Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

La Rata

Mi hermano es una rata. A veces quisiera arrancarle su cabeza con mis dientes y escupirla después de masticarla hasta hacerla una masa a punto de tragar, pero no puedo porque su cráneo no cabe dentro de mi boca. Si no se pareciera a mí, dudaría de que fuese mi sangre. A su lado yo soy transparente, me vuelvo insignificante mientras él habla y todos le ríen sus ocurrencias. Lo hacen porque no lo conocen como yo, que bien sé que es una rata.

Con su banda de amigos fieles se escapa todos los días de la escuela para bañarse en el río de las cuevas que se esconden donde nacen las montañas. Allí el agua es más fría que las piedras de hielo que traen para las fiestas. De las cuevas regresa siempre con el pelo lleno de escarcha, la piel morada de tanto temblar y las historias de las mujeres peces. Cuenta que si entras en las grutas sin hacer ruido las puedes ver desnudas descansando en las rocas lisas, luego se escapan asustadas dentro del agua quien sabe hacia dónde. A mi hermano y a sus amigos siempre les alcanza el tiempo para verles las tetas. Él nunca me lleva porque dice que ando muy despacio y el río está muy lejos; mentira, lo hace porque ​es una rata y las ratas son malas por muy conversadoras que sean o por muchos amigos que tengan.

Mi hermano disfruta relatar su hazaña para restregarme en la cara que yo nunca he visto una teta de verdad. Una vez estuve muy cerca de hacerlo cuando la señora de la finca vecina me pidió ayuda para sacarle agua del pozo. Al inclinarse a recoger el balde, accidentalmente se abrió uno de los botones del vestido y pude ver a través del escote amplio las curvas como una suave “U” invertida. Me incliné hasta lo imposible, pero no pude verle las puntas de las tetas y no supe si eran anchas, puntiagudas, rosadas, oscuras o si se parecían a las de un hombre. Para que una teta cuente como teta vista hay que verla completa. La rata de mi hermano no quiere que yo vea una teta, porque al haberla visto él, se siente superior a mí que soy su hermano mayor, aunque sólo sea el embarazo de una elefanta el tiempo de vida que nos separa.

Una noche salió a cazar cocuyos y llegó poco antes del amanecer. Mamá no durmió y lo esperó con un pedazo de tubería de goma de las que se usan para el regadío. No pude conciliar el sueño por el ruido de las manos sudadas que no dejaron un segundo de tamborilear sobre la herramienta de castigo. Cuando regresó mi hermano, los golpes le llovieron por todo el cuerpo menos por su cabeza y la voz de Mamá se repetía una y otra vez: “Esto tú no me lo vas a hacer nunca más, …”. Yo hubiera pedido clemencia además de intentar huir, pero mi hermano no es igual a mí, él se quedó tranquilo aguantando su condena y de su boca no salió ni un mínimo quejido.

Parecía que los golpes le dolían más a ​ella pues terminó ahogada en un llanto tembloroso que sólo pudo ser calmado por los cuentos de cocuyos de mi hermano. Abrazados desde la ventana abierta soltaron uno a uno los más de cincuenta cocuyos presos en un saco de yute, que una vez vacío dejó de alumbrar. Los insectos festejaron su libertad ​​con la alegría de la luz y no pararon de volar hasta hacerse estrellas en el cielo todavía oscuro de la madrugada.

Mamá llora mucho y nos abraza a veces sin motivo desde que Papá se fue. Yo no quiero que esté triste, pero me alegro de que Papá no esté porque él era un lobo y los lobos dan mucho miedo. Papá siempre estaba molesto, no paraba de gruñir, de quejarse, de gritar y de golpearme sin motivo. No entiendo por qué Mamá sigue triste si él ya no está, debería estar alegre. ¿Podrá volver a reír, con o sin Papá? Ella es un hada y las hadas pueden querer a cualquier cosa, ya sea un lobo o una rata. 

El otro día nos visitó un tío que es como Mamá, pero calvo. Me abrazó y me dio muchos regalos. Nos contó cuentos de la ciudad y de sus hijos, unos primos de mi edad que no conozco. Dice que la ciudad es de cemento y tan inmensa que no se puede caminar toda en un solo día. No le creí porque las casas no pueden ser más grandes que las montañas. Me preguntó si quería irme a vivir en una de esas casas altas y callé sin valor de decirle que no me interesaba. En la ciudad no hay mujeres peces a las que se les pueda ver las tetas si se entra sin hacer ruido en la cueva, porque no hay cuevas, eso sí se lo pregunté al tío y no se demoró en negarlo. Mamá me miraba como si esperara un sí emocionado por respuesta. Cuando mi hermano gritó que él quería irse a la ciudad, se hizo la fiesta y regresé a mi insignificancia natural. Antes de dormirme escuché a Mamá confirmarle al tío que saldríamos la siguiente semana.

He decidido no ir más a la escuela y no porque odie los adioses. No tengo de quién despedirme, no me interesa hacerlo tampoco de nadie excepto de las tetas de las mujeres peces que nunca he visto. Mi hermano en cambio desea contarles a todos sus amigos las historias de la ciudad del tío y al final sorprenderlos con la noticia de que se va a vivir allá. Seguro que la ciudad está llena de ratas.

Le digo a Mamá que voy a ayudar a la vecina a sacar agua, pero realmente voy a las cuevas que se esconden donde nacen las montañas. No tengo otra opción que irme a la ciudad, pero antes tengo que ver  unas tetas. ¿Cómo serán las tetas de las mujeres peces? Grandes, rosadas y rebosantes de leche de vaca u oscuras y pequeñas de yegua cerrera. ¿Me gustarán si son ajadas y caídas como las de una chiva? Me las imagino mejor suaves como las de la vecina. Tengo que tranquilizarme antes de entrar, necesito el control silencioso de mi cuerpo para no espantar a las mujeres peces que me esperan. El trayecto final dura medio día, apenas toco el suelo con mis pies y el único ruido es el latido acelerado de mi corazón, pero ese, ellas no lo escuchan. 

Me cago en mi suerte, en el cabrón mentiroso de mi hermano rata y en las mujeres peces que no existen. No hay tetas, ni rastro, ni ruido. En las rocas lisas no ha descansado nadie en un siglo, sólo veo agua fría y el chillido de las ratas que pululan por toda la cueva, el mismo que hacen desde el techo de guano de la casa y no me dejan dormir. Mi hermano no se despierta porque él hace el mismo ruido. Malditas ratas de mierda, están por todos lados. Por culpa de mi hermano me voy a la ciudad sin ver unas tetas, no se lo voy a perdonar nunca. Escucho chillar en sus escondrijos a las alimañas y se me confunden con las voces de mi hermano y sus amigos que entran en la cueva. Vienen a bañarse en el río, a llenarse de mierda de ratas para mentirme luego e inventar unas tetas falsas. Le quiero arrancar la cabeza con mis dientes.

“¿Qué haces aquí?”, chilla mi hermano. “Eso a ti no te importa rata mentirosa, ¿dónde están las mujeres peces?”, le escupí la cara y me abalancé sobre él. Rodamos entre las rocas y nos mojamos de agua fría en una pelea rara de enemigos que quieren golpear y no golpear a la vez. La voz de uno de los amigos de mi hermano nos separa: “Cacé una rata, cacé una rata bien grandota, mírenla”. El niño no encuentra otra manera de terminar la lucha fraternal y lanza al animal indeseable entre mi hermano y yo, quiere unirnos en torno a la sorpresa asquerosa de la rata. Algo de ternura vive en ese animal. Sus pelos negros y gordos se mueven en lo que parece una respiración. Me agacho y la tomo entre mis manos, la cola lampiña cuelga por entre mis dedos. Los amigos de mi hermano se asquean. El animal tiene la boca semiabierta y muestra sus pequeños dientes incisivos. Sus ojos poseen la mirada de mi hermano. El roedor adivina mi intención y el aullido imperceptible pide clemencia. Apesta, se siente grasoso al tacto, pero eso me incita a seguir. No necesito comprobar que su cabeza cabe en mi boca.

Los pelos sucios me acarician el paladar y aprieto con fuerza los dientes en su cuello. Un crujido de piel y huesos me llena de sangre espesa la boca y me salpica el rostro. Los amigos de mi hermano corren asustados y él, clavado frente a mí, se queda inmóvil. Serrucho con mis incisivos la piel dura del animal, pero la cabeza no se separa del cuerpo. Los ojos de mi hermano se abren de espanto. Tiro fuerte con mis manos del cuerpo del animal que todavía tiembla entre mis dedos sin ganas de romperse en dos. Cabrona rata de mierda. Encajo mis dientes hasta el hueso y retuerzo su cuerpo varias veces. Un crack libera de pronto a mis manos y con ellas la rata descabezada rueda por el suelo. Lo he logrado. El alivio se mezcla con euforia en una risa que salpica a mi hermano de sangre, quien se cubre el terror de su rostro con las manos. Quizá espere a verme escupir mi trofeo, pero se equivoca, pues yo pienso llegar hasta el final. Tiene que ver como mastico su cabeza con calma, va a escuchar el crujir de la mezcla de mi saliva con sus huesos, con la sangre fresca, los pelos negros, las orejas diminutas, el hocico húmedo, los cartílagos calientes, los ojos oscuros, el cerebro esponjoso, los dientes blancos y la lengua mentirosa. Tengo tiempo y dentadura fuerte para triturarlo todo hasta convertirlo en una masa sanguinolenta que tampoco voy a escupir, me la voy a tragar.

Hacer pasar ese bolo indecente por mi garganta resulta demasiado, a pesar de los varios intentos y de humedecerlo con todas mis salivas no avanza. El cráneo de la rata sigue siendo muy grande o el final de mi boca muy pequeño. Trato de partirlo con mis dientes y el hueso cruje como si fuese un chillido, pero no cede. Lo escupo y la masa blanquiroja del tamaño de un mamoncillo grande cae entre los pies de mi hermano, pero él no tiene el valor de mirar y gime con sus manos todavía en el rostro. Ya puedo tragar. El camino por el esófago de la rata sin cráneo es lento y el animal se aferra con sus garras al conducto para no caer en mi estómago, me araña en su lucha, pero bebo agachado en las piedras y el agua fría del río la arrastra a un mundo repleto de ácidos. Me asalta una sed insaciable como remedio al recuerdo permanente del animal en mi gaznate. Por mucho que bebo, el recuerdo de la rata sigue dentro de mi cuello, el que ya no está es mi hermano, se ha ido.

 

El tren nos lleva a la ciudad. Mamá se sienta en el centro del asiento y nos abraza a mí y a mi hermano. Tiene la mirada perdida, yo creo que tampoco quiere irse. Mi hermano no le dijo nada a Mamá de lo sucedido en la cueva, ni lo dirá nunca a nadie, tiene terror. Evita mirarme a los ojos y si las miradas se cruzan de casualidad, la de mi hermano huye despavorida hacia cualquier esquina. Me río con malicia, no he visto nunca una teta, pero ya no es tan importante. Dentro de mí se multiplican los procesos químicos. Las genéticas se fusionan. Una nueva fuerza crece en mis entrañas. He vencido a mi hermano, ahora quien de verdad es una rata y para siempre, soy yo​.

Oliet Rodríguez Moreno ha vivido tres vidas: La primera comenzó el 25 de septiembre de 1971, como habanero, situación que persiste en el tiempo. Se graduó de ingeniero mecánico en 1994 en la CUJAE y más tarde trabajó en distintos menesteres en Cuba, incluyendo el de taxista circunstancial, hasta que al inicio del Siglo XXI apareció en

Alemania para iniciar su segunda vida de ingeniero, que le permitió viajar por Europa

y Norteamérica. Esta vida terminó tras tres años en la ciudad mexicana de Puebla en el verano de 2018. En su regreso a Alemania aparece la tercera y ¿última vida? esta vez como escritor. Tiene publicados en Amazon los títulos: “Botagorda”, “A Contraluz”, “Recarga”, “XX poemas disidentes y una conga desesperada” y “El ordeñamiento monetario”. Es autor y administrador del blog www.orod-oficial.com. Actualmente estudia el diplomado de Escritura Literaria en el Centro Mexicano de Escritores.

Idiomas hablados y escritos: Español, Inglés y Alemán. orod250971@gmail.com