Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

Literatura y drogas

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Por Ulises Paniagua

16 Mayo 2020

La droga es una inyección de muerte que mantiene al cuerpo en un estado de emergencia.

William S. Burroughs

 

Las drogas han acompañado a la historia de la humanidad y de la literatura durante siglos. Desde las más tribales hasta las más sofisticadas sociedades han recurrido, de una forma u otra, al uso de sustancias que alegran el ánima, que permiten viajes astrales o desesperados escapes de la crueldad del mundo. Hashis, peyote, coca, sapos cuya piel segrega toxinas alucinógenas: todo se ha visto y experimentado. Los escritores, fieles testigos de su época, han estado y están allí para registrar el placer (e incluso el peligro) de las adicciones. Omar Khayyam, en sus “Rubaiyat”, en el siglo XII exalta las virtudes del vino como narcótico. En plena efervescencia teatral de “El Globo”, en la antigua Inglaterra, se rumoraba que jóvenes como Romeo y Julieta consumían brebajes sospechosos, y que el propio William Shakespeare (al que se le acusa de cualquier asunto) consumía marihuana, además de masticar hojas de coca.

Centurias adelante, uno de los personajes drogadictos más célebres es, extrañamente, Sherlock Holmes. Descrito por Arthur Conan Doyle como un tipo particular, el famoso detective inglés es visto con crudeza en el relato El signo de los cuatro. Allí, la narración arranca con las palabras de su inseparable acompañante, el Dr. Watson, quien comparte una escena perturbadora: “Sherlock Holmes extrajo un frasco de un anaquel y la jeringa hipodérmica de su estuche. Con sus dedos largos, blancos y nerviosos, ajustó la delicada aguja y se enrolló la manga izquierda de su camisa. Durante un momento sus ojos se apoyaron pensativamente en su brazo nervudo, lleno de manchas y con innumerables cicatrices, causadas por las frecuentes inyecciones. Finalmente se introdujo la aguja delgada, presionó el pequeño pistón, se la sacó, y se dejó caer en un sillón forrado de terciopelo, con un profundo suspiro de satisfacción (…) Tres veces al día, durante muchos meses, había sido yo testigo de este espectáculo, pero, a pesar de ello, no me resignaba a seguir viéndolo. Por el contrario, día con día me sentía más irritado a su vista. El remordimiento me quitaba el sueño al pensar que me faltaba valor suficiente para protestar. Una y otra vez me había prometido abordar aquel tema escabroso, pero había algo en el aire frío y tranquilo de mi compañero, que me impedía decidirme a hacerlo. Sus facultades casi adivinatorias, su disciplina mental y sus cualidades extraordinarias, me inhibían y me hacían sentir inferior y torpe.”

En plena modernidad, en Inglaterra, Francia y Estados Unidos, el consumo de narcóticos se vuelve un asunto de escritores. Como lo hace notar en uno de sus ensayos Wilfredo Carrizales, en 1846 Théophile Gautier publica La pipa de opio, hecho que marca el inicio de una verdadera “moda de la droga”. Otros ejemplos citados por el propio Carrizales son la reconocida afición por el láudano en el poeta Taylor Coleridge, y la aparición del opio, como tema, en la obra de Charles Dickens y Óscar Wilde. Poetas románticos como Percy B. Shelly y Lord Byron experimentaron también con dicha sustancia, lo mismo que John Keats. Muchos años más tarde, lo harán Guillaume Apollinaire y Alfred Jarry.

En “Los paraísos artificiales”, Baudelaire asegura que las drogas refuerzan la intensidad de la experiencia poética. ¿Y qué decir de Edgar Allan Poe, quien consumió, según se sabe, opio y heroína? De la morfina, Poe exalta grandes virtudes: “Al mismo tiempo la morfina hizo su efecto como era costumbre—eso recubría a todo el mundo exterior con una intensidad de interés. En el temblor de una hoja—en el tono de una brizna de hierba—en la forma de un trébol—en el zumbido de una abeja—en el brillo de una gota de rocío—en la respiración del viento—en los olores ligeros que provenían del bosque—se me proveía de un universo de sugestiones—un conjunto de pensamientos gozosos y variopintos, rapsódicos y no metódicos”.

Es probable que los escritores adictos más célebres, a nivel mundial, sean los que integraron la generación beat, ola literaria que en los cincuentas devoró monstruosas cantidades de anfetaminas, heroína y, desde luego, mariguana. Allen Ginsberg hace una apoteosis de tal submundo en su célebre poema “Howl” (Aullido). Pero es William Burroughs, con certeza, quien se interna a fondo en la descripción del universo de los adictos en su novela “Junkie” (Yonqui). En su libro, Burroughs —un heroinómano reincidente que hizo colaboraciones con Kurt Cobain y murió, cosa curiosa, a los ochenta y tres años— narra pasajes interesantes, incluso proporciona verdaderas recetas con respecto a la manera de mezclar los estupefacientes, como si se tratara del acto de un prestidigitador. Cito: “Fui a buscarle al aeropuerto. Venía colocado con heroína y gufbols. Llevaba los pantalones salpicados de sangre de haberse fijado en el avión con un imperdible. Se hace un agujero con un imperdible, se coloca el cuentagotas sobre (no en) el agujero y la solución penetra. Con este método no se necesita aguja, pero hace falta ser un yonqui veterano para que funcione bien. Hay que emplear la presión exacta al introducir la solución. Yo lo intenté una vez y la droga se fue a un lado y lo perdí todo, pero cuando Gains hace un agujero en su carne, el agujero permanece abierto esperando la droga.”

En el mismo libro, el autor norteamericano se plantea una pregunta común, el por qué se decide entrar al oscuro mundo de las sustancias. En el prólogo de “Junkie”, Burroughs comparte una idea interesante al hacernos saber que no se es adicto por elección, sino que se llega a ese estado de manera circunstancial: “¿Por qué empieza uno a usar estupefacientes? ¿Por qué sigue uno usándolos lo bastante (…)? Uno se acostumbra a los narcóticos porque carece de motivaciones fuertes en cualquier otra dirección. La droga se impone por defecto. Yo empecé por una cuestión de seguridad. Seguí pinchándome mientras pude conseguir droga. Terminé colgado de ella. La mayor parte de los adictos con los que he hablado cuentan una experiencia semejante. No empezaron a utilizar sustancias por ninguna razón que sean capaces de recordar. Si uno nunca ha sido adicto, no tiene una idea clara de lo que significa necesitar droga con una especial necesidad (…) Nadie decide ser un adicto. Una mañana uno se despierta enfermo y ya lo es. Jamás he lamentado mi experiencia con las drogas. Creo que tengo mejor salud en la actualidad como resultado de utilizarlas intermitentemente de la que tendría si nunca hubiera sido adicto. Cuando uno deja de crecer empieza a morir. Un yonqui nunca deja de crecer. Muchos de ellos cortan el hábito periódicamente, lo que implica una contracción del organismo y el reemplazamiento de las células que dependen de la droga. Una persona que se pincha está en un estado continuo de contracción y crecimiento en ese ciclo diario de necesitar el pinchazo y el pinchazo recibido.”

En México y Latinoamérica, los narcóticos como hoy los conocemos nacieron desde inicios del siglo XX. Novelistas mexicanos célebres los citan como práctica recurrente, sobre todo en tiempos posrevolucionarios. Federico Gamboa escribe “Santa”, la primera novela urbana, en 1903, donde se menciona el uso del anís y de la marihuana como enervantes. Mariano Azuela, en “La Luciérnaga”, en 1932 habla de la famosa “juana”: “De la buena. De la verde. Diosa verde. Doña Diabla. Doña Juanita. (“Sin haberse quitado siquiera el puro de la boca. ¡Bravo, Don Antonio ha dejado este cartel! ¿Le hizo daño Doña Juanita?”.

Jorge García Robles encuentra en la novela La dama de la ardiente cabellera, escrita en 1918 por Porfirio Barba Jacob —escritor colombiano radicado en México-, una amplia mención de la habitual yerba de los mexicanos; así es descrita en el texto: “Aceite. Alfalfa. Aracata. Bailarina. Belula. Café. Campechana verde. Coffe. Chabela. Chíchara. Chipiturca. Chora o shora. Clorofila. Coliflor tostada. Colitas. Cola de borrego, de león o de zorra. Crema de León. Dama de la ardiente cabellera o de los cabellos encendidos”.

En la década de 1960, los estupefacientes ingresan en las letras con mayor fuerza, principalmente a través de los autores de la denominada “onda”. Es célebre el libro de Parménides García Saldaña, “Pasto verde”. Gonzalo Martré, por su parte, además de narrador fue especialista en mezclar tinas de alcohol y sustancias, en brebajes que se distribuían en salvajes fiestas públicas en plena Zona Rosa, de lo que el narrador da cuenta en algunos de sus textos. Desde luego, no puede faltar la mención de la obra de José Agustín, quien en 1972 describe en “Se está haciendo tarde”:

“Aceitar la máquina. Agarrar el avión. Atizar. Atizar coliflor tostada. Chumiar. Darse las de reglamento, las tres, un acelerón de trueno verde, un gallo, un jale, un jalón, un queso, un queto (anagrama de toque), un toque, un tripazo, un tris”.

A finales de los setentas e inicios de los ochentas, aparece en México una camada de autores que también gusta de meterse cosas: los infrarrealistas. Es posible leer diversos episodios de ello en la famosa novela “Los detectives salvajes”, de Roberto Bolaño; aunque también aparece el tema en poemas de Mario Santiago Papasquiaro, quien escribe: “…Gris es la Teoría…/ Rojo el vellón de la Cannabis/ / La inalámbrica”.

En fin, que hablar sobre la relación de las drogas y la literatura es trabajo no de una, sino de varias tesis, de cientos de artículos y miradas. He pretendido aquí hacer un esbozo, apenas, de tan intrincado romance a través de estas líneas literarias que, si bien no se inhalan, sí producen efectos cerebrales y emocionales profundos. No quiero pecar de ingenuo, pero juro que lo único que me he inyectado en la vida son páginas y más páginas de historias reales y fantásticas. Desde luego, la libertad es amplia, no tengo prejuicio alguno en el gusto de cada cual. Me encanta, además, conocer los mundos y submundos posibles, incluso los paraísos artificiales contemporáneos descritos en autores como Irvin Welsh. De otro modo, ¿qué intención tendría la literatura si no es la de abrirnos los ojos, la de despertar una honda, intensa curiosidad? A fin de cuentas, un lector es muy semejante a un drogadicto. Uno lee porque busca anestesiarse. Sigamos, pues, fumando y pinchándonos literatura hasta el fin de los tiempos.