Revista Anestesia

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La noche en el umbral

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Por Homero Carvalho Oliva                                              Imagen: Luis Alanís 

16 Enero 2021

María Julia salió al umbral del edificio en donde vivía segura de que el mundo ya no le importaba, aunque fuera su cumpleaños. En la mañana, se había levantado muy temprano, tomó un baño de tina y empezó a leer un libro titulado Cuentos de mujeres solas, el cual venía postergando desde hacía varios meses. Al medio día almorzó en la casa de Carlos Federico, su único hijo. María Julia aceptó la invitación, pese a no llevarse bien con su nuera, porque quería ver a su nieto de seis años, a quien adoraba. Su nuera no aceptaba su pasado izquierdista ni su actual militancia feminista, especialmente que apoyara el derecho al aborto y la libertad de opciones sexuales.

Abigail, su nuera, al contrario de ella, era una tenaz activista católica; nunca entendió cómo fue que su hijo se enamoró de una mujer tan conservadora si ella lo había criado como un revolucionario, “cosas del amor”, se justificaba su hijo. Se habían encontrado varias veces en trincheras opuestas, disimulando no conocerse; sin embargo, en las pocas ocasiones familiares, cumpleaños y fiestas, se mostraban muy civilizadas. Al encontrarse, simulaban saludarse con besos en las dos mejillas, sin rozarse la piel siquiera. Ese mediodía solo se escuchó: «Muack, muack, hola suegrita querida», «Hola querida Abigail, qué linda estás».

Terminado el almuerzo, jugó con su nieto, le contó un par de cuentos y se fue a hacer hora en casa para ir a celebrar su cumpleaños con las amigas.

Desde antes de salir bachiller, durante la década de los sesenta, María Julia había militado en la juventud del Partido Comunista de Bolivia. Allí había conocido a muchachos internacionalistas que venían de otros países para trabajar por la revolución en una permanente reciprocidad de experiencias y sueños, como lo hubiese hecho el propio León Trotski. Años anteriores, ella misma había sido becada, primero en una escuela de cuadros políticos en Berlín y luego en Moscú. Se había esmerado en su formación política leyendo a los clásicos del marxismo y entrenándose físicamente para un eventual enfrentamiento armado con la oligarquía enquistada en el país, «lacaya del imperialismo yanqui», como le gustaba decir en esos años. Se formó políticamente con la idea de la perfección, creada por el dogmatismo que sembraba exigencias imposibles en la mente de los jóvenes.

En el año1968, ya tenía una formación política sólida a toda prueba, incluso a los reparos de su familia conservadora con sobrevalorados apellidos de la mejor estirpe de España. Ese año se enamoró de Juan Pablo, un argentino que integraba una compañía de teatro y recorría Sudamérica con obras de tendencia revolucionaria. El joven, de rostro tierno, alegre y franco, era un ser humano sin dobleces, con una gran convicción en lo que decía. Logró que María Julia se enamorara tanto de él, que lo hubiese seguido hasta el fin del mundo, convencida de que nunca le iba a fallar.

El amor hizo que el artista trotamundos se quedara en La Paz haciendo títeres y panfletos. A los pocos meses, ella quedó embarazada y tuvieron un hijo, al cual ambos convinieron llamar Carlos Federico en homenaje a Marx y Engels.

Para María Julia, los meses que vivieron juntos fueron los más intensos de su vida; prácticamente dejó de estudiar y ambos se dedicaron a visitar los barrios pobres con sus títeres cuestionadores y sus hojas volantes que anunciaban que la revolución merodeaba ya todas las esquinas de la ciudad. Mientras Juan Pablo llevaba adelante el espectáculo de sus muñecos en un teatrito portátil, presentando obras con grandes contenidos sociales y de denuncia (previamente adaptadas para niños), ella repartía el boletín de la Juventud Comunista y hablaba con los padres de los chiquillos o con quien quisiera oírla. Para ellos eso era «trabajar por y para la revolución». La felicidad sería eterna, como la revolución que se avecinaba. No contó con los imponderables. El titiritero, un artista militante orgánico, tuvo que volver a la Argentina al año siguiente de haber conocido a María Julia, convocado por su partido; en la estación de buses le juró regresar.

María Julia no volvió a saber de él y decidió criar sola al hijo de ambos. El artista se había esfumado entre bambalinas. Años más tarde, en la década de los setenta, cuando ella se encontraba en México exiliada por el gobierno de Hugo Banzer, supo por unos amigos comunes, también desterrados, que la dictadura de Videla lo había hecho esfumarse y su nombre figuraba en las listas de los miles de desaparecidos. Le dolió enterarse de la verdad.  Carlos Federico crecería con la figura del héroe ausente.

Nunca le ocultó su origen a Carlos Federico, porque para ella era motivo de orgullo. Años más tarde, cuando se recuperó la democracia y ella pudo retornar a Bolivia, llevó a su hijo ya adolescente a Buenos Aires para buscar a la familia de su papá. A través de la organización Madres de Plaza de Mayo, pudo dar con algunos parientes. Un tío, que no quería saber nada del pasado, se negó a recibirlos, y la abuela con Alzheimer, cuando los vio, no supo quiénes eran. Permanecieron unos días más para conocer la gran ciudad de la que Juan Pablo le había hablado a María Julia con fervor. Tuvieron la oportunidad de recorrer los sitios que, este le había prometido, visitarían alguna vez, tomados de la mano. En las grandes librerías compraron unos cuantos libros para su pequeña biblioteca.

El niño creció cobijado por su madre y sus abuelos maternos. Se educó en un buen colegio privado, porque, pese a su militancia, María Julia quería una buena educación para su hijo y sabía que la de los colegios del Estado era mediocre. Educó a Carlos Federico bajo los principios en los que ella creía. Desde niño le hizo saber que todos los seres humanos eran iguales y le enseñó que era un deber luchar contra las injusticias, pues era la obligación mayor de todo revolucionario, y lo correcto era ser revolucionario.

Los contactos políticos que María Julia mantuvo con algunos líderes del Partido Comunista beneficiaron a su hijo con una beca en Cuba, donde estudió Economía. Por eso no le extrañó que, cuando Carlos Federico regresó con el título entre las manos, se negara a trabajar para los gobiernos «neoliberales» –como su madre y los amigos de esta los denominaban–, pese a que los comunistas bolivianos, tanto los de tendencia soviética como maoísta, hubieran apoyado a partidos políticos contra los cuales antes combatían por considerarlos de derecha, como el MNR.

Todos esos partidos, durante treinta años, desde que se inauguró la democracia del país en 1982, se pasaron el poder en una especie de pasanaku político, pasándose el poder refrendados con una serie de oscuros pactos, en los cuales se repartían el aparato gubernamental, además de sus órganos ejecutivo, legislativo y judicial. El pueblo votaba, pero no elegía presidentes. Estos eran elegidos en el parlamento, entre gallos y medianoche, haciendo eco de un artículo de la Constitución Política del Estado, el cual aviesamente establecía que: «…el pueblo no gobierna, sino a través de sus representantes elegidos democráticamente». «Mientras no cambiemos esta pinche Constitución burguesa, nada cambiará en el país», afirmaba María Julia, y por eso apoyó a los indígenas moxeños, quienes en el año 1990 pidieron asamblea constituyente para reformarla total y esencialmente.

La mujer apoyó a su hijo económicamente mientras este hacía sus correrías políticas en la izquierda nacional. Se sentía reflejada en él. Además, como ella todavía trabajaba y tenía algo de dinero ahorrado, lo siguió manteniendo sin mayores problemas, hasta que él se casó y se trasladó a otra vivienda con su joven esposa.

Carlos Federico despreciaba al Partido Comunista –así como su madre había criticado el indigno papel de los comunistas durante la guerrilla del Che Guevara, pues creía que no debieron abandonarlo a su suerte y, buscando su propio camino, militó en diferentes organizaciones de izquierda, que durante los años de democracia aparecían y desaparecían–. A veces, conseguía trabajo en algunas organizaciones no gubernamentales, dirigidas por cuadros de la izquierda boliviana, mientras que otras, apoyaba a algunos frentes en las elecciones municipales y nacionales. Deploraba la traición del Movimiento de Izquierda Revolucionaria a sus principios socialdemócratas y les reprochaba la espuria alianza con el dictador Banzer. Para él, nada, mucho menos la angurria de poder, justificaba cruzar los ríos de sangre. A veces era tan duro en sus críticas que, más de una vez, se agarró a golpes con excompañeros de colegio o de universidad defendiendo su posición.

Como militante del Movimiento al Socialismo, trabajó en todas las campañas para que Evo Morales alcanzara la presidencia y, cuando el año 2006 esto se hizo realidad, él y su madre lloraron de emoción. ¡Por fin un indígena presidente! Aunque para muchos de sus conocidos —incluso de izquierda—, esto fuera solamente un accidente de la historia, era la gloria para ellos. Ahora sí las cosas iban a cambiar.

Tanto él como su madre tenían una bien cimentada fama de honestos y consecuentes con la revolución. Por eso les pareció una lógica consecuencia que le dieran a Carlos Federico cargos en la administración pública. A él no le importó que se tratara de jefaturas de administración ni recibir sueldos menores; aceptó aquellos cargos sin quejarse, porque sabía que se trataba de un compromiso con el proceso de cambio que se iniciaba. El sacrificio valía la pena. Él creía que este proceso llevaría adelante todo aquello por lo que habían luchado su padre asesinado y su madre: la inclusión de los indígenas, la reforma total del Estado, la transparencia institucional, la lucha frontal contra la corrupción, así como contra el imperialismo yanqui, y tantas otras cosas que muchos de sus amigos no aprobaban, pues consideraban que ellos debían haber organizado la fiesta y se sentían molestos porque les habían arrebatado la utopía, «…propiedad de la clase media, llamada a hacer la Revolución».

La fiesta de la revolución había abierto sus puertas y él era uno de los invitados. Un humilde invitado según Abigail, que se mofaba de su conformismo y le reprochaba no exigir mejores cargos como lo hacían compañeros suyos, quienes ni siquiera tenían profesión.

Pasaron algunos años y finalmente Carlos Federico, por su lealtad al proceso revolucionario, fue recomendado para un puesto en la Aduana Nacional, una institución que tenía fama de ser la más corrupta de todo el aparato estatal y a la cual el gobierno de Evo Morales destinó a algunos de sus mejores cuadros con el propósito de limpiarla.

Sin embargo, a los dos años de ser posesionado como responsable de una dirección, fue destituido del cargo bajo graves denuncias de corrupción. Se lo acusaba, entre otras cosas, de tráfico de influencias para liberar mercadería guardada en los almacenes aduaneros y se rumoreaba que era el recaudador de dinero de un sector de líderes influyentes del Movimiento al Socialismo.

María Julia echó por tierra las acusaciones y lo defendió en más de una oportunidad, enemistándose con amigas y amigos de toda una vida. Uno de ellos, leal y afectuoso, había callado por un tiempo eludiendo hablar del tema por la admiración que le profesaba. Hasta que un día no pudo más y, creyendo que la fatalidad sufrida por su amiga merecía compasión, le dijo: «Pobrecita, justo a ti te tiene que salir un hijo así». Para ella esas palabras, aunque piadosas, fueron dolorosas y lapidarias, pues definían con precisión quirúrgica el malestar interior que sentía, pero se negaba a reconocer. «Hay cosas que no han salido a los medios de comunicación, cosas feas, oscuras, que, poco a poco, van filtrando los compañeros y funcionarios de la aduana al Ministerio de Transparencia, y lo peor… Se dice que lo van a usar como cabeza de turco para salvar a algunos de los capos del Movimiento al Socialismo. Va a ser el chivo expiatorio», le dijo el amigo. «Es mejor que me vaya», le respondió María Julia con voz fingidamente tranquila y salió del café en el cual cada semana se veían.

María Julia, entristecida y enfurecida a la vez, habló con su hijo, no tanto porque los amigos hubiesen insistido en el tema, sino porque ella quería saber la verdad. Carlos Federico negó las acusaciones. «Mamá, tu indignación es espontánea y sincera, lo sé, pero nada de lo que dicen contra mí es cierto; se trata de infamias de “miristas”, “adenistas” y “movimientistas” políticos de derecha que se han infiltrado en el gobierno, son adulones y se tienden al paso de Evo como si fueran aguayo». Puso como ejemplo el caso de un exministro de Desarrollo Agropecuario, a quien, entre otras cosas, se sindicaba de haber negociado con los tractores donados por Venezuela, los cuales eran para los campesinos y fueron vendidos a menonitas. «Escúchame, mami, ¿tú crees que un hombre como él, quien ha dedicado su vida a la revolución, se ha vuelto corrupto de la noche a la mañana? No, no es cierto. Pues en mi caso es lo mismo, son esos carajos ex neoliberales y ahora pseudo indigenistas que se han apoderado del Palacio de Gobierno y quieren ser los únicos en manejar la cosa pública. Le están haciendo un corralito al Evo, no lo dejan conversar con nadie. Han echado a andar la maquinaria de la glorificación, del mito. Es más, ellos siempre me han odiado por mi posición procubana», enfatizó Carlos Federico y María Julia quiso creerle. Ella había criado a un hombre nuevo, como proponía el Che Guevara y en eso no podía equivocarse.

Esa mañana, antes de salir de su departamento, María Julia miró su extraño bonsái y se rio de sí misma al imaginar lo que les iba a contar a sus amigas en el restaurante donde la esperaban para celebrar su cumpleaños. Luego de la pérdida de su mascota, les diría, compró un árbol liliputiense. Presumió que alguna le reprocharía haber comprado una planta cuya existencia estaba marcada por el sufrimiento, pues a esos árboles los deformaban volviéndolos enanos, trasplantándolos de su hábitat a una maceta; otra más comprensiva le advertiría de lo difícil que le sería cuidarlo. Y entonces María Julia les contaría haberlo comprado en una tienda de regalos de la zona sur, «…es un bonsái silvestre, un arbolito en miniatura que existe en el norte argentino conocido como cachi khora; sobrevive con poca agua, en un suelo escaso en nutrientes, a temperaturas bajas y fuertes vientos, por lo mismo, posee raíces muy desarrolladas, pequeñas hojas y tallos cortos y gruesos», explicaría. Les diría que este ya había nacido enano, nadie lo había hecho contra natura y, pertenecía a una variedad tan hermosa, que incluso disecados eran mucho más bonitos. Recién entonces les revelaría haberlo adquirido porque parecía estar inmerso en un otoño eterno y no necesitaba de ningún cuidado, pues era un árbol difunto. Sin embargo, se cuidaría de confesarles que lo había conseguido porque ya no quería sufrir nunca más la perdida de nadie, ni siquiera la pérdida de un vegetal.

Desde que asumió la militancia, su vida se hizo previsible. Se alejó de sus amigos pequeñoburgueses y de las diversiones banales del capitalismo. Además, se volvió ordenada, porque de joven iba por las tardes a reuniones con el partido; por las noches, a pintar paredes contra las diferentes dictaduras de turno y, después del asesinato del Che Guevara, tuvo que hundirse en la clandestinidad –pues ella formó parte del grupo de comunistas que decidió apoyar la guerrilla– aunque sin romper con el partido.

La traición del Partido Comunista al Comandante de América le saló el alma.

En los años sesenta, aun militando en el PCB, su célula fue disuelta cuando el Politburó soviético se enteró que muchos de sus integrantes estaban alentando la vía armada. Los obligaron a estudiar en las escuelas de cuadros de los países socialistas para enderezarlos políticamente.

A su retorno, durante el año de la guerrilla misma del Che Guevara, logró reunir a algunos militantes de su partido quienes, como ella, creían que había que apoyarlo y organizaron una precaria célula urbana, la cual luego serviría de base para que el sobreviviente Inti Peredo reorganizara el Ejército de Liberación Nacional.

Se decía que había sido muy amiga de Inti Peredo y en cierta ocasión este le encargó ejecutar a un traidor, el cual había delatado el paradero clandestino de la poeta Rita Valdivia y dos de sus compañeros de armas, en la ciudad de Cochabamba –en esa masacre, Rita y sus compañeros elenos cayeron acribillados luego de un desigual combate con decenas de militares y policías, luego se supo que Rita estaba embarazada cuando murió –. Se afirmaba que ella había disparado el arma con el cual se dio fin a la vida del delator, ella guardaba silencio sobre el tema.

Incluso había apoyado con todos sus ahorros la posterior guerrilla de Teoponte, aunque más de una vez les había reprochado a los amigos que partirían al sacrificio, que era una aventura, hija de la demencia guevarista, la cual se había posesionado de los idealistas jóvenes. Ninguno oyó sus consejos y se fueron al monte a morir. El darse cuenta de que la sociedad boliviana nunca se sintió culpable por permitir la inmolación de esos muchachos por lograr un mundo mejor, hizo que María Julia se radicalizara más aún.

Después del asesinato de Inti y del fracaso de la Guerrilla de Teoponte, la mayoría de los que quedaba de ese grupo, integrado por algunos de sus mejores amigos y hasta algunos amantes secretos, fueron eliminados por la intensa represión desatada por el gobierno militar de Banzer en Bolivia y el de otros países vecinos con el famoso Plan Cóndor.

Después de esas experiencias no quiso sufrir más perdidas. Tanta era su pena que llegó a pensar que la verdadera revolución era la de crear un mundo sin dolor. Abandonó la militancia activa y se dedicó por completo a criar y educar a su hijo pretendiendo olvidarse de sus ideas.

Sus mejores amigos y amigas eran los sobrevivientes de esos terribles años, todos ellos le tenían un cariño devoto y la admiraban de manera sincera. A veces, alguno de ellos se alejaba porque había logrado un buen puesto en el gobierno de turno, pero luego volvía arrepentido de haber colaborado con la derecha. Tenía también conocidos de otras partes, a quienes hasta podía llamar amigos.

A las ocho de la noche, iba al encuentro de su grupo de amistades de los últimos años.

Mientras recorría el trayecto en un radiotaxi desde Irpavi al centro paceño, pensó en las mujeres que la esperaban en el restaurante. A algunas de ellas las conocía desde hacía una década, desde que decidió volver a la política sobreponiéndose a su radical desencanto, pero no para volver a la vida partidaria, sino para luchar desde su propia condición de género porque creía que la sociedad tenía muchas asignaturas pendientes con las mujeres. Una mañana se había despertado dándose cuenta de que ya no podía soportarse a sí misma, tan resignada, tan desilusionada… ¡Volvió a la vida! Ese día, aceptó que el Muro de Berlín había caído definitivamente, que otras batallas la esperaban y decidió ser feminista: el cuerpo y las reivindicaciones propias de la mujer serían la nueva guerra.  Como ya estaba jubilada, pudo asistir a las reuniones, mítines y manifestaciones realizados a lo largo de los años noventa organizados por las diferentes agrupaciones feministas que habían surgido en Bolivia. En dichos encuentros se fue reconociendo con antiguas camaradas y fue conociendo a jóvenes que la consideraban un ejemplo a seguir.

Así había sido la vida de ella, María Julia, la vieja revolucionaria, la guerrillera urbana, la consecuente, la que nunca se volcó, la que prefirió la clandestinidad antes que doblegarse.

A la mayoría de este grupo de mujeres las había conocido el año 2006, durante las interminables jornadas de validación de la propuesta de género que el Movimiento Mujeres Presentes en la historia llevó a la Asamblea Constituyente realizada en Sucre. El propósito era incorporar algunas de las reivindicaciones en la nueva Constitución Política del Estado. María Julia no estaba de acuerdo con las posiciones radicales de algunas de ellas, pero las quería a todas, porque sabía que el amor es cuestión de voluntad y desde que volvió al activismo optó por aceptar a sus compañeras, tal cual eran.

Cuando llegó al restaurante, las amigas le agradecieron que haya decidido ir, la abrazaron y le entregaron una inmensa tarjeta, la cual mostraba en la tapa: «Vida eterna a la abuela de la revolución feminista», y tenía escritas dedicatorias de cada una de ellas; le aclararon que no había torta ni el canto de Feliz cumpleaños porque eran costumbres burguesas e imperialistas. Rieron juntas, luego llenaron los vasos de cerveza y brindaron por ella. María Julia sabía que lo de Abuela de la revolución no era solamente una frase cariñosa, era parte de la historia que guardaba para los íntimos y ese apodo se lo había ganado en las batallas contra las dictaduras. «Gracias amigas mías, muchas gracias… Sin embargo, quiero aclararles que la revolución no es vieja ni joven, es eterna, porque siempre habrá causas por las que luchar».

La Abuela miró a su entorno, la mujer a su lado señaló que no le gustaba el boliche donde estaban celebrando y se disculpó, echándole la culpa de la elección a otra compañera. Al sentirse aludida, la otra respondió: «Miren, miren por todos lados, la mayoría son hombres, hay pocas mujeres. Este es un local donde los hombres vienen a celebrar la sublimación del machismo boliviano: el viernes de soltero. Lo elegí porque así estamos en el corazón de la masculinidad. Vean cómo nos miran, somos las extrañas, se deben estar preguntado qué hacemos aquí y de seguro han llegado a la conclusión de que hemos venido a buscar hombres. Cada vez que nos miran eligen a una de nosotras para llevársela a la cama». «Lástima que ya no esté para esos trotes», se lamentó María Julia, «porque hay un par de especímenes que no están nada mal, a los que me cogería con mucho gusto y, luego, si te he visto no me acuerdo». Todas rieron a carcajadas y una que otra miró de reojo a los parroquianos, intentando no hacerse notar.

Después de tomar unos tragos, María Julia se levantó para ir al baño, caminó entre las mesas, amagando borrachos y logró llegar sana y salva. La taza estaba tan sucia que prefirió aguantarse. Se dirigió al lavamanos, se miró en la carcomida luna del espejo de la pared: ¿Era ella o lo que creía ser? Se arregló el pelo con las manos; el mundo había cambiado y ella también, pero había cosas que no cambiarían nunca para ellas, así el socialismo hubiera sido derrotado. Una de esas cosas era la ética y la moral revolucionaria.

A su lado, otra mujer usaba toda la artillería cosmética extraída de su cartera, Era una mujer de unos cincuenta y cinco años. Le dio pena verla tan afanada en tapar sus arrugas. «Pobrecita», pensó, «no se da cuenta de que a pesar de su insistencia en embellecerse no podrá hacerlo, pues el espejo tiene memoria, sabe de sus años y sabe que debajo de los polvos y cremas está el verdadero rostro. Patética, no se da cuenta de que se aleja más de su objetivo y solo tapa las señales con las que el tiempo nos acerca a la muerte», la volvió a mirar con lástima y volvió a su mesa.

Distraídas en sus especulaciones, sus compañeras no la vieron acercarse evitando a los borrachos que a esa hora de la noche ya pululaban entre las mesas y, al tenerla encima, cambiaron bruscamente el tema de la conversación. Sin embargo, en estos casos, siempre hay algo en el ambiente que delata a las traidoras: un cruce inteligente de miradas, un gesto de manos, de labios, un pestañeo, una frase o palabra cortada. A ella le pareció oír que su mejor amiga les aconsejaba a las otras diciéndoles: «Paciencia y piedad». De cualquier manera, fue evidente y María Julia no pudo evitar sonreír, logrando incomodarlas. En su ausencia hablaban de su hijo, ella lo sabía, y del proceso que el gobierno le había instaurado por presunta corrupción. Sabía también que las amigas habían optado por no hablar de ese tema delante de ella. Si ni siquiera le reprochaban por la nuera enemiga, peor lo habrían hecho por el hijo, pues era su consentido, y ellas lo sabían, su único hijo, la prolongación del único hombre que la amó y que había desaparecido en la negra noche de las dictaduras.

María Julia ya sospechaba que las denuncias contra su hijo podían ser ciertas, porque en los últimos meses su nuera se había comprado abundante ropa fina y joyas caras; además del auto nuevo, el cual le habían aclarado «fue una ganga». Se costearon un viaje a las playas de Camboriú a pasar la luna de miel que nunca tuvieron. Esas cosas se logran con mucho dinero y el sueldo de su hijo no era para tanto. «¿En qué momento se había jodido su hijo?», se cuestionó en su íntima solvencia.

Sintiendo el incómodo silencio en la mesa, la mujer de su lado izquierdo miró su reloj y sugirió que debían retirarse porque ya se estaba haciendo tarde y la ciudad era cada día más insegura, el otro día nomás habían asaltado a su vecina a las ocho de la noche. María Julia nunca había evadido una buena batalla, pero optó por retirarse, pues sabía que entre las presentes había muchas jovencitas combativas, como ella lo fuera en su juventud. Esas muchachas no estaban interesadas en cosas que no coincidiesen con sus ideas y criticaban cruelmente sin tener en cuenta que todos sus privilegios se lo debían a lucha de gente que había muerto y desaparecido; La cumpleañera asintió con la cabeza. Dividieron la cuenta, cada quien puso su parte y se dispusieron a salir.

La Abuela de la revolución y sus amigas dejaron el bar en silencio. Salieron al Prado paceño –ese territorio que había sido escenario de tantas manifestaciones, golpes de Estado y crímenes, como el de Marcelo Quiroga Santa Cruz, ahí mismo, a media cuadra del local, en la desaparecida Central Obrera Boliviana–. Ya era cerca de la medianoche y el insolente ambiente paceño ya había secuestrado a los vecinos en sus casas. Era viernes y, a esa hora, el frío se mezclaba con el rancio olor de las frituras de chorizos, silpanchos, salchichas y hamburguesas que los puestos callejeros ofrecían a clientes eventuales; también con el aroma caliente del orín de los borrachos que mean en las paredes. «Mezclando todo en uno, el mal olor de la mierda histórica que ha hecho del Prado el centro de la política boliviana», pensó María Julia.

Tomó un taxi y pensó en su bonsái seco, del cual no había dicho ni una sola palabra, recordó que no debía preocuparse por regarle agua. Tampoco tendría que preocuparse por los chismes respecto a su hijo. Cortando de raíz la yerba mala, esta nunca vuelve a crecer. Por eso iría a su casa para sacar la pistola con silenciador que le había regalado Inti Peredo (recordaba nítidamente la vez que se la obsequió, fue después de que ella lo extrajera de una casa de seguridad y lo llevara a otra donde estaría más seguro, porque según la dirigencia guerrillera había que moverlo cada cierto tiempo. Esa vez Inti, en agradecimiento, tomó el arma que llevaba en su abrigo y se la entregó, «Úsala solamente si es necesario», le dijo y ella seguiría el consejo). Luego de recoger el arma, pasaría por el departamento de su hijo y usaría la llave que le habían dado para que ingresara cuando ellos viajaban. Sabía que su hijo estaba en una reunión con el grupo de disidentes del Movimiento al Socialismo, quienes, sintiéndose traicionados en sus recíprocos sueños, cada semana, durante horas hasta el amanecer, entre trago y trago, supuestamente buscaban una alternativa a este gobierno que ellos suponían se había desviado del camino de la revolución. Por lo tanto, no estaría en casa. Al llegar al departamento se dirigiría al dormitorio de la hipócrita de su nuera, la vería durmiendo tranquila y le dispararía a quemarropa.

Después de recoger su pistola, llegó al departamento, abrió, penetró en la oscuridad. Conocía el lugar. Respiró profundamente frente la puerta del dormitorio, ajustó el silenciador y disparó como cuando tuvo que hacerlo para escapar de los esbirros del ejército, en una casa de seguridad en Miraflores. Nunca tuvo miedo de matar, no si se trataba de una causa justa. Estaba entrenada para eso y esta era la mejor de las causas: su hijo y su nieto. Entró, disparó, miró a la mujer muerta en la cama y no se explicó cómo fue que le había dado un tiro tan certero, tan mortal. Tal vez el odio lo puede todo.

Se sorprendió al escuchar unos pasos detrás de ella, al darse la vuelta, vio una silueta, una sombra, la sombra del amante que le habían dicho tenía Abigail («nombre de beata», se decía a sí misma); disparó y escuchó una voz, la voz de un herido. La reconoció; pero su ciega fe en la revolución, poderosa e irracional, seguía intacta y, aunque le pareció entrar de nuevo a la pesadilla de la que creía acababa de salir, no le dolió y ni siquiera se arrepintió de haber herido a su hijo. Quizá estaba buscando que así fuera, porque en estos casos dramáticos se cree saber lo que se hace, lo que se está buscando, pero solamente al final de los hechos, como si fuera una serendipia, se comprende qué se buscaba en realidad.

Ella no tenía por qué saber que la reunión de los disidentes se había cancelado. Eso fue lo último que escuchó, antes de que su nieto saliera de su cuarto y la viera llevarse el arma a la cabeza.

 

 

Homero Carvalho Oliva, Beni, Bolivia, 1957, escritor, poeta y gestor cultural, ha obtenido varios premios de cuento a nivel nacional e internacional como el Premio latinoamericano de Cuento en México, 1981 y el Latin American Writer’s de New York, USA, 1998; dos veces el Premio Nacional de Novela con Memoria de los espejos y La maquinaria de los secretos. Su obra literaria ha sido publicada en otros países y ha sido traducida a varios idiomas; figura en más de treinta antologías nacionales e internacionales de cuento como Antología del cuento boliviano contemporáneo, The fatman from La Paz e internacionales, como El nuevo cuento latinoamericano de Julio Ortega, México; Profundidad de la memoria de Monte Ávila, Venezuela; Antología del microrelato, España y Se habla español, México; en poesía está incluido en Nueva Poesía Hispanoamericana, España; Memoria del XX Festival Internacional de Poesía de Medellín, Colombia y en la del Festival de Poesía de Lima, Perú; así como en la antología Poetas del Oriente boliviano. Entre sus poemarios se destacan Los Reinos Dorados y El cazador de sueños, inspirados en las tradiciones, leyendas y cosmogonías de los pueblos amazónicos de Bolivia y Quipus en las tradiciones y leyendas andinas. El año 2012 obtuvo el Premio Nacional de Poesía con Inventario Nocturno y el 2013 publicó la Antología de Poesía Amazónica de Bolivia y la Antología Bolivia. Tu voz habla en el viento, que reúne a cincuenta y cinco autores, entre ellos a tres Premios Nobel de Literatura hablando de Bolivia. Es autor de la Antología de poesía del siglo XX en Bolivia, publicada por la prestigiosa editorial Visor de España. Premio Feria Internacional del Libro 2016 de Santa Cruz, Bolivia. En el 2017, La editorial El Ángel, de Quito, Ecuador, publicó su poemario ¿De qué día es esta noche?; el año 2019 la Editorial New York Poetry, de Estados Unidos, publicó su antología poética personal Memoria incendiada, al igual que Ediciones AndesGraund de Chile en el 2020, la editorial Buenos Aires Poetry, de Argentina, publicó su poemario Reconstrucción del vuelo. La alcaldía de Lima, Perú, publicó Dimensión del milagro, antología poética personal y las Editoriales Cintra y ARC de Brasil publicaron la edición bilingüe español/portugués de Los Reinos Dorados.