Revista Anestesia

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La travesura Art Deco de los noventa

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La travesura Art Deco de los noventa

Autor: Víctor Cuchí Espada

 

Antes de empezar a contarte, tienes que saber qué es el Thorotrast. Era una tintura, desarrollada para colorear los órganos internos que normalmente no aparecen en las radiografías. Por contener bióxido de torio es extremadamente radiactivo. Inyéctalo a quien quieras y lo tendrás brillando en la oscuridad para siempre sin que nunca se entere. Esto se debe a que, a diferencia de otras tinturas, el Thorotrast no se excreta. Por eso, su uso fue descontinuado y prohibido allá por 1963.

  1. K.: debes tener presente que don Santiago Recalde fue inoculado con Thorotrast cuando fue hospitalizado en Houston en 1962. Veinticinco años más tarde, su sobrino dirigía la Revista Art Deco de México.

Martín Recalde tuvo que buscarse un abogado, pero no nos adelantemos.

Su revista la fundó con la propuesta de «improntar la artificialidad en el arte nacional para así retornar a la edad de la pureza en la que todo arte era inútil». De ahí que fuera intitulada Art Deco; lo que era extraño, ya que ese estilo tenía una función decorativa que lo hacía práctico. Naturalmente, Recalde y su grupo resignificaron el concepto, amoldándolo a su preferencia y elevándolo a un tipo de vida que las oficinas de la revista ejemplificaban como un clip de dos minutos de propaganda subliminal. Era una casa notablemente común, ubicada en las Lomas, que por dentro parecía una tienda de dulces. Las paredes eran rosadas, las columnas azules; las puertas de nogal barnizado databan de los treinta y las escaleras tenían barandales cromados. Vitrales amarillos y rojos conferían al interior una frivolidad que a Martín le era esencial.

Estaba seguro de que había nacido en un país solemne y, como todo el que aspira a ser un visionario, consideraba que las cosas permanentes sólo sirven para cambiarse. No era un revolucionario; su propósito era alcanzar notoriedad. Además, ansiaba convertirse en una persona profunda. Y cuando supe de él, ya lo había conseguido: era tan profundo y denso que para conocerlo bien necesitabas un submarino. Formaba parte de una restringida élite de individuos insondables e inaccesibles. Desde luego, había tenido la suerte y el sentido de la oportunidad para conocerlas, pues fue lo bastante hábil para equilibrar una pose intelectual con su sociabilidad convenienciera. Persuadía como pocos. No era un genio creativo; la verdad, tenía poco trascendental que decir, pero, tú sabes que ser artista y ser genio son dos cosas distintas. A un artista se le admira por lo que hace; a un genio por lo que debiera estar haciendo. Esta perspectiva de su potencial era lo que atraía a los demás hacia él, porque esperaban maravillas que en cualquier momento aparecerían de la nada. Por ello, siempre estaba rodeado de curiosos.

Esto él lo sabía, y la revista tenía el efecto compensatorio de recordarle que algo de lo que prometía se había al fin materializado. Art Deco prosperó y se tornó en portavoz de tendencias artísticas importantes. Créeme que era excelente, pese a sus premisas con las cuales desacordaba. A lo mejor, esto se debía a que me cayera mal y por culpa suya: fue quien me seleccionó como contrincante una vez que me impidió entrar a una exposición que él patrocinaba. Entonces… No sé si te acordarás: yo publicaba Orín con caviar… la revista de la gente vestida de negro de México; la que introdujo a La inquisición española y a otros grupos… ¿Ya se te encendió el…? No me explico aún cómo pudo mandarme a esa gorda para que me obstruyese el paso.

Esa humillación lo inició todo. Cometí el desatino de burlarme de él en un ensayo acerca de la falta de personalidad que aprecié en Art Deco. La reacción de Martín se manifestó tan temprano como la semana siguiente. Me tocó organizar un happening en el Rockstock en el cual se efectuó una expo-venta de pintura enmarcada en plástico que entregamos a los compradores envueltas en bolsas de Aurrerá. Toda una travesura. Pero, alguien se la tomó en serio. Porque para eso vino. Martín creía que cuanto tocaba se volvía eterno. Convenía invitarle: su revista contenía una sección de eventos sociales. Quería limar asperezas. Para ello contraté una orquesta para que tocara la Polonesa de Chopin cuando entrara. Y eso sucedió como a las once. Vino acompañado por dos nenorras. Esto era parte de su show; supo que vendrían fotógrafos ya que se presentaba Japeto y las lunas de Saturno. En seguida toqué la pieza lo menos disonantemente que pude. Al terminar la gracia fuimos presentados. Comentó que le pareció insólito que hubiera interpretado a Chopin en lugar de una marcha nupcial o una obertura. Repliqué que ésta había sido mi manera de expresarle cuán de acuerdo estaba con lo que había leído en su artículo sobre este compositor. El cumplido fue inútil; las ideas de Martín eran tan únicas que no debían compartirse. Recalcó que interpretar a Chopin en un contexto como el del Rock era una profanación; que lo adecuado sería una habitación neoclásica en París. Reí; pero con Martín era descuido ser espontáneo. Era, según él, una muestra de debilidad en una época como la actual que debía caracterizarse por venerar la frialdad maquinal y posmoderna. Esta charla, por fortuna, duró muy poco; nos conocimos lo suficiente como para que la impresión durara toda la vida. De modo que no hubo incentivo para reencontrarnos luego; lo que fácilmente así fue: el lugar estaba repleto de gente que, en vez de bailar, hacía nado sincronizado; tan denso era el ambiente que, con o sin Martín, igual salí del Rock casi en estado de coma.

Por lo tanto, aquella primera experiencia estuvo acaso manchada por el ruido de las baterías y las guitarras eléctricas, el ajetreo del trabajo en la tarima móvil, el dirigir una orquesta sin la menor destreza, tener que esforzarme para escuchar un sinnúmero de conversaciones pedantes. Aún no comprendo por qué me desagradó tanto en aquel momento y nunca le perdoné lo de aquella vez. Pensaba que, en vista de que nos conocíamos, estábamos en el mismo ámbito y teníamos amigos comunes, quizás nos habríamos llevado bien o, al menos, mantenido una rivalidad juguetona. Sin embargo, una semana después, Art Deco criticó duramente el happening, censurándolo como un sketch publicitario de mal gusto. Esto pudo quedarse ahí; es más, no respondí al ataque. Quería que me olvidara, si bien, paradójicamente, siempre leía sus notas, enviaba anuncios a Art Deco y, no me lo creerás pero le veía a menudo por una razón u otra. Era el odio más sadomasoquista posible. De haber sentido aversión hacia él, lo hubiera evitado. Viendo esto, ahorita, contigo: este lío fue tan innecesario e irracional… Imagínate tú: cada vez que él salía de mi oficina yo encendía un cerillo.

Tenía entonces muchas preocupaciones y Recalde no calificaba para ser una de ellas. Administraba yo a Carne cruda y a otras bandas de rock pesado que Art Deco no paraba de denostar. Si esto hubiera sido una campaña indiscriminada habría supuesto que a Martín no le gustaba el rock. Tal no era el caso, desde luego. Sin mencionarme de nombre, Art Deco enfiló contra cuanto grupo musical aparecía en nuestras páginas, con la excepción de Café Tacuba. Por supuesto, no era una persecución neurótica ni mucho menos. Orín con caviar no fue la única revista con la que Art Deco peleaba; también Vértigo recibió lo suyo. Hubo por fuerza un motivo ulterior transparente: de la misma manera como Art Deco impulsaba a sus propios narradores, ensayistas y poetas, también movía a sus bandas de rock y jazz. En consecuencia, éramos competidores en igual ambiente, aunque en condiciones desiguales. Tú sabes que la administración del dinero nunca ha sido mi fuerte. Mi revista se hundió, muchos dicen que debido a mi relación con una mujer (no te diré si es cierto). La quiebra me apartó de Martín por algún tiempo. Con todo, mi vocación era editar y había contraído demasiados compromisos ineludibles. De manera que volví a intentarlo: al año salió Joven Arte Mexicano con la misma gente de la anterior, además de unos buenos fotógrafos que no corrían con suerte. Acababa de regresar de Nueva York y mi decisión fue súbita. No pasó inadvertida: Martín Recalde me envió calurosas felicitaciones. No era un grosero; al menos, no en carta.

A JAM le ha ido muy bien. Creo que aprovechamos la experiencia anterior. Publicamos cuanto representara la gama de quehacer cultural que hay en el país. Al cabo de dos años, estábamos en plena expansión. Entretanto, Art Deco perdía su vitalidad. Nuestra relación no cambiaba; peor aún, se intensificó nuestra inquina. Al principio, estaba convencido de que protagonizábamos uno de esos debates tan entretenidos que enriquecen al mundo intelectual y nos dan razón para seguir una vida de gente brillante, a la vez que cumplimos un rol histórico para con la sociedad. Esto me enorgullecía y me daba tema de conversación: «¿Quién eres?», «Andrés Alberto Bellinghausen.» «¡El de JAM!» «Claro que sí.» «¿Qué opinas tú acerca de lo último que salió en Art Deco?» «Horrible, no saben que no tienen imaginación.» Era simplemente la promesa de ser recordado. Pero con Martín era distinto. El sentido de su rechazo carecía de contornos lúdicos. Me identificaba como su contrafigura. Nunca le pregunté por qué me detestaba. Pude varias veces hacerlo; algo me lo prohibía, empero: era la prudencia y el morbo. Te confieso que no habríamos durado tanto de no haber gozado ambos con la situación; a mí me daba qué pensar en las noches cuando no estaba con una mujer. Y era esto mejor regalo que cualquiera que me hubiese obsequiado un verdadero amigo; era nuestra manera de amarnos.

Fue entonces cuando ocurrió lo de Emilia Puga. Era mi descubrimiento; aparte de ser amiga mía, era poetisa. Martín lo sabía, y cuando publiqué una reseña elogiosa de su libro, fue criticada violentamente por Art Deco. Emilia se tomó muy a pecho este asunto y me costó disuadirla de demandar a Recalde y a su revista ante un tribunal civil. Le prometí que la defendería en el próximo número de JAM; un caso judicial habría finalizado el juego. Cumplí lo ofrecido. Al mes siguiente, Art Deco se ensañó con JAM, con Emilia y conmigo. Respondí y la guerra continuó hasta que desistí. Ella me abofeteó por no haberle sido fiel, pero lo nuestro no era un matrimonio, así que el costo se limitó a un incidente menor, gaje de un oficio en el que ganas unas y pierdes otras. Emilia no entendió: su libro era espléndido, mas no valía un escándalo, ni tanto espacio dedicado a una polémica.

Y ahora que lo pienso: poco hacía para provocar a Martín Recalde. Era como si hubiera aceptado adoptar ante él una posición inmóvil; incluso me atrevería a decirte que era su punto de referencia. Martín despreciaba cuanto me era caro. Lo sucedido a Emilia fue tan sólo un ejemplo por si no lo comprendía. Tenía Martín una mentalidad guerrera, enconada. Deseaba suprimirme. Mi frustración por ser incapaz de comprender sus motivos, me enfureció. No tardé en hallar un área dónde atacarle; en este mundo en que peleamos por palabras es tan fácil. En septiembre, mandé a un amigo a que hiciera un reportaje acerca de los edificios estilo art deco que se encuentran en el Distrito; le pedí que se concentrara en el Basurto y en otros similares en la Colonia Roma y en la Condesa, prohibiéndole que mencionara las oficinas de la revista de Recalde. Mi amigo protestó arguyendo que su decoración era una muestra viva de algo todavía vigente. Contesté que tenía derecho a ser injusto. El ensayo salió tal como quise. Art Deco reaccionó. Cuando puse esa edición sobre mi escritorio, estaba igual de confundido que antes, pero atisbé resentimiento en la réplica personal de mi adversario.

Fue gracias a Emilia que me enteré que Art Deco tenía problemas económicos. Sucedió antes de que Recalde nos forzara a separarnos. Ella conocía a mucha gente que mantenía trato con ese tipo. Nada quise saber al principio, sobre todo después que me quedé solo. Pero, un súbito deseo de vengarme puso ciertas ideas en mi cabeza que, para concretarse, tenían que ser complementadas con información. Por medio de un amigo contador (uno bastante alocado) confirmé la noticia: Art Deco se había sobregirado en su crédito en veintiséis mil pesos. Por un chisme supe que la causa de la insolvencia eran los ingentes gastos de representación que Martín se permitía por ser quien era. Esto picó mi curiosidad. Pocos días más tarde, nos encontramos en una fiesta. No nos saludamos; somos hipócritas, pero no teníamos ganas de echarnos a perder la velada. Nos mantuvimos, sí, uno cerca del otro. Me sorprendió su aplomo. Asemejaba, créeme, un desdoblamiento de Dios. Era saludado a menudo y se le rendía pleitesía increíble. A pesar de que su bancarrota era inminente, no dejaba de ser el niño prodigio. Se veía satisfecho, lo cual me era tan insoportable que quise varias veces comentar lo que sucedía en las arcas de Art Deco; modo cruel de anunciar que el emperador no tenía ropa ni piel. Mas no lo hice; hasta mí llegó el hechizo. Ya en mi casa, mientras miraba las paredes pintadas por mí de blanco, gris grafito y beige, completamente borracho, ensimismado con los retratos del pasado y los cuadros de verdes caras que me juzgaban, me repetía cuánto admiraba a Martín.

Es terrible que su egoísmo lo agarrase antes que yo; también que haya sido a raíz de su destrucción que pude conocerlo mejor. Los hombres son lo que ellos se inventan que son. Martín no fue la excepción que creí. El último golpe que me asestó fue revelarme mi propia falibilidad, mi propia malevolencia. La lección provino de un lugar y un tiempo casi divinos, de una casualidad insospechada, ajena a mí y a mis planes y deseos. Nunca me desquité; al objeto de nuestro odio jamás le ponemos una mano encima. La caída de Martín Recalde vino de adentro de su casa. Fue, increíblemente, la misma Emilia la que nos contó una medianoche en que la duermevela y la droga nos quitaron las inhibiciones. Ya te platiqué de don Santiago. Nadie sabía que padecía de cáncer, ni siquiera él hasta que fue demasiado tarde. Tampoco que su sobrino anticipaba su muerte. Entonces andaba con una estudiante de química que le explicó todo acerca de los efectos letales del Thorotrast en el organismo. Luego averiguó que su tío había trocado una úlcera duodenal por una enfermedad que se gestaba desde hacía casi treinta años. Cuán feliz debió sentirse. Odiaba a su tío; por eso vivía con él para que lo mantuviera cual un maridaje de conveniencia y le mirase el rostro lleno de éxito todas las mañanas. Adivinó que lo vería morir, en tanto que él le sobreviviría como único descendiente. Emilia, en efecto, señaló que don Santiago poseía una vasta fortuna.

Le dije que callara; luego, que era una idiota. Se estaba aprovechando de nuestro trance para narrarnos inventos de su inconsciente. Pero ella siguió más intensamente: Martín había avisado que con esta muerte aguardada, Art Deco volvería a ser lo grande que fue. Incluso comparó este hecho por ocurrir con una resurrección. Esa garantía por supuesto no incrementó su crédito bancario y la revista estaba por desaparecer. Emilia, recuerdo, rió estrepitosamente.

No supe más de Martín. Transcurrieron dos ediciones de JAM. Mientras tanto, el plan de mi enemigo se realizaba. La noticia, susurrada al oído, de que Santiago Recalde estaba en el hospital Humana, me hizo sentir al borde de la catástrofe. Pensé: primero morirá el tío, después Martín vendrá por mí; JAM no podrá sobrevivir la impunidad que confiere miles de pesos. Me veía condenado. Llamé a Emilia una noche para que me permitiera verla, pero no se encontraba en casa. Dejó un mensaje en la contestadora diciendo que replicaría a todas las llamadas, salvo las mías. Se me ocurrió que, de ser Recalde, nada de esto me estaría sucediendo. Debí calmarme. Era como la víctima que espera su turno en la lista del asesino.

A la mañana siguiente, cuando llegué a la oficina, ya no tenía más uñas que comerme, envidié a Emilia el tenerlas tan largas. Delante, se encontraba un ejemplar de Art Deco. Lo hojeé. En la página sesenta y cuatro hallé una traición dolorosa, una enemiga nueva, un poema de Emilia. Don Santiago aún no se moría y ya mi gente me abandonaba. De haber tenido veinte años menos habría llorado. En vez de eso, tomé el periódico y lo leí. Me convencí prontamente de que nada es tan grave: mi terapia privada de quien no lucha contra el destino. Como un viejito miré hacia atrás a mi pasado y descubrí lo afortunado que era mi balance. «Podré dedicarme a otra cosa, si bien me va. No soy como muchos (los que escriben en Art Deco) que hacen lo que hacen por no quedarles otro remedio. No puedo ser responsable de lo que haga Martín.» Sin embargo, tuve un acceso de rabia: Emilia tenía mucho que ver con este asunto, y era demasiado tarde para retroceder. Nadie me respetaría si conciliaba con Recalde. Sobre todo, ahora que Emilia me sacaba la lengua desde el otro lado.

Santiago Recalde falleció dos meses después. El diagnóstico fue, como se esperaba en las oficinas de Art Deco, cáncer en el hígado. La biopsia detectó tumores malignos del tamaño de ciruelas y nada pudo hacerse. Lo enterraron. Tú bien sabes que nuestra muerte es un espectáculo que nunca presenciamos, afortunadamente. Se comentó que alguien dijo en voz baja que la losa sepulcral debió haber sido hecha de plomo y no de piedra. Otro expresó, en la tertulia celebrada en la casa de Martín, que el camposanto de Dolores sería el único en México que daría registro en un contador Geiger. Hubo risas; esto lo sé porque asistí.

El tío era una persona muy reservada que no existió para nosotros. Creo que jamás leyó siquiera una edición de Art Deco. En cierta forma, todos leímos su testamento. Nada supe entonces. Pero, al cabo de un par de días, encontré encima de mi escritorio un fólder con los nuevos poemas de Emilia; asimismo descubrí que ya no estaba en su contestadora aquel áspero mensaje. Era fin de mes y no se veía una revista Art Deco por ninguna parte. Esperé angustiarme; solamente tuve sueño. Se me ocurre que Art Deco murió con aquel ser ajeno. Hay algo verdadero en esto: no entendía que cuando algo muere con lentitud lo corrompe todo.

Fue temprano en la mañana cuando leyeron ese documento. Un mensaje más corto no pudo ser. Una persona que estuvo en aquella reunión me dijo que salió convencido de que sólo respetamos a los fuertes, a los débiles apenas los compadecemos. Al preguntarle por qué, replicó que la herencia se reducía a cincuenta mil dólares en una cuenta secreta en Suiza. Calculé: eran unos ciento cincuenta mil pesos más o menos. Era un hecho que Art Deco se salvaba. Se me contradijo: «Ese dinero seguirá siendo de don Santiago». No entendí y fue preciso que se me explicara: «Quedó especificado que se utilizaría exclusivamente para la manutención personal vitalicia de Martín Recalde y por ningún motivo podrá invertirse». Como se establece en tales casos, la fortuna sería administrada por un fideicomiso. La razón alegada por el difunto fue su desconfianza en la capacidad empresarial de su sobrino. «Obro de esta manera —se me contó que así decía— para no deberte nada y a la misma vez preservar el fruto de mi trabajo de cualquier dispendio que pudiera sufrir en tus manos…» Todo había sido, pues, una ilusión y éstas siempre se disipan en forma repentina. Martín Recalde dejó de ser lo que las fotos mostraban. De ahí que empecé a recibir telefonemas de desconocidos pidiéndome entrevistas que inicialmente me negué a conceder. En realidad, me sentía cansado, como si soportara la resaca de una larguísima fiesta que terminaba mal. Recordé las palabras de aquella persona y su significado adquirió una relevancia insoslayable. Comenzaba el periodo en que me tocaba ser magnánimo con Martín y verlo como el humano que nunca fue conmigo. Por un largo rato, fue imposible; cuando pensaba en él, lo rememoraba como un palacio, un clarinete, la culminación del amor; tantas cosas que cambiaban día con día. Y fue, en medio de esta desgracia, que descubrí su rasgo más bello; el que él mismo trató de anular: su vida cotidiana, hogareña y apacible; nada más distinto de la locura que fue la pública. Quizá tenía un sentido muy agudo de lo que un misterio debía ser.

Cuando una explosión destruyó las oficinas de Art Deco entendí que Recalde dejaba de ser un rival digno. Estrelló su coche contra la entrada del edificio, acto que tuvo la desfachatez de negar. Cómo sobrevivió, no sé, ni siquiera estaba herido al ser capturado. Posteriormente vi las ruinas amorfas y olvidables que puntualizaron mi desilusión: Art Deco nunca fue invencible.

Han pasado… ¿cuánto?… Diez años. De Martín Recalde apenas queda un byte de información en mi computadora. Al observar los cuadros de mi casa veo otras cosas. Con Emilia me casé. Los cincuenta mil dólares acaso todavía existan, a no ser que alguien interpretase que las cláusulas del testamento perdían vigencia si estaba en juego la libertad del beneficiado. Jamás he sabido. Tan sólo sé que al recordar todo esto no puedo sino compadecerme. Pues, por un instante, Martín y yo llegamos a ser uno solo cuando nos dimos por vencidos.