Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

Las cuidadoras

Autora: Sara Schmidt

Enero 2022

                          

 

Mamá contrató a un par de jóvenes para que la ayuden con las labores de la casa. Una se encarga de la cocina y la otra de la limpieza y cuando sale, nos cuidan, a mis hermanos y a mí, qué ya no somos pequeños. Clara y Benita, Benita y Clara; dicen que son primas, pero no se parecen en nada. Clara es gordita, labios gruesos, pelo corto, ojos oscuros, sonríe y me habla como si me quisiera. Benita es flaca, chaparra, labios delgados; una larga trenza cae sobre su espalda, tiene el ceño fruncido y me regaña a diario.

Subo con Clara a su cuarto en la azotea —no tengo permiso—, mi curiosidad por verlo es tan grande como oír lo que mis papas cuchichean en la oscuridad en voz baja. Apenas caben dos camas y una mesita al fondo sobre la cual una larga vela blanca alumbra la imagen de mujer con un niño en brazos. Su cama es la de la izquierda y está cubierta por una cobija café y un cojín bordado. Sobre la pared, pegó fotos; en una veo gente sonriendo, árboles detrás y más atrás vacas y caballos; en otra, una caja cubierta de flores y junto a ella, envuelta en un rebozo oscuro, una mujer sostiene una enorme vela.

—¿Quién es? — pregunto mirando la foto de la mujer con el rebozo.

—Mi mamá acompañando a mi bebé… —una lágrima brilla y sus labios están apretados como cuando Benita me castiga. La miro esperando me cuente más.

—Vete antes de que regrese tu mamá —me ordena con las palabras atoradas en su garganta.

—¿Luego me cuentas de tu bebé? —en silencio abre la puerta.

         Bajo al departamento, esperando que mamá no haya regresado. Con los nudillos, golpeo la puerta de la cocina; abre Benita; su expresión me indica que, o me porto bien o me baja los calzones frente a mi hermano, como ha hecho varias veces ayudada por Clara.

         Entro aprisa con la vista en el suelo. Tengo que contarle a mamá lo que estas tipejas me hacen cuando no está, aunque sé que no me creerá, como no me creyó hace unos días que el maestro de español —un gordo apestoso— metió su dedo en mi torta por que me formé junto a mi amiga.

Algo debo de haber hecho para que esas cosas me pasen, dice mamá y agrega:

—Lo imaginaste —no entiendo lo que quiere decir esa palabra, me explica:

—Es lo que piensas cuando estas sola.

Yo sé que eso pasó, no lo    i ma gi né

 

         Sobre el tapete de la sala mis hermanos juegan a la matatena. En silencio, me siento junto a mi hermana; ¡mamá no ha regresado!

 

                  

                  

Años después, una mañana paso por mamá para ir a comprar una lámpara para mi recámara. Al llegar, me pide que entre un momento. En el estudio, envuelta en un rebozo oscuro una mujer platica con ella.

—Es Benita, ¿la recuerdas? —dice mamá con una sonrisa.

—Buenas —estira su mano que no tomo; me siento frente a ella. El recuerdo de la niña sin calzones pegando de gritos me golpea.

—Me contaba Benita que eras muy inquieta.

—¿Más que mis hermanos? —la miro a los ojos, buscando alguna pista que me diga que recuerda lo que me hacía. Veo a una vieja enferma y jodida.

—Mamá, tenemos una cita, debemos irnos ya si queremos llegar a tiempo. —no tengo la menor gana de hablar con esa mujer.

—Señora, me dio gusto verla, y a ti también; me esperan en casa así que no les quito más su tiempo.  —dice sin mirarme.

—Espera un momento —mamá sale del estudio. Me quedo quieta, quiero escanearla como acostumbro, pero…la imagen de los calzones es tan real, que no confío en mi reacción; ya no soy una niña indefensa.

—¿Tienes hijos? — pregunta Benita.

—Sí, niño y niña, ¿y tú?

—Cuatro, ya casados y con hijos. Me marido murió hace unos meses.

—¿Cómo encontraste a mamá?

—Seguido la llamo para saludarla. —y pedirle cosas, pienso.

Mamá regresa con su bolsa y un paquete para Benita.

Salimos a la calle, ella se va caminando y nosotras subimos al auto.

         —¿Se puede saber por qué fuiste tan grosera?

         —No sabes lo que esa shikse me hacía; ¿Quieres que te cuente?

         —Sí, —dice mirándome inquisitiva.

         —¿Me creerás? —digo mientras manejo, buscando las palabras.

         —¡Ya dime!

         —Cuando no me terminaba la comida en el plato, peleaba con mis hermanos, o no me estaba quieta, entre ella y Clara, me tiraban al piso, me sujetaban brazos y piernas, me bajaban los calzones y llamaban a Julián a que mirara.

         —¿Cómo? ¿Cuándo? — dice mamá abriendo mucho sus azules ojos.

         —Por las tardes, cuando te ibas a jugar canasta con tus amigas —digo con voz temblorosa.

         —¿Qué hacías? ¿y tus hermanos? —se mira un momento las manos y luego a mí.

         —Gritaba y pataleaba, hasta que me soltaban. Mis hermanos son más chicos que yo, ¿recuerdas? a Julián le encantaba verme tan furiosa.

         Mamá mira al frente en silencio.

         —No me crees, ¿verdad?

         —Pues me cuesta. Si fuera cierto, ¿tú crees que seguiría buscándome después de tantos años?

 

 

 

Sara Schmidt  Historiadora del Arte y fotógrafa; vivo en Cuernavaca.

También soy mamá y abuela de esas que se derriten por sus nietos.

He publicado una novela, Leche Fría, participado en una antología de poemas, Bajo la Buganvilia, y mi poemario está en la editorial.

Escribir para mí es como respirar o comer.