Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

La zurdera

IMG_6099 (1) Por Ramiro Padilla  16 Mayo 2020 Fui hasta cierto punto, un lisiado para los juegos infantiles. No era que no destacase en los juegos de conjunto, pero tengo que reconocerlo, la coordinación no era mi fuerte. Podía patear el balón con cierta fuerza, correr a la misma velocidad de otros jugadores, pero, hacer bailar un trompo, una suerte básica con el yo yo, o atinarle a una canica eran asuntos que entrañaban un misterio insondable para mí. Siempre pensé en los virtuosos de los instrumentos musicales, tipos que pueden aprender a rasguear una guitarra, dar los tonos de una flauta, incluso castigar con cierto ritmo los tambores de una batería, pero yo, sacrificado al dios de los zurdos, no tenía más remedio que observarlos con una mala dosis de envidia. Algunos le llaman efecto compensatorio, quizá no desarrollara los instintos parecidos a una suerte de ballet, una sincronía entre brazos piernas y mente, pero tenía otras cosas decía mi madre. Podía enfocar mi atención por periodos prolongados de tiempo, decir de que material estaban hechas las canicas, incluso recitar de memoria a los últimos campeones mundiales japoneses en las suertes del yoyo.  Y no era poca cosa. Mi vecino podía enrollar el trompo y soltarlo en el aire para atraparlo con la palma de la mano, suerte que yo asistía maravillado, como si un secreto profundo de repente me fuera desvelado. Podía disparar las canicas desde una distancia considerable sin perder nunca el tino, dando de lleno a cualquier blanco con la sola fuerza de su pulgar. Yo asistía sus hazañas con el arco de la sonrisa extendida a su máxima curvatura. La vecina metiche le había dicho a mi madre que los zurdos somos del diablo. Que habría que, a fuerza de corrección forzada, atarme la mano maldita,  para que, mi otra mano, la derecha, alcanzara las habilidades necesarias para defenderme en un mundo de mesabancos que me rechazaban, que me hacían escribir en el aire. Pero después de un concejo en el cual no faltaron los argumentos, mis padres decidieron que a pesar de su religiosidad, el uso extensivo de la mano izquierda no me enviaría en automático al infierno, pero que sí, habría de repetir con singular desalegría todos los rezos del catecismo. Me dijeron  que a pesar de haber nacido a la siniestra, me querían, aún y con “ese” defecto. Quizá la única ventaja que me concedía esta habilidad contra natura, era la de ser clasificado como un excelente peleador aunque casi nunca peleaba. Un zurdo en el barrio era de temer, por lo que mis años con mi defecto parecerían más bien una virtud. Incluso un entrenador de beisbol al enterarse de mi condición decidió hacer una visita a mis padres. Les explicó con pelos y señales las posibilidades infinitas que un niño como yo tenía. Habló de las ligas mayores, de las becas universitarias, de una vida económica resuelta si desarrollaba mis habilidades. Pero mi talento era muy limitado. Dosis masivas de entrenamiento no sirvieron para un carajo. Siempre me iba de espaldas en los elevados y abanicaba, eso sí con mucho estilo, las pelotas que venían a velocidad de tren supersónico. Me distraía fácilmente y pensaba más en como me lucía el uniforme, la consistencia de la piel del guante, las costuras de la pelota y esas cosas, razón por la cual mi padre abandonó mi proyecto liga mayorista a los meses. No quiso pasar de nuevo por la vergüenza de sentarse en el campo a escuchar como los otros padres de familia se divertían a mis costillas. Así que preferí inventar un deporte que se ajustara a mis necesidades, una especie de jockey sobre pavimento con tapas de frasco de mayonesa. Claro, las reglas estaban diseñadas para que ganara yo. No me había esforzado tanto en un deporte de mi invención para que los vecinos habilidosos me rebasaran a la primera. Tuvo un éxito regular porque los palos los ponía yo. Y mis padres al darse cuenta de la mutilación de rastrillos, azadones y escobas me pegaron una paliza. Por lo que decidí inventar mejor un lenguaje secreto. Les comuniqué a mis compañeros de primaria que el lenguaje que hablábamos era obsoleto. Sería mejor comunicarnos con algunas palabras inventadas por mí. Un par de compañeros, conscientes de mis limitaciones, aceptaron, sobre todo, para combatir el soberano aburrimiento al que nuestra sexagenaria profesora nos sometía con singular devoción.  Pero cuando la profesora nos descubrió, decidió castigarme solo a mí, el cerebro de la operación, palabras pronunciadas por mis ahora traidores amigos que quisieron evitar el castigo. Me señalaron con dedo acusador con cierta apatía contenida. La profe envió una nota aduciendo que quizá yo tuviese una especie de retraso debido a mi condición zurda. Mi padre exigió revisar mis cuadernos. Me vio muy serio y me dijo que eso que había hecho estaba muy mal, pero ahora que lo pienso, su gesto era duro pero sus ojos reían. Tenía un diccionario de equivalencias que sonaban, lo confieso, a groserías. Vi a mi padre entornar los ojos un poco, mirar al techo mientras los garabatos de aquel pseudo idioma inventado se arremolinaban de manera anárquica en esos cuadernos, que, me dijo con un poco de tristeza, le habían costado caros. Me imaginé en un laboratorio conectado a mil cables siendo analizado por algunos doctores de vestimentas extrañas. Sobre todo después de escuchar a mi madre con lastimera angustia, como culpándose por mi defecto, preguntarle a mi padre sobre mi incierto destino en mi etapa adulta. Pero no podía actuar de otra manera. Mi defecto me perseguía de día y de noche. La profesora suspiraba cuando me veía, consciente de que este handicap, esta extraña mezcla de cables en mi cerebro me hacía un excéntrico. Pero al menos mis compañeros de escuela me tenían paciencia. Después de los partidos de fútbol a los que asistía en calidad de entrenador, se sentaban a mi alrededor y me pedían la historia del partido. Sí, la historia, porque no era muy ducho en el asunto de la técnica y la estrategia, más bien lo mío, era la gesta heroica al estilo homérico. El partido no era un simple partido, era una epopeya con sus héroes y villanos. Con sus momentos de gloria y sus infinitas tristezas, con los arcos narrativos donde mis compañeros a pesar de haber perdido por goliza de cierta manera eran héroes. Unos héroes trágicos a los que el destino los había conducido por circunstancias que no estaban a su alcance a la derrota. Les contaba una historia que llenara sus expectativas. Fui aprendiendo a leer sus caras, sus gestos, su posición corporal, sus cambios de ánimo. Me decían, pinche zurdito, ¡que bueno eres para contar historias!  Y yo sonreía complacido porque me sentía importante. Y sobre todo me sentía diferente. Algún pariente le diría a mis padres que mi asunto era que llegué de fábrica con los cables cruzados, pero que eso no significaba ningún problema. Por lo que acepté mi condición y decidí ser feliz. Con el tiempo entendí ese mensaje que a modo de consuelo aquel lejano pariente diría solucionando mi crisis de zurdidad, usted sea feliz mocoso, ¡que la vida es muy corta!