La perversidad del sueño
Por David Kolkrabe
Junio 2021
Hace algunos años adquirí la capacidad de controlar, casi ilimitadamente, mis sueños. En realidad no es difícil y creo que cualquiera que ponga el empeño suficiente puede lograrlo. Es cuestión de perseverar y tener paciencia, como con todo lo valioso de la vida. El método para controlar los sueños lo aprendí gracias a una völva que conocí en una feria nórdica. La mujer era una especie de pitonisa del demonio de la perversidad, al que se le conoce como Akera. A ella acudía cuando quería conocer mi futuro, pero ese día, en medio de nuestra conversación, me contó el secreto para controlar los sueños propios. El truco consiste en beber un brebaje de chicha, hiel y paico caliente todas las noches antes de dormir. Luego de eso, preparar una alarma para despertar en el momento más vívido del sueño, que es, más o menos, a las dos de la mañana. Claro que esto dependerá de la hora a la que cada uno se duerma. Al despertar hay que recordar el sueño que se tenía e imaginar lo que a uno le gustaría que ocurriera. La fórmula es la siguiente: despertar, recordar lo que se ha estado soñando, pensar en lo que a uno le gustaría que pasara después y volver a dormir. Todo el proceso no puede durar más de dos minutos. Así se entrena en el bello arte de controlar los sueños.
Al principio es difícil. Se me complicó durante varias noches porque no me fue fácil conciliar el sueño luego de despertar, pero a medida que me entrené, lo logré. Esta es la parte más complicada, pero cuando se logra, se ven los resultados. Recuerdo que mi primer sueño consciente consistió en verme a mí mismo sentado en una mesa en medio de una casa abandonada, porque, por alguna razón, en los sueños uno se ve a sí mismo desde afuera, como si se observara a una tercera persona. En todo caso, decidí levantarme y me levanté; decidí ir afuera y fui afuera; decidí irme a dormir y me fui a dormir. El saberme en un sueño y, además, saberme consciente de mis movimientos me inquietó; no fui capaz de continuar. La libertad que adquirí me provocó pánico.
Con la práctica, mis sueños se volvieron cada vez más vívidos y el control sobre ellos fue mayor. Ya no me inquietaba hacer lo que estuviera en mi potestad: salir volando o nadar en el Abismo de Challenger. Podía ser lo que quisiera, incluso si las leyes de la física decían que era impsoible. La mirada en tercera persona que tenía de mí mismo se convirtió pronto en primera. Cada noche soñaba y, cada que soñaba, experimentaba cosas nuevas, aprendía de ellas. Descubrí, por ejemplo, que el clima de mi sueño correspondía al estado de ánimo que tuve durante el día. Si había estado feliz, el día era soleado y caluroso; si había tenido un mal día, llovía a cántaros con rayos y centellas; si había sido un día monótono, el sueño tenía lugar dentro de una casa sin posibilidad de salir de ahí. Descubrí, entonces, que no tenía completa libertad de locomoción, ni de movimientos.
Otro de mis descubrimientos, que a día de hoy me intrigan, fue que me di cuenta que también podía manipular los movimientos de otras personas en mis sueños, excepto de aquellas que existían y que estaban vivas en la realidad. Fuera de ellas, podía imponer mi voluntad sobre el lechero, una bailarina o un narcotraficante. Incluso, con solo pensarlo, podía hacer aparecer a quien quisiera, aunque si la persona existía en el mundo real, no podía controlar sus acciones. Por diversión, una vez soñé a Hitler vestido de mucama bebiendo leche de una taza como si fuera un gatito, pero luego intenté hacer algo con Monica Bellucci y, aunque apareció, no pude obligarla a que me besara. Aquello fue muy decepcionante. De ahí en fuera, tenía poder de hacer lo que quisiera. Me había convertido en un dios.
Debo admitir que, a pesar de mi edad avanzada, me sentí como un niño en un parque de diversiones con entradas ilimitadas a cualquier juego. Aunque me crie con valores cristianos muy arraigados, vi en mis sueños una oportunidad de darle rienda suelta a mis pasiones más oscuras y a mi lado más perverso. Lo que jamás haría en la realidad, empecé a hacerlo en mis sueños. Les recuerdo que mis sueños eran tan vívidos que lo que en ellos ocurría lo sentía como si estuviera despierto y alerta. Incluso, cuántas veces olvidé que estaba en un sueño. Para estar seguro, en varias ocasiones tuve que hacer un recuento de los eventos que ocurrieron hasta llegar al momento en el que estaba y si había lagunas, claramente estaba en un sueño. Cuando ya estaba seguro, canalizaba mi energía y vivía momentos dionisíacos: tuve orgías, hice ritos espiritistas, asesiné a personas e incluso violé a una monja. La perversidad se apoderó de mí en mis sueños.
Pese a lo que muchos puedan pensar, no soy una mala persona. Jamás haría nada que estuvieran en contra de los principios cristianos con los que me educaron, al menos no despierto. Pero en mis sueños, ¡ay, Dios! ¡Qué sensaciones tan exquisitas, más al saber que no habrá consecuencias! Aunque no es tan divertido cuando se hace solo. Creé un compañero de aventuras, al que llamé Akera, en memoria de la völva. Era alto, delgado y muy bien vestido; de carácter fuerte e intrépido. Al principio, me acompañó una que otra vez, pero poco a poco se apareció con mayor frecuencia en mis sueños, hasta que se convirtió en un acompañante infaltable. Fue un gran amigo, una gran compañía. Me enseñó las más lóbregas y sombrías emociones, pero también las más afrodisíacas sensaciones. Cuando despertaba, deseaba tanto verlo que ya ansiaba volver a estar dormido.
Mi último sueño fue resultado de un mal día. Esto ocurrió anoche. Me tomé mi brebaje y dormí ininterrumpidamente, pese a que el reloj sonó. No desperté para apagarlo. Me hallé en la sala de mi casa bebiendo vino con Akera. Afuera llovía a cántaros y fuertes rayos caían cerca del lugar. Una espesa neblina cegaba la vista por la ventana y se entraba con lentitud a la casa. En algún momento, la neblina tapó mis pies y de Akera sólo podía ver su silueta. Su figura era espectral. No sé la razón exacta, pero yo estaba de mal carácter y por eso bebía vino: me tranquiliza tanto en la vida como en los sueños. En ese momento, mi madre salió de su cuarto, se despidió de nosotros y me pidió que recibiera a un invitado que llegaría esa tarde a casa. Ella no tenía que ir al supermercado, por lo que yo debía atenderlo. «En el refrigerador hay café para que calientes», me dijo apresurada antes de irse. No quería tardarse para no hacer esperar a su amigo. «Dale de beber con pastel que quedó de ayer», dijo antes de cerrar la puerta e irse. Por un momento dudé si estaba en un sueño, así que intenté recordar cómo había llegado hasta ese momento: mi madre salió de su cuarto y se despidió; oí un ruido en el cuarto de mi madre y le pregunté a Akera si sabía si ella estaba ahí; bebimos un sorbo de vino; serví vino; traje el vino de la cava; me fui a dormir. Me convencí de que era un sueño: había una gran laguna entre el momento en que me fui a dormir y el momento en que estaba en la sala con Akera. Además, ¿no era Akera producto de mi imaginación?
«Hoy quiero hacer algo malo», dije sonriendo mientras me desplomaba en el sofá con la copa en la mano. Akera bebió de su vino y dijo con una risa burlona: «¿no dijo tu mamá que venía alguien?». Mi amigo me había leído la mente. Siempre es un buen medio para hacer catarsis dar rienda suelta a las pasiones en los sueños; ayuda a equilibrar la vida. Entre más perverso es uno en sus sueños, más tranquilo se vuelve en la vigilia. Bebimos vino hasta que deseé que el invitado de mi madre llegara. Tocaron a la puerta y cuando abrí, un hombre maduro, lampiño, pero de cabellera portentosa y canosa, se apareció ante mí. «Buena tarde, estoy buscando a…», dijo apresurado. «Mi madre», le interrumpí. «Dijo que vendría. Pase y siéntese». Se sentó frente a Akera mientras éste bebía de su vino con su sonrisa perversa. «Ella llegará pronto. Le serviré algo de tomar. ¿Quiere un pedazo de pastel?», pregunté desde la puerta mientras la cerraba. «Sí, muchas gracias», respondió. Fui a la cocina y tomé un martillo de la alacena. Regresé donde el invitado especial y le propiné un golpe en el cráneo. Cayó al suelo inconsciente. Por un momento, odié tanto a aquel hombre desconocido que le clavé con intensidad el sacaclavos en los ojos y se los saqué, luego golpeé con fuerza en su sien con la cara del martillo hasta que los sesos se empezaron a desparramar por el suelo y una corriente de sangre manchó la alfombra. La silueta macabra de Akera desde su sillón me impulsó a continuar con más ímpetu mi trabajo y su risa siniestra ahogada por el vino me provocó un escalofrío por todo el cuerpo. ¿Por qué lo detestaba tanto si apenas lo conocía? ¿Por qué tomé después su cabeza desprendida y la alcé triunfante como si fuera un trofeo? Estaba en éxtasis, pero fuera de mí.
El festín terminó cuando mi madre regresó del supermercado. Akera desapareció y me conmovieron los gritos desesperados de ella cuando vio el cadáver de aquel hombre en el suelo. Me apretujó llorando y me preguntó qué había ocurrido. Yo no le dije nada, pero la sangre en mi camisa y mis manos trémulas por la excitación me delataban. Sentí un deseo tenaz por despertar. Como sé que los sueños no pasan así, corrí y me encerré en mi cuarto a esperar el momento en el que despertara. Ver así a mi madre me afectó mucho. Me senté a pensar y entendí que la perversidad es mala, bien en sueños como en la vigilia, no por las consecuencias que trae, sino por lo que es. Lloré agobiado. Un hijo no debería ver nunca así a su propia madre, sobre todo si él fue el causante de su feroz llanto. Lo único que me consoló fue saber que aquello era un sueño y que apenas despertara todo habría quedado atrás. Mi madre estaría en su habitación dormida, yo volvería a trabajar y la vida seguiría igual. Sin embargo, me sentí mal. Debía hacer catarsis, así que me senté, tomé un papel y empecé a escribir. Nadie lo leería, solo yo. Empecé contando sobre cómo aprendí a controlar los sueños y lo que he aprendido al respecto. Me he dejado llevar por mi pluma, pero llevo dos horas escribiendo y aún no despierto.
David Kolkrabe (Colombia).
Es escritor y magíster en filosofía. Es el fundador y editor en jefe del centro cultural de terror Alas de cuervo. Ha publicado dos novelas, “Condorcet o el arte de mentir” (2012) y “El mito de Roger” (2019), y diversos cuentos en medios digitales y físicos.