Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

La piel del espejo

Por Alfredo Peñuelas Rivas

Enero 2023

 

“Nuestro hermoso deber es imaginar que hay un laberinto y un hilo”
Jorge Luis Borges

 

Desde el cielo la tierra luce como una piel con arrugas, hendiduras y lunares, dan ganas de tocarla. Ese pequeño cerro parece una espalda que espera ser acariciada, esa cordillera con árboles una cabellera que cae, ese delta un pubis cuyas ramificaciones se extienden en toda la geografía de un cuerpo y lo alimentan de sensualidad… Alex piensa esto mientras vuela y recuerda que hay pocas cosas que quiere recordar. “No dejo nada aquí,” esa tierra, esa piel, esa geografía ya no le pertenece… “Futuro”, esa es la única palabra que ocupa su mente por ahora. Lo de anoche estuvo bien, piensa, y en ese recuerdo se aloja una de las pocas cosas que sí se quiere llevar consigo, los recuerdos inmediatos esos que se parecen al presente: un tacto, el olor de una ropa de un cabello, las yemas de unos dedos recorriéndole la espalda, el rumor de un río cercano, el sabor a cerveza y a sonrisas, los reflejos de ciertos espejos… “¿La vida es un espejo o un labertinto?”, lo piensa y le divierte la idea cuando se da cuenta que sobre esa piel que acaba de inventar a miles de pies más abajo está reflejada la suya propia en la ventanilla del avión. Por un momento se distrae con su propia imagen, Este espejo luce tan solitario y aburrido, dice Alex para sí misma y se echa a reír consciente de la travesura que eso representa.

El primer espejo era un cuadro, una pintura. La mujer dormía plácidamente y un monstruo se acercaba a mirarla con curiosidad, estiraba una mano, un dedo, le rozaba la espalda, la mujer sonreía, una de esas bellas sonrisas que se tienen durante el sueño. “Picasso retrataba el lado humano del minotauro”. Alex escuchó la voz del hombre tras de si. No quiso voltear, trato de imaginar la cara dueña de esa voz, por un instante sintió esas palabras como dedos que la acariciaban. No le importaba el rostro, le importaba lo que había escuchado, ¿El lado humano?, preguntó. “La está estudiando, quiere leer sus pensamientos y averiguar si ella le ama porque es un monstruo”, ¿Y eso cómo lo sabes? Porque esas palabras no son mías sino del propio Picasso. Fue entonces cuando Alex volteó para descubrir al monstruo sonriente. Lo que siguió fue una sucesión de monstruos y ninfas jugando al amor; lo que siguió fue ellos mismos jugando al mismo juego apartados de la lluvia y el ruido; lo que siguió fue un espejo oculto en algún rincón de la ciudad en la cual representaron su propia versión de los cuadros. Alex recuerda como las palabras se convirtieron en dedos, los dedos en lengua, la lengua en sexo. Recuerda como, por primera vez fue consciente de una geografía propia y muda que era recorrida por el tacto del hombre. Recuerda el lenguaje de esa piel convertida en un cúmulo de sudores y espasmos, un amasijo de manos confundidas como los cuadros que acababan de mirar juntos. Recuerda a ese espejo incapaz de revelarle donde comenzaba uno y donde terminaba el otro…

La revista muestra un bosque y un río. Walloomsac, Bennington Vermont. “Tan sólo a dos horas de Nueva York” seguida de una serie de recomendaciones turísticas. ¿A cuántas horas estará él en este momento?, piensa. Le gusta imaginarlo andando por el bosque, a la orilla del río, a través de senderos que están mucho más cerca de la piel de la Tierra, tratando de descifrar un laberinto que no es ella. Aquella vez caminaron juntos en medio de todo y a la orilla de nada. Sólo el río acompañaba su silencio. No se dijeron ni una palabra. Un lenguaje construido por pasos y río, una voz de hojas quebradas que terminó por dar paso otra vez a la piel y al frío. El lenguaje de ambos se confundió con el rumor del bosque. Podría matarte si quisiera, por fin dijo alguien, ¿Podrías?, respondió el otro. Ahora ese bosque le resulta tan lejano y diminuto. Los bosques de White y Green Mountain no le parecen tan atractivos lejos de él, No saben a piel, diría el hombre o ella o cualquiera de los dos, son apenas fotografías encerradas entre las páginas de una revista en el asiento 34D de un avión, que lo mismo invita a pasear que a comprar perfumes caros o relojes de moda.

La sobrecargo anuncia un retraso en la llegada debido a la turbulencia. Antes solía ser impuntual, ya no le gustan lo retrasos. La última vez que alguien llegó tarde fue terrible. Recuerda el verse sola en un museo, sola y desesperada ¿Irá a llegar? Esa vez pensó que a lo mejor él habría llegado antes, quiso ir a buscarlo, pero no se atrevió, la sorprendió la noche y el miedo a perderse en un laberinto de cuadros y minotauros. Se fue. Él le reclamó por sus niñerías y su inconsistencia, le recordó impuntualidades anteriores, se sintió estúpida. Esa noche Alex durmió mal, soñó que era niña que guiaba a un minotauro ciego en medio de una ciudad bombardeada.

La voz de la azafata anunciando el arribo al JFK la despierta, veinte minutos para aterrizar. No mires hacia atrás, le dijo anoche como última frase de despedida. Se pasó todo el tiempo mirando al espejo mientras hacían el amor, “Alguien debería pintarnos”, pensó. Imaginó cada cuadro visto la noche anterior en el reflejo, se le ocurrió que durante ese largo año intentaría pintar algo, tal vez una serie de dibujos de parejas y espejos. “No mires hacia atrás”, eso fue lo primero que le dijo también cuando estaban en el museo la primera vez que se vieron y ella se dejó acariciar la espalda con su voz. Quisiera voltear y escucharlo. Nada, sólo la incomodidad del asiento 34D. Otra vez la ventanilla del avión le devuelve la imagen de su rostro combinado con la ciudad de Nueva York a lo lejos. Sabe que al aterrizar tomará su propio hilo y no lo soltará jamás, lo que le depara el camino estará siempre adelante. Lo primero que hará es ir a una pequeña ciudad llamada Paterson porque él le contó una película sobre un poeta del mismo nombre que manejaba un autobús; mirará una cascada en Ithaca y el rumor del río le recordará otros tiempos y otros bosques, otras pieles compartidas; visitará el MoMA y, al estar frente a cada cuadro, sentirá como una la voz le acaricia la espalda mientras ella observa la imagen de ambos reflejada en el cristal.