fut” no les interesa, ni les interesó. Uno de estos personajes fue Jorge Luis Borges, quien mantuvo una postura crítica ante el tema. Borges solía decir: “El fútbol es popular porque la estupidez es popular. Once jugadores contra otros once corriendo detrás de una pelota no son especialmente hermosos”. Existe una anécdota con respecto a César Luis Menotti, director técnico que hizo campeón a Argentina en 1978. Al encontrarse en un evento, Borges comentó, ante el asombro de Menotti: “Usted debe ser muy famoso. Porque mi empleada me pidió un autógrafo suyo”. Valen la pena dos apreciaciones: Menotti no era de ninguna forma un ignorante (leía mucho y bien, además de ser un conversador espectacular). En el caso de Borges, el futbol cobró revancha cuando, el día de su muerte, ocurrida el 14 de junio de 1986, la prensa argentina puso en primera plana una fotografía de Diego Armando Maradona, relegando la muerte del autor de “El Aleph” a segundo término.

Dejemos los detalles tristes. Adentrémonos al lado luminoso del espectáculo. Persigamos la esencia que ha cautivado a distintos escritores del siglo XX, y a otros tantos contemporáneos. Los nombres de los que aman el futbol son múltiples, muchos de ellos célebres. Uno de los literatos que disfrutaba del “deporte de las patadas” fue Albert Camus, quien posee junto a “Zizou” la afinidad de haber nacido en Argelia, para hacer una brillante carrera en Francia. Camus, Premio Nobel de Literatura en 1957, fue portero en su país natal.

Otro escritor ocasional, quien después se convertiría en Papa, e incluso llegaría a ser canonizado, fue Karol Wojtyla, mejor conocido como Juan Pablo Segundo. El sacerdote polaco destacó como guardameta con el MKS Cracovia.

En calidad de autoría, existe un cuento muy bueno, precisamente del brasileño Rubem Fonseca, que se titula “Río de Janeiro abril 1970”. El relato aborda las expectativas de un jugador de barrio, quien encomienda la trascendencia de su vida modesta, al hecho de que un cazador de talentos lo descubra en un encuentro de domingo. Ese día, en que se siente observado, tiene un desempeño terrible: yerra los pases, comete faltas absurdas, se sabotea.

En la novela “La tía Julia y el escribidor”, Mario Vargas Llosa (otro Premio Nobel) integra, en el capítulo dieciséis, la historia de un árbitro tan diestro en su oficio que las multitudes acuden al estadio para verle a él, antes que a los jugadores. Convertirse en Joaquín Hinostroza Bellmont (tal es el nombre del personaje), ser infalible como éste, sería el sueño de cualquier silbante (tomemos en cuenta que en aquellos años no existía el apoyo del VAR).

En Uruguay es reconocida la pasión de Eduardo Galeano, autor del libro “El futbol a sol y sombra”. Galeano legó frases gloriosas al respecto: “En su vida, un hombre puede cambiar de mujer, de partido político o de religión, pero no puede cambiar de equipo de fútbol”. En otro momento afirma: “Para la derecha, el futbol era la prueba de que los pobres piensan con los pies; y para la izquierda, el futbol tenía la culpa de que el pueblo no pensara. Esa carga de prejuicio hizo que se descalificara una pasión popular”.

Otro autor, también uruguayo de nacimiento, aunque mexicano de corazón, Saúl Ibargoyen, fue delantero, y escribió magníficos textos desde sus recuerdos. Ibargoyen declaró en una de sus entrevistas: “Uso la computadora que tiene mejor memoria que yo, escucho a Gardel y el tango, veo el fútbol, recuerdo el mate y el asado… y sí uso el Facebook”. Visité su taller de creación literaria durante años; allí solíamos hablar del Mundial en turno, en voz baja, cual si fuera un tema prohibido ante la pedantería de otros asistentes, quienes desconocían o menospreciaban el desliz popular del maestro. Ibargoyen escribió, recordando una fotografía vieja donde se muestra el joven futbolista que fue:

“Jugábamos un fútbol romántico, no heroico. A veces los sábados, a veces los domingos (…) El pasto, pintado descarnadamente por el fotógrafo, es grueso y disparejo. Detrás de las gradas que casi no existían, como dividiendo la cancha cerca de aquel lejano Parque de los Aliados, se ve una portería con pedazos de mecate que cuelgan a modo de red. Porque con la red, el arco es más arco, y el gol, sin dudas es más gol: se grita y se goza y se sufre de otra manera (…) Porque en el fútbol, al igual que en tantas tareas humanas, hay como una sustancia secreta que sostiene todo. Es un ajedrez donde la reina es la pelota, esa pelota que no aparece en la fotografía. ¡Cómo costaba en tantas ocasiones pegarle bien a aquellos balones de cuero firme, de piel de res, hinchados de agua o engordados ligeramente con la simple humedad de la hierba, y que hasta llevaban clavada alguna rósela filosa o un abrojo espinudo.”

En México, existen datos curiosos acerca del tema. Francisco Tario, magnífico cuentista, jugó bajo los tres palos con el Club Asturias. El poeta, cantante y armonicista José Cruz Camargo, quien comanda el grupo de blues “Real de Catorce”, fue un atlético futbolista. Está el caso del guardameta del equipo Atlante, Félix Fernández, quien terminó dedicándose al periodismo.

En materia de libros, me viene a la mente un cuento de Juan Villoro, “Yo soy Fontarrosa”, donde retrata el ambiente que se vive en los deportivos populares al oriente de la ciudad; y un cuento de Víctor Roura, cuyo protagonista recuerda con emoción un gol que anotó desde la media cancha. Me agrego a esta contribución, no por la calidad de mi obra sino por la oportunidad del asunto: en la red puede leerse mi relato “Un domingo en el estadio”, que aborda las consecuencias del fanatismo de los hinchas en cualquier ciudad o villa del mundo.

Qué decir, en sentido inverso, de la crónica que, por su ironía o su sutileza, se convierte en festejo poético. Me encanta citar esta nota, escrita por el periodista argentino Ricardo Morales, acerca de su compatriota, un famoso “nueve” de talla internacional:

“A mí Higuaín me gusta. Me parece un resultadista, un futbolista fantástico para partidos de mitad de tabla. Un goleador nato de la tierra de nadie, un delantero para la consecución de ligas paliativas ante fracasos europeos.”

Reconozco, cada vez que leo estas líneas, que Morales es injusto con “el Pipita”, goleador histórico de Argentina. No dejo de admirar, eso sí, el poético humor negro de su estilo.

El futbol es encantador. Posee, igual que un buen narrador, la capacidad de mostrar un argumento que nos mantiene expectantes durante noventa minutos (más el tiempo suplementario). Guarda el embrujo de la Historia, con anécdotas como aquella, épica, que narra cómo Maradona hizo trizas a Inglaterra dentro del terreno de juego, concediendo una victoria simbólica a los “pibes” en plena Guerra de las Malvinas, al estilo de los trabajos de un Hércules contemporáneo.

En el “fut” no puede faltar además el romanticismo de las leyendas: estrellas que jugaron descalzos en su niñez (auténticos cuentos de hadas); delanteros que tuvieron un partido terrible cuando descubrieron la infidelidad de su novia en la víspera de un cotejo; guardametas que alejaron el balón de la portería con un lance intrépido (el escorpión de René Higuita); entre otras lindas ficciones verdaderas.

No queda más que concluir este artículo con este breve epílogo literario, para no desentonar: Larga vida al futbol, a sus noches mágicas; que los estadios no se queden sin espectadores, ya que, como bien lo mencionó Eduardo Galeano en alguna ocasión: “No hay nada más solo que un estadio vacío”. Que el futbol genuino sea, al igual que los cuentos, los ensayos, los poemas, una dulce anestesia ante la dureza del mundo. Y aún más larga vida a los libros, porque aunque podamos disfrutar de los deportes como lo hace cualquier ciudadano, los libros permiten mirar las canchas con ojos distintos (lejos de cualquier fanatismo o dogma). Viva el giro del balón. Viva el contundente remate de una frase. Vivan los driblings dentro del campo de juego y de una buena página. No cabe duda: el futbol se disfruta más cuando se entiende de libros.