Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

Las galletas de Mario

Autora: Thalía Cerón

Mayo 2023

 

Salimos por galletas. De las que tiene chispas de chocolate, rogó Mario por tercera vez esa mañana. Eran sus favoritas; no conciliaba el sueño si no las comía, y tampoco podía mantenerse de buen humor en clases si no probaba, aunque fuera una. Estaban hechas de avena y cereales. Adicionadas con vitamina A, B1, B6, B12, ácido fólico y esas cosas que recomiendan. Supuse que eso era bueno, así que procuraba almacenar las suficientes: diez o quince cajas, veinte quizá. Esta vez no fue así. Las cajas estaban vacías porque no tuve tiempo de ir al supermercado. A penas, y entre malabares, tenía espacio para mí, mucho menos podía pensar en las galletas que prometen dotar a los niños de fuerza y altura.

De lunes a viernes me levantaba a las cinco con diez minutos, y como las cosas que debes hacer, pero no sabes por qué, dedicaba lo menos posible a cepillarme los dientes, a echarme agua fría en los ojos, a orinar deprisa, para luego vestir a Mario a las apuradas con el uniforme azul marino o el pants gris, los martes y los jueves. Era viernes, por fortuna. Peiné su cabello, lustré sus zapatos, me aseguré de que llevara lo necesario en la mochila: cuadernos, colores, sacapuntas. Cogí una playera de entre el montón de ropa que había sobre la cama, me la puse; me pareció amarilla o naranja, no estuve segura.

Pasaremos antes de la escuela, le dije, mientras lo tomaba de la mano. Recuerdo que él no quería asistir a clases. De pronto se quejó de un dolor extraño en el pecho que le estrujaba el corazón, acompañado de contracciones en el estómago. Lo examiné. Pasé la mano por su frente, corroboré con un termómetro que acostumbraba a llevar en el bolso. Luego, con un oxímetro medí la saturación. No estás enfermo, argüí. Tengo miedo, dijo, lo soñé. Me contó que en el sueño había sangre. No soy ninguna tonta, soy madre de un niño de nueve años; he aprendido a mirar las señales, los avisos, las marcas en la piel, a indagar en los hechos, a buscar respuestas. Hasta entonces no creía en presagios ni mala suerte.

Le dije que se dejara de tonterías, que las pesadillas son procesos normales del desarrollo. Dos semanas con la misma historia, incluso había mojado la cama. Despertaba pálido, sudoroso, con los ojos apretados. Comenzó a hablar de tragedia, de muerte. Aseguró tener miedo. No pensé necesario llevarlo al médico. Hubiera tenido que levantarme más temprano que de costumbre, y hacer largas filas para conseguir una ficha en el centro de salud. Apenas podía maquillarme mientras me sujetaba del tubo del camión. Mi hora de comida era por la noche al llegar a casa, procuraba ir al baño lo menos posible para ahorrar minutos. Me acostumbré a centrar mi vida entre tareas domésticas y crianza. Con un sueldo de cajera y una carrera trunca no podía darme el gusto de que me descontaran el día. Debía pagar el alquiler, la comida. Sobre todo, las galletas. Se le pasará, supuse.

¿Me las comprarás?, insistió. Sí, Mario, dije. Pagué quinientos setenta pesos de diez cajas, lo mismo que un tratamiento completo para el cabello reseco, que un set de esmaltes craquelados, que una sesión de spa, que un blanqueamiento dental. Caminé con él hacia la escuela con la bolsa de mandado en las manos. Doblamos en la esquina, y al cruzar la calle un ruido cimbró mis oídos, era una pickup que había perdido el control; derrapaba hacia nosotros. No tuve tiempo de pensar. Le di un tirón en el brazo, luego me eché hacia atrás. La camioneta siguió su curso.  Dio varias vueltas. Se estampó contra el poste. Terminó destrozada, con las llantas hacia arriba, con los vidrios rotos y las puertas deshechas. Escuché gritos. No entendí lo que sucedía. Minutos después, distinguí las sirenas de una ambulancia. Una mujer se acercó. Había sangre. Más gente. Tardé en comprender. El accidente. Los minutos. Los pasos. La velocidad con la que la camioneta nos alcanzó. Diez segundos, no más. Vi la sangre. Pensé en mi muerte. Hoy, martes 12 de mayo. El accidente ocurrió tan rápido que me sacudió. ¿Qué sucedió?, ¿Salí volando, lanzada por la fuerza del golpe?, ¿o quizá quedé deshecha entre el poste y la camioneta, o debajo, aplastada, irreconocible?

Miré con detenimiento la blusa a la que no puse atención esta mañana, era café, no amarilla, ni naranja, ahora podía ver con claridad. La verdad, no me gusta, la compré por barata. También noté mis sandalias de hule desgastadas, que llevo a la tienda, al mercado, a la panadería. Percibí mi cabello sucio, cenizo, en marañas, recogido en un chongo. Había salido sin asearme. Apenas tomé un café. De nuevo dejé para después el ejercicio. Limpié la recámara, lavé trastes, pero no mi cabello.

No estuve de acuerdo en morir así, con la bolsa de mandado y las chanclas de baño. Quizá otro día, cuando esté de mejor humor, y me atreva a usar el vestido rojo que guardo en el armario, y que aún conserva la etiqueta. Aquel que adquirí para un día especial, y no usé. Entonces me pintaría los labios, las pestañas. Tomaría un baño de sales. Podría desvelarme con cualquier programa estúpido si no tuviera que llevar a Mario al colegio. La pickup estaba hecha pedazos. Había un cuerpo. Palpé mi cara. No era yo. Aquel no era mi cuerpo. Yo, miraba de lejos, la gente lo hacía de cerca. Los enfermeros levantaron algo. Lo reconocí. Era Mario: un tubo le atravesó las costillas, el golpe que dio contra el concreto le partió el cráneo. Entonces entendí. La camioneta. Los segundos. La prisa. El tiempo que se va. Mi mano sosteniendo la suya. Luego, di un tirón largo y me eché hacia atrás. Era como en su sueño. Y ahora, como en el mío. Me quedé inmóvil. Sentí una especie de paz. Mi hijo tenía la boca abierta. Las cajas quedaron tiradas. Ya no comería las galletas con chispas de chocolate con las que me molestaba cada día.

Pronto voy a devolverlas para comprar el set de esmaltes craquelados de treinta y dos colores que vi en el aparador hace dos semanas.

 

 

 

 

Thalía Cerón

(México). Escritora, diseñadora de modas y voluntaria. Amante de la escritura y de la lectura. Fervorosa creyente de la escritura como medio para reconstruir, resignificar y sanar. Ha tomado diversos talleres de creación literaria, ha participado en proyectos de índole cultural. También ha sido integrante en Brigadas de lectura en busca de promover el aprendizaje en niños y adultos. Aparece en la antología “La Fiereza de lo amado” (2018), ha publicado sus cuentos en revistas digitales como Mood Magazine, ha sido invitada al programa de radio “”Todos los libros, el libro”. Actualmente, y desde hace diez años, participa de manera independiente como voluntaria impartiendo clases a grupos de mujeres y adolescentes, en busca del desarrollo íntegro del ser humano. En este momento, está interesada en continuar escribiendo y dar a conocer su trabajo, a manera de autorrealización y encuentro consigo misma.