La suerte de los feos
Fragmento de la novela
La suerte de los feos
Autor: Hugo García Michael
Julio 2022
–¿Tienes fuego?
La manera como aquella mujer morena me miró, hizo que supiera que pretendía algo más que el simple hecho de que le encendiera su cigarro. De cualquier manera, no tenía cerillos.
–No fumo, no traigo lumbre.
–Entonces invítame una copa. Tengo sed y frío. Y estoy sola –me dijo.
¿Quién era yo para no dar de beber a una sedienta? Era una de las virtudes teologales, aun cuando yo no fuera católico.
Entramos en el primer bar que encontramos. A las cuatro de la tarde, el lugar lucía medio vacío. Nos acomodamos ante una mesa apartada, en un rincón oscuro y casi oculto. Pedí dos rones con hielo. Ella sonrió sin objetar. Sus ojos eran verdes, de un verde selvático, feraz, húmedo; como húmedos eran sus labios gruesos y exquisitos. Imaginé su sabor, el sabor de esos labios sabiamente cubiertos por una tenue capa de lápiz rosado. Un irresistible impulso me indujo a inclinarme hacia adelante y probar su boca. Fue como lo imaginé: me supo a guanábana, a níspero, a mandarina. Era una y todas las frutas, una y todas las bocas. Y de nueva cuenta, mi bella acompañante nada objetó.
Un mesero nos trajo los rones. Ella y yo chocamos los vasos y dimos un sorbo unánime a nuestras respectivas bebidas. Noté que retenía la suya, sin hacerla pasar por la garganta que adiviné profunda en el interior de su espléndido cuello alargado. De inmediato capté el mensaje. Volví a acercarme a ella y al abrirse, de su boca surgió el ardor alcohólico de aquel ron fuerte que pasó a la mía, a mi boca, llenándome de calor y excitación. No había tiempo que esperar. Apuramos el licor de un solo trago y abandonamos el bar efímero en busca del primer hotel que surgiera a nuestro paso.
Minutos más tarde, cuando su cuerpo cálido y terso retozaba desnudo bajo mis manos, después de habernos amado con la furia de un huracán caribeño, se acurrucó a mi lado como gata perezosa y sin mirarme a la cara me confesó sus verdaderas intenciones.
-Quise seducirte con mi belleza física antes de mostrarte algo que traje conmigo –dijo con voz inesperadamente tímida.
Se levantó y fue hacia la silla donde había dejado su bolso de cuero. La miré al alejarse y pude contemplar su figura a plenitud. Era tan hermosa que le hubiese cumplido el menor de sus caprichos. Buscó entre sus cosas y extrajo una pequeña libreta roja. Sonrió infantil y candorosa y retornó a mi lado, ofreciéndome el breve objeto. Yo habría preferido tomar sus pechos, pero tomé la libretita y la abrí al azar.
“Quise encontrarme en Borges y me perdí en sus laberintos”.
Eso era lo único que estaba anotado, con cuidada letra manuscrita, en una de las páginas. Me pareció una frase simpática, ingeniosa incluso, y quise comentárselo, pero me interrumpió.
–Escribo aforismos. Me gustaría que los sacaras en tu sección del periódico –apuntó.
Buena parte del encanto de aquella noche se desvaneció al instante. De modo que ella me había utilizado con el solo propósito de ver publicados sus textículos. Me sentí humillado, y le devolví el cuadernillo sin leer más. Ella pareció desconcertada.
–¿Qué te pasa? ¿Por qué te pones así? –me preguntó con azoro.
Salté de la cama y comencé a vestirme. Ella no alcanzaba a salir de su asombro.
–He hecho lo mismo otras veces y siempre me ha dado resultado. ¿Quién eres tú para rechazarme de esa manera? –insistió, con naciente enfado.
Me limité a mirarla y nada respondí. Al abandonar el cuarto, sentí que quizás había sido un tanto injusto con ella. Debí decirle que cogía como los propios ángeles.