Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

Las tentaciones del cinismo

IMG_3818

Por Víctor Cuchí Espada

16 Abril 2020

Cuando entraste en la oficina te dijeron que habrá un intercambio de regalos. Sueles normalmente llegar tarde y esta vez tardaste más porque acabas de comprometerte.

Aquella noticia fue como un ruido de la calle infiltrado por el resquicio de un ventanal. Estás inquieta en lugar de contenta. Tu novio te puso el anillo y te habló de la fecha en que te pedirá. No pudiste menos de sonreír. Jamás pensaste que llegaría a esto. Desde luego, es lo que deseabas, y además es la primera que recibes, suertuda, y ya tus hermanas menores ya viven con sus parejas. ¿Ya te tocaba, no?

Ahora que se te cumple, sientes empero una profunda zozobra.

Con los codos apoyados sobre un plano en el restirador, te abrumas: dudas mujeriles del tipo de si él será el único o si debes aceptar que podrá convertirse en un futuro ex esposo, un lío que te maltratará. No puedes entonces concentrarte. Bueno que no eres nerviosa. Lo que pasa es que detestas que cualquier cosa eche a perder tus planes. A Rolando no le dijiste que pospondrías tu primer embarazo. Y esto te molesta, ¿verdad? Porque diariamente te afirmas con las opciones de todos los días. No por miedo; en cuanto formar una familia tienes ideas muy definidas; de entrada no repetirás los errores de tus padres. Te repites que no estás preparada y te mortifica, en efecto, no haber pensado antes en eso, pues la carrera es lo más importante. Miras, pues, los planos con añoranza. Tu codo derecho tapa la cocina, el izquierdo la sala; la recámara es un mapa hacia el límite. A propósito de este proyecto —diez casas similares—, objetaste la falta de ventanas. Es necesario, piensas, ahorrar electricidad. Así pues, tomas la regla y las agregas. En las especificaciones dice que deben ser corredizas. Te decides aunque ello implique sumar al presupuesto. Esperas que el aluminio resulte más barato a la larga.

Felizmente, te llaman. La rifa va a empezar. Pasa Agustín delante de ti. No te ve. Hace tiempo que te pretende. Manifiesta sus intenciones con un trato demasiado visceral, ¿no crees? Casi siempre es el primero que te ofrece un asiento o un café, lo que te obliga a ser delicada. Y no te gusta. Dispersa improductivamente tus pensamientos, ¿verdad? Te estafa del silencio de la oficina. Agustín no te importa. Te aburre, y las pequeñeces que platica, llenas de tecnicismos, te han llevado a armar una relación falsamente cordial. Opinas, en fin, que es un inmaduro. De él, aun así, no puedes hablar en concreto. Debes reconocer, pues todos se dan cuenta, que es bastante indiscreto. Entonces, aquí entre nosotros, tu buena suerte radica en que todavía no te ha enviado flores ni hablado de amores, tal vez porque la realidad se impone y tú obviamente estás enamorada de Rolando.

De ahí que aceptas con agrado las visitas más inoportunas de tu novio. Te protegen de la malicia de tus compañeros. Además te confieren algo más, de lo que a veces no te percatas: claridad. Por eso, vas por los corredores segura: Rolando te viste, puede asegurarse. Y con la declaración de esta mañana, uy, eres magnífica, resplandeces. Acaso sería bueno que lucieras el anillo y anunciaras tu boda. Silenciarías a los chismosos. ¿No te encantaría que te detuviera una llamada de tu amor en este instante y hablar fuertemente para que la noticia cunda por la oficina? Que por una vez a tus espaldas se comente lo que quieres oír; algo que no sea Agustín.

Para variar, eres la última en entrar a la sala de juntas. El árbol de Navidad está recién puesto junto a la foto enmarcada del personal tomada hace dos años. Como no te decides a anunciar tu casorio, te sientas. Intentas llamar la atención contemplando tu anillo. Por supuesto, lo haces con recato, que no vayan a decir… Para ti la independencia es una idea recurrente, por lo que para no acelerarte te concentras en la canasta que Elba la recepcionista, una metiche insoportable, pone en el centro de la mesa. No te quitas de la cabeza que ansiar casarte es inconfesable. Pero la mesa es alta, por suerte, y te fuerza a ver al mismo tiempo la canasta y el anillo. Debes ocultarlo, con lentitud, para que no te vean la timidez. Pose de niña regañada. Si ya no se te nota el anillo, tus hombros caídos te dan un aire de silla playera abandonada.

Comienzas a sobresalir, lo quieras o no. Atraes a dos compañeros, y a Agustín, a quien no te animas a darle la nueva, y eso que te conviene. Estudias su corbata de seda con estampado del Pato Donald. Te disculpas para levantarse. Salir. Ingresa el Arquitecto. Pregunta si la rifa ha empezado sin él. Qué tontería sería anunciar un compromiso sin tu jefe, peor aún, debes hablar con él primero.

Por tanto, intentas acercártele mientras Elba sacude la canasta. Ella la pasa por los presentes, al azar. Cada cuando alguien toma un papelito, alboroto que te alcanza. de quienes esperan que no le toque el mismo del año pasado a fin de no pensar qué de nuevo regalar. Ansías toparte con el nombre de alguno de los recién contratados, pues por desconocerlo será inocente de las intrigas de la oficina. Esperas tu turno haciendo caso omiso al festival. Inconscientemente, en vez de alejarte de una decisión, te aproximas: al desplazarte hacia la puerta cambias de sitio y te cruzas con la canasta. , no puedes sino exclamar con voz ahogada por la del Arquitecto, quien zalameramente se rehúsa a revelar un nombre. , dices a Elba. Los demás te insisten que extraigas uno, lo que haces con los ojos abiertos. Tomas cualquier papel esperanzada de que, aparte de nuevo, el elegido sea mujer. Será más fácil.

A tu juicio, la Navidad en absoluto es agradable; te fastidian sus exigencias. Debes comprar regalos, sólo que, peor, ahora te preocupa que obsequiarás los más caros. Reconoces el mall: ¿adónde entrarás primero? Muchas veces, en ocasiones como ésta, piensas en un elemento y a partir de aquél te orientas.

Invocas un bilet. Esa mañana del ordinaria y sarcásticamente llamado “el día”, se te terminó el color terracota, el que te hace ver bien desde que dejaste el cereza. Acabas por demás de cobrar tu aguinaldo. ¿Si compraras un estuche de maquillaje nuevecito? ¿No te gustaría? Busca la perfumería, anda. Te atrae un camisón de muselina blanca. Mientras te vestías —como no vas a la oficina pudiste calzarte las mallas rojas en vez de las consabidas azules— resolviste que debieras modificar tu look, por eso de tu boda. Todo el año has usado los mismos zapatos. Tienes, encima, una blusa de lunares negros cuyos botones remiendas frecuentemente. Y tus uñas: prefieres llevarlas cortas para que no te estorben cuando delineas. Pero, de repente, al una vendedora perfumarte la mano, recuerdas que una vez observaste a Rolando absorto ante una promoción de esmalte de uñas. Entonces, tú pagabas su regalo, una maleta para su lap-top que lo halagó. Fue un sacrificio, que no pudo por menos de asombrarte aunque, por otro lado, no suele molestarte cuanto haces para contentarlo. Y es que tus necesidades te inquietan, pero las suyas te enternecen. Inevitablemente te sientes responsable de su apariencia, ataviándolo con cuanto estilo antojas: una gorra, un saco de golfista, pantalones de pana desde donde se asoman calcetines con losanges verdirrojos… y manipulas estas figuras como contigo misma, acariciándolas permanentemente a fin de no perderlas.

Lo que le comprarás a Agustín forzosamente equivaldrá al precio de dos bilets. Agustín surge como faros de un coche que te atropellará. ¿Saltarás? Titubeas. ¿No será mejor…? Pero ya estás aquí; tu mano huele a perfume, por si lo has olvidado.  Cuentas tu dinero: seiscientos pesos en vales. Infortunadamente, tu crédito deja mucho que desear. Buena excusa para ahorrar. Un bilet terracota y otro cereza que remarquen tu cara. Si tan sólo pudieras desafanarte de ese regalo. Por su causa deberás renunciar al camisón. Sin volverlo a mirar, te alejas de él. Das otra vuelta a la tienda. De reojo columbras los bilets. Finalmente te probarás uno. El terracota te decepciona; asemeja como si hubieras mordido un pastel de café; el rojo es demasiado tenue; el plateado no te queda; el morado ni loca; el rojo naranja lucirá espléndido. Frente a un espejito paras la trompa. Así escamotearás a Agustín la cortesía de dedicarle lo que la suerte le ha asignado. Nada, ciertamente, te importa. Estás reacia a hacerlo, tanto que puedes seguir demorándote. Empero, te distraes. Imaginas volverte, hallar la corbata sin esfuerzo y metértela en el bolso. Pero esto implica tener que recordar. Y no quieres. Además de otro esfuerzo, esto también da lugar a accidentes: no vaya a suceder que Rolando la crea regalo suyo.

En especial, hay un peligro mayor: que tomes cualquier corbata, sin mirarla, fijándote sólo en el precio; que ésta sea hermosa. Sacrificio, ¿saltarás?

Pagas los bilets y te sientes contenta. Agustín es únicamente un agregado, parte que desaparecerá en la mezcla. Sonríes; tus labios encarnados ondulan como destellos de satén. Costó cada bilet cuarenta pesos cincuenta centavos. ¡Qué no darías por sábanas nuevas! Tendrás unas en tus nupcias, mas no es lo mismo, ¿verdad? No las escogerás, no las cuidarás igualmente. Tuyas no serán. Pasas junto a un juego de sala. Aprisionado por dos mamparas y colocado sobre una tarima, asemeja escenario de comedia. Por un instante, lo contemplas mientras en tu mente pones aquí y allí personajes que hace unos años te habrían repelido. En una mesa guarnicionada en latón, un florero luce nochebuenas al lado del letrero del precio, que no puedes ver porque una joven, que empuja una carriola azul celeste, lo toma. Subes a la tarima, ves más allá: una cama matrimonial, otro florero en una pintura, un buró: los precios son inaccesibles, como el del juego de muebles que ahora estudias. Se aminora tu interés a causa de la muchacha con su varoncito. Se te ocurre de repente que debieras reconsiderar tu negativa a embarazarte pronto. Sin embargo, será algo muy limitante… y muy caro. Por otra parte, quieres viajar con Rolando por cinco años. Conocer Europa, eso, y Estados Unidos; descubrir, en una frase, las fuentes del mall en su versión original. De algún modo, Navidad en Times Square te será familiar; estas hojas verdirrojas te harán sentirte en casa. Por lo pronto, lejos de esos lugares, te sientas, escuchas el correr del agua multicoloreada de verde y rojo, viendo a la gente caminar con sus paquetes verdes y rojos. Deseas unirte a las demás personas, cargar muchos paquetes, darte a la tentación. ¿Tan sólo comprarás dos bilets? Pues, ¿cuántas veces no has pensado en que de la compra de un saco depende tu noviazgo? Suspiras. Ya tienes dinero. Lo derrocharás en un indeseable.

La corbata. ¿Dónde habrá una de ochenta y un pesos?

Te incorporas trabajosamente. Te lamentas de que Rolando no te acompañe. La gente parece manada de camellos. Deseaste que él ignorara el motivo del regalo de Agustín. ¿Por qué los hombres celarán tanto? A ratos Rolando es bastante posesivo, ¿o no? Desde luego, existen grados, tú sabes. El de Agustín es de otra clase: es inútil. Por eso te dedicas a demostrarle que jamás le responderás.

Bajas por la escalera mecánica. Ya te apremia comprar esa corbata. Te fabricas una idea de ésta: plateada con algún monito estampado en colores vivos, quizás verde y roja para que Agustín recuerde la Navidad… o a ti. Te asustaste. Telefonea pues, a Rolando. Introduce tu tarjeta… Rolando no está; es la hora de la comida, lo que sabes. Con los labios apretados, que ves en los espejos circundantes, amagas con regresar a Liverpool. Sin embargo, ¿no recién averiguaste que allá las corbatas son muy caras? Tu promesa.

Te alejas. Quisieras no estar tan hambrienta. Te metes en el Sanborns, indecisa hasta que te sientas en la barra de la cafetería y pides la carta. Pides un club sándwich porque tienes mucha prisa. Poco a poco abandonas la idea de regalar una corbata a Agustín. Un tipo así no merece que te esfuerces. Mejor regálale una charola de quesos y embutidos… ¿no?, de ésos que pican, o quizás una caja de chocolates. Si no le gusta siempre puedes hacerte la tonta diciendo que nunca se sabe lo que hay adentro. Incluso hasta puedes divertirte con su cara de monigote, aunque sea de lejos. Es además un regalo fácil, conveniente… Cuando termines de comer, antes de que veas a Rolando, buscas una de las muchas cajas que has descubierto de soslayo y la mandas a envolver. Será un gasto adicional obligado, igual que clavar en el ataúd. Los venenos, sueles pensar, se contienen en frascos pequeños. Disfrutas la comida y humillas a Agustín. Y vuelves a sonreír. No consideras que también los perfumes se presentan en envases chicos. Cuando por fin reparas en esto el pan te sabe a pasta, el jamón a papel y chile a croqueta.

Quedas sembrada en la cafetería. No solamente los demás obsequios sino tus demás decisiones están suspendidas. Primero intentas sacudirte esta constante indecisión, luego notas que te refugias en ella. Divisas el estacionamiento tras los ventanales; piensas en largarte y mañana reintentar la tarea. Mañana, sin embargo, será el intercambio. No pides la cuenta ni te levantas. Consultas tu agenda: nada tienes que hacer. Has apartado el día para comprarle su regalo a Agustín. Esta línea es una revelación. Es de no creerse. ¿Fue un acto inconsciente?, ¿una manifestación de tu decencia? Cierra tus ojos. En verdad necesitabas recordar este asunto. Cuidaste tu caligrafía como si hubieras deseado retomar este mensaje sin error. El nombre de Agustín está subrayado.

Sin más, devuelves la agenda al bolso. Afuera, buscas otra vez las corbatas, pero están muy caras; buscas una caja de botanas, pero algo te detiene cuando te diriges a pagarla. Te preguntas si este regalo es digno de ti. Molesta, vas adónde están los discos compactos. Demasiadas alternativas. Para colmo, desconoces los gustos musicales de Agustín. De cualquier manera, tocas los estuches convenciéndote de que tienes derecho a equivocarte, que así será mejor porque tus compañeros chismorrearían mucho si accidentalmente regalaras una selección acertada. Por supuesto, anhelas hacer un presente que nada signifique. Y es casi por eso que escoges tres discos: una antología de música clásica, un disco de baladas y otro de música de sobremesa. Pronto te das cuenta que cuestan como trescientos pesos; también que estuviste seleccionando. Te muerdes los labios. Comoquiera, debes elegir entre los tres. Sorteas. Tomas el disco de baladas. Son de moda, románticas. El disco cuesta ciento veinticinco pesos. Haces trampa: tomas el de música clásica. Ahora bien, no se te escapa que tal vez Agustín sea afecto a ese tipo de música. Ya te desesperas. No te importaría el qué dirán si tocases la sensibilidad de ese hombre. Como nunca lo has tomado en cuenta, esto te sorprende. Seguramente Agustín es incapaz de siquiera interesarse por cualquier cosa que no rebase lo inmediato. Esto, empero, ya no puedes asegurarlo con justicia. Al haber elegido no elegir has complicado tu trabajo: llenas tus manos de discos de todas clases y no te acercas a la solución de tu dilema.

Has pensado algo horrendo: en lo que a él le gustará. Es preciso recuperar la disciplina. Comprarás la corbata. Abandona Sanborns y vete a Suburbia. Hay ofertas de hasta el veinte por ciento en prendas para caballero; a lo mejor podrás adquirir algo nuevo para Rolando. Esto significa, claro, rebasar los límites de tu presupuesto, pero elaboras otro plan: luego de comprar la corbata, dedicarás el resto de la tarde a desagraviar a Rolando, hasta le llamarás para que te acompañe. Lo necesitas. Quizás podrías pedirle que te aconseje cuál sería un regalo adecuado para Agustín, hacerlo participar; así descargarás en él la tarea y de paso privarás a tu relación de un inútil secreto. En verdad, no has sido honesta con él. Desde luego, puedes justificar tu reserva con que deseabas no irritarlo con algo que ella sola podría hacer. No obstante, has convertido esta tarea en íntima. Así pues, buscas la corbata con terror urdiendo cómo la esconderás de tu novio. Interrogas a la vendedora dónde están los artículos para caballero, tartamudeando, pues se te ha olvidado qué haces en la tienda.

Al dar con los pantalones no resistes tocarlos. Acaso debas comprarle uno a Agustín. Siempre un pantalón es necesario, igual que un enser eléctrico a una novia casadera, impersonal. Eso quieres: al fin has dado con la palabra.

¿De qué talla es Agustín? Qué importa: él podrá cambiar la prenda más tarde por otra que le acomode. Lo que importan son la marca y el color. Atinar en un color llamativo estará bien. Te gusta uno azul oscuro. Alivio. No cuesta ochenta y un pesos, sin embargo lo sientes tan fino. Sobre todo, la tela luce resistente. Los bolsillos —metes la mano en ellos— son hondos; sabes que ordinariamente se horadan por el hábito de guardar monedas. Agustín sólo viste trajes en el despacho, de lana gris y algodón azul marino; ahora que lo recuerdas. Nada extravagante, francamente; aunque común; su fisonomía no es desagradable. A la tercera o cuarta vez difícilmente pasa inadvertido. Posee, en cambio, la taciturnidad que suele confundirse con la vanidad. Aun así, te llama la atención que cuando abre la boca diga tantas trivialidades y, encima, prefiera rehuir cualquier situación que insinúe que alguien eleve la voz. Aparenta delicadeza, algo que detestas en un hombre. Rolando es más duro, si bien tiende demasiado a limpiarse las uñas delante de ti.

Eres alérgica a la melancolía. Te reconcilias, pues, con Agustín y su hábito de chupar mentas y siempre ofrecerte, su mirada cansada, su constante perorata acerca de las goteras de su casa, su desprendimiento. Sus trajes resultan un aviso de su presencia. Tal vez por eso te fijas en él. No evitas dirigirle la mirada cada cuando anda por el pasillo, o levantas tus ojos del restirador y lo buscas con el temor a cruzar miradas. Comoquiera, a menudo te encuentras con él como si se coordinaran. Te fastidia saludarlo y, en consecuencia, actúas. No entiendes qué haces para que elogie cuanto te pones encima, menos por qué insiste sin alterar sus modos. Cuando pensaste que Agustín había aprendido tus hábitos, los modificaste a fin de despistarlo. Te persuadiste que ya no te molestaría. Pero han seguido coincidiendo. Y cuando empezaste a trabajar frente al ventanal claramente lo hiciste por Agustín. Entonces, ¿por qué sus miradas chocan perennemente? Debe fatigarte estar tan avezada día a día. En una ocasión llegaste tarde por dudar qué vestir pues temías que viniera con una chaqueta similar. Si tan sólo nada de lo que haces implicara un mensaje.

¿Y si envías uno de rechazo inequívoco? Un traje no puede serlo. Tiene que ser algo escrito. Sales de la sección de caballeros. Vas a la papelería. Una postal. Como ninguna dice Te odio o No me mires más, a lo mejor te sirve una tarjeta para un convaleciente. Una dice Espero que te recuperes pronto en verso.  (Lugares comunes retacan tu cerebro.) Agustín te invade con una duda. De nuevo examinas la postal: aparece Ziggy en bata de cirujano a punto de extirpar metafóricamente el amor del corazón de Agustín. Te ríes. Será una broma que sólo tú y él, nadie más, comprenderán. Y no vale ni diez pesos.

La compras y la introduces en tu bolso.

Huyes. Activamente te regodeas con la broma. Eres muy astuta. Un mensaje subliminal que descifras con placer. Aquella postal reviste un sabor a lo definitivo. No es otro paso en falso. Ardes porque al fin no cabe una contradicción en ti. Te entregas a contemplar vitrinas. Ropas adornadas con moños rojiverdes, turrones en una canasta, un trencito eléctrico da vueltas, un niño recarga su nariz contra un vidrio, libros envueltos para regalo, trineos, gente agolpada junto a Santa Clos, ofertas en artículos para el hogar, un maniquí en pijama rojo. Te detienes. El pijama llaman tu atención. Aparenta suavidad. Tras la vitrina incluso los destellos del cristal podrían engañarte. Sin embargo, te gusta el cuello orlado de blanco, si bien recapacitas: es demasiado esbelto para alguien como tú. Tus hombros son quizás muy anchos y tu peinado es inapropiado. ¿Y si te cortaras el pelo? De ninguna manera: Rolando prefiere tu pelo largo a fin de siempre verlo recogido.

Abandonas mecánicamente la vitrina, meneando la cabeza al ritmo de la música. Hay una lámpara apoyada sobre un caballo encabritado. La silla de montar es azul y la cabeza, de semblante pacífico, es como la de los caballos de un tiovivo. Lo remata un foco de cartón blanco muy coqueto. Inclinas tu cabeza hacia un lado y así estás un buen rato, conmovida.

Pocamente simpatizas con la renuncia. Así que son extraordinarias tus dificultades de esta mañana para colocarte los pupilentes. Parpadeas sin cesar. A lo mejor debieras quitártelos. Temes empero que se te noten los ojos irritados. Te echas colirio. Quienquiera diría que pareces doliente en velatorio. Y pensar que aquí te llaman . Como el elevador está descompuesto, subes a la oficina empleando la escalera, portando el regalo de Agustín. De buenas a primeras lo pones encima de la mesa de la sala de juntas. Es el primero. No evitas mirarlo de vez en cuando, sin olvidarlo como quisieras, pues te arranca algo este acto dilatado. En tu casa titubeaste si escribir una dedicatoria a Agustín, y estropeaste finalmente el sobre blanco. Usaste tinta china con trazo adelgazado en el palo de cada letra. Cuidaste que la P y la A quedaran del mismo tamaño, inclinados levemente a la derecha. Meticulosa, en esto te empeñaste. Ahora bien, si lo abandonas en la mesa desaparecerá en algún cesto. Razonas, con falsedad acaso, que solamente deseas ser decente. Estas conductas, entiendes, deben ejercerse con énfasis y ante la presencia de todos.

Nada hay que hacer; el proyecto más reciente ya concluyó. Sentada ante al restirador, sacas tu polvera y vuelves a examinar tus ojos. Es temprano; si Rolando llama a tu casa, como te prometió, no te encontrará. Tendrá que buscarte en este despacho y te exigirá una explicación. No lo evitarás, porque quién sabe cómo reaccionará. Inventarás algún cuento; al fin y al cabo, él jamás leería tu agenda. Cuando lo veas te perdonará. Es asombroso: la irrelevancia del tiempo; cada día es reversible. A tus amigos puedes dejarlos con sus atavismos, un novio siempre puede corregirse.

Agustín habitúa llegar a estas horas. En los últimos días has estado fijándote en sus costumbres. Has descubierto cuán impreciso ha sido para ti, cuántos atributos le has achacado. Lo ves frágil. No se percata que lo miras mientras revisa sus cajones, en silencio. Hoy no te ha saludado. Extrañamente, quieres que se te acerque. Te incorporas. Te dispones a hablarle para que el regalo no sea una sorpresa. Deseas que note tu atuendo, tu falda corta y tus mallas verdes. Incluso llevas el pelo suelto. Comienzas a oler la botana. lo invito a la sala de juntas, a lo mejor mi regalo ya no es el único y se confunde con los demás. Llámalo, como quien no quiere la cosa. Agarras el picaporte.

Elba te llama: Rolando al teléfono.

Está preocupado. Lo serenas. Te ha malinterpretado. Tan sólo querías llegar temprano a tu trabajo porque es el último día de labores del año. Eso es todo. No entiendes por qué puede ser tan exagerado. Te asegura que te ama con intensidad. Y te invita a comer, igual que cada cuando duda de tu cariño. No puedes salvo acceder. Estás halagada, ¿a que no? Agradeces esa voz afectuosa. Ríes por los refrendos de tu compromiso. Te figuras un hombre borracho. Pero Rolando es un niño, lo que vivifica la ternura que le tienes.

Cuelgas emocionada. Por unos segundos acaricias el audífono.

Agustín ya no está ante su escritorio. Escuchas voces desde la sala de juntas. Así pues, cumplirás tu sacrificio. Caminas duramente. Has olvidado cuanto pensabas acerca de Agustín. El intercambio de regalos lo asumes como un trámite, que superarás cuando estés con Rolando. En verdad, estás enamorada. Huele a café. Con lo que te molestan las tradiciones, es más, tu entrada en la sala de juntas te sabe a rutina, a domesticidad. Quieres, pues, pasar inadvertida. Velas el regalo de soslayo. Para distraerte, figuras que en esta mesa, adornada con un flan y un pastel, una ensalada y dos ocultos guisados, hay algo para ti. Algunos son bastante grandes. Seguramente tendrás que meter una sandwichera en la cajuela de Rolando. Se te antojan las flores cubiertas de celofán que, desde luego, serán para Elba. Son rosas bermejas, húmedas aún, recién compradas, que podrías tomar en tus brazos. El año pasado Agustín repartió una a cada muchacha de la oficina. ¿Te tocará hoy una?

Para acelerar el tiempo, te sientas y te retocas el colorete. Entra Elba con un enorme florero lleno de nochebuenas, que varios aplauden. Una botella de vino es descorchada y dejada para que respire. Como no fue posible conseguir un sonido, alguien enciende el radio. Agustín platica con el Arquitecto. Te pones de pie. Te agrada la corbata de Agustín. En secreto íntimo, tan soslayado que ni lo presientes, te aproximas. Te gustaría, claro, que ellos no te descubran. Te preguntas cómo huele Agustín, de qué color son sus ojos. Deseas que su voz sea profunda, de barítono un poco ronco, pues te agrada la voz grave: aparenta de bribón. Un hombre debe ser capaz de amenazar con su voz. La de Agustín es un poco aguda, pero eso lo perdonas. Cuántos actores hablan con voz de falsete. ¿Qué te dirá cuando reciba tu obsequio?

Aunque todo lo defines mediante el tacto —extiendes la mano discretamente—, postergas el encuentro con él. Se atraviesa Elba con un favor: que la acompañes a servir los antojitos. Mientras rasgas las bolsas de papitas, la voz de Agustín llega a tus oídos. En seguida te vuelves. Quieres enterarte de qué habla. Si proviene de él debe de interesarte. Extraño en ti, como algo desconocido te dictase qué harás, ofreces la charola con el surtido de botanas. De vez en cuando, alguien te dirige la palabra. Tú escasamente respondes. Tienes poco sentido de la ceremonia. Conforme avanzas hacia Agustín, pensando qué decirle al Arquitecto —nadie verá tu sacrificio tan obviamente—, aquella voz la disciernes más y más hasta que el rumor, ya aislado del rumor general, lo divides en bloques y éstos los identificas como palabras. Los significados tardan en clarificarse. Él habla acerca de anillos, pero no estás segura, luego sobre dinero, dinero y anillos.

Ya ustedes están solos; el Arquitecto fue llamado al teléfono. Durante la charla lo examinas. Interpretas sus ademanes y las inflexiones de su voz. No confirma nada de aquella vanidad que le habías atribuido. Él inclusive rehúye tu mirada. Te imaginas que dicha manía no significa sino una infantil incapacidad para atender o una simple dispersión de ideas. A una ocurrencia suya sueltas una carcajada y lo ases del brazo. Él se mantiene relajado, lo que te frustra un poco; eres muy sensible a los más leves espasmos. Y esto esperas de él, una contracción muscular casi imperceptible. Al no rechazarte, y como no te ven, te sientes cómoda. Decides averiguar hasta cuándo opondrá resistencia. En ese sentido, orientas la conversación con malicia hacia los regalos. Son ya numerosos, arremolinados en la mesa. Por un instante, ustedes los miran. Casualmente —o no tanto—, se te escapa un vistazo perdido para luego, audazmente, posarlo sobre él. Pero te cuidas de cruzar miradas. Te rehúsas a engarzarte. Sospechas, no vanamente, que sorprenderlo al contemplarte podría ser una respuesta a lo que él desea, y tú no estás lista para ello. A fin de cuentas, en sus ojos detectas un interés nada grosero en ti. Lo explorarás aún más. Señalas su regalo sin decirle nada. Agustín lo toma, lo examina con displicencia, lo que anima recuerdos tuyos. Cínica, casi recalculas su precio y lo comparas con los demás. Es el más destacado. E insultante. Agustín lo devuelve suavemente a la mesa. Y no puedes menos de sentirte satisfecha. Aun cuando él no comprenda, su regalo será el medio para que te adentres en él.

Estás relajada, en fin. Tu relajación puedes disfrazarla de indiferencia. Inimaginablemente, empero, has aceptado a Agustín. Tu regalo pronto será entregado. Cobrará otro sentido. Apenas te ven sentada junto a Agustín descubres que no te importa qué piensan. Ustedes siguen platicando. De cuando en cuando esbozan sonrisas que no pasan inadvertidas. Ya te impacienta que aún no empiece el intercambio. Llevas tu imaginación más lejos: a su casa de soltero en cuya sala tan bien luciría la lámpara. No te acongoja su precio de cuatrocientos pesos. Tal vez en febrero próximo no necesites ese dinero. Bien que aun los hayas olvidado. Cuando la envolvían en la tienda, reparabas en verdad una bajeza, pues tenías que ascender sobre lo que se espera de ti. Una corbata es un sacrificio fácil. Observando la mesa, aquí y allá descubres paquetitos con carteras, libros, agendas, pañuelos… Adviertes la curiosidad dondequiera por el más grande de todos; si es una adulación para el Arquitecto, o un regalo de despedida. Pero tú te mantienes ecuánime, porque tú nunca te rebajas, además, te dedicas a lo correcto; eres inatacable. Será menester recibir nuevamente de Agustín un ramillete de flores bermejas.

Versátiles son éstos y otros pensamientos, que no expresas. Para alimentarlos, sin embargo, ruegas a Agustín que te hable de los muebles de su casa. Él te los describe sin emplear generalidades que abarquen los tipos similares de sillas, mesas y demás. Es talentoso indudablemente para encontrar lo peculiar de cada objeto. No te engañas con que de visitarlo podrías decepcionarte. Los espacios de aquel piso deben ser harto austeros. Así y todo, abunda la ilusión, tanto más formidable cuanto que en cualquier día un caballo de caña alumbrará noches y será objeto de multivariadas conversaciones. Figuras sus arremolinadas crines, un muñeco de plástico quizás lo monte, una pantalla de estampado de hojas acuáticas puede que lo dañe. E imaginas también el teléfono. Junto a la lámpara, recibirá tus mensajes. Porque has decidido hablarle. Tan pronto culmine la fiesta le pedirás su número. ¿Cómo tomará que lo saludes un sábado en la mañana?

¿Lo que oyes no te ocasiona un temblor? Agustín está a punto de casarse. El nombre de con quién es un bisbiseo. Te llevas los nudillos a la boca. Conque sí. Quieres disolverte. Inserta entre todos, y una conversación animada, no puedes irte. Invadida por un malestar, estás clavada a tu silla, frente a un asado a medio comer, una ensalada que te disgusta y una ceremonial copa de vino que empujas y que te marea. ¿Habrás escuchado mal? Tu jefe, en efecto, afirma la amable noticia. Te rodea el asombro. Amagas con desviarlo comentando que tú también te casarás, lo que anuncias rápidamente con voz muy alta, como si desearas que tu boda sea reconocida. Te felicitan, qué bueno. Pero no estás satisfecha. Sientes demasiada pena y, lo peor, no puedes expulsar de tu cabeza que hace cinco minutos habías creído poder seducir a Agustín. Tampoco que aquella fantasía era posible. Te ruborizas. Tus compañeros te consideran emocionada.  Contestas sus preguntas. Ocultas tantos detalles con tal sinceridad que impresiona la claridad de tu inexistente plan. Llegas incluso a dominar la charla. Pero tú, caray, sólo quieres marcharte. Continuar es forzoso. Cuanto más revelas más te cuesta no enredarte. Y te anonada que nadie se dé cuenta de tu falsedad. Te enamoras de súbito de tus anécdotas. Repites y repites que amas a Rolando e insistes en la palabra . El tuyo es de grado excelso, no como la pasión sexual de Agustín, por favor. Porque únicamente las mujeres aman; los hombres sólo son ambiciosos.

Del reparto de los regalos nada importa. Te parece grotesco. Muchas fanfarrias, risotadas, chascarrillos, que lo prolongan. La mayoría de los obsequios resultan del mismo sentido del humor. El tímido se prueba trusas, el insensible lee un poema, el avaro enseña su nueva alcancía; se mezclan la humillación y la generosidad. La caja de damasco que recibes de Elba, adornada como portada de libro antiguo, con una gardenia, te sorprende. Cuán vacía eres para tus compañeros; te desconocen. Tú nunca has venido a trabajar con cosa que no sean aretes. Aun así, compensa lo bonita que la caja es. La utilizarás para esconder tu dinero, dejar olvidados pagarés, esa clase de objetos. Abrazas a Elba. Te pregunta si te irás luego de casarte. Respondes que no.

Toca tu turno. Consideras indispensable agradecer a tus colegas con palabras azucaradas y sentimentales sus buenos deseos hacia ti y Agustín. En efecto, oprimes su brazo con incontrolada fuerza. Tomas el regalo. Te pesa. Grande sería que cayera. Lo depositas rudamente en el regazo de Agustín. Él devela su lámpara, la examina, comenta que la necesita porque las noches son muy oscuras. Seguidamente te ase del brazo y te besa en la mejilla. Al colocarte su brazo por el hombro —te sacude— recuerdas que suele hacer esto cada vez que desea verle los senos a las muchachas. Por eso es la comidilla de la oficina. Te aprieta contra sí y tres veces intentas zafarte. Apenas puedes, agarras la caja, te diriges a la puerta. Vacilas antes de salir porque crees ser grosera. No te acuses: en cierto sentido, lo has ajusticiado por medio de un acto de bondad. Valió un poco de amargura, de despecho. Suspiras, aislada, triste. Cuando abres la puerta, hacia Rolando, te sientes desairada. Aprietas tu caja contra tu pecho, te abstienes de mirar atrás, aceleras el paso, acortas el tiempo. Así será mejor.