Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

La mujer lagarto

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La mujer lagarto. [Fragmento de novela]

16 Enero 2020

                                                                                   Por Fabiola Sánchez Palacios

MI BODA CON EL GORDOU

El Gordouuu es mi novio y todos lo llaman con respeto “el Ingeniero”, con Ia mayúscula, pues es el Ingeniero de ingenieros, el más Puma de los Pumas universitarios, el más Carlos de los Carlos, el más Gordo de los Gordos, el más hombre de los hombres.  Y el más Slim de todos los Slim. ¡Es Slim el Magnífico!

Pero para mí, es sencillamente ¡Gordou! Soy la prometida de Gordou. Sé que es increíble que Gordou tenga una novia autóctona, pero así es. ¿Que cómo lo logré? Verán, lo conocí aquí, en México, en el Museo Soumaya.

Él no había visto antes algo más “raro-hermoso” que yo. Digo algo porque para él, la palabra alguien se aplica sólo a los cinco primeros lugares de la lista publicada cada año por la revista Forbes. Todos los demás somos algo.

Llegó en su helicóptero (que está mejor que el del Presidente Trump). Carlos Slim Helú, ahora mi prometido, aterrizó en el helipuerto del museo, para inaugurar la exposición Arrebatos Místicos y Eróticos, para la cual convocó a una rueda de prensa a la que mis amigos, reporteros de la revista Contenido, me invitaron.

Decidí hacerme pasar por reportera de Actual, la revista de sociales de Editorial Contenido. ¡Se imaginarán mi disfraz! Pedí joyas, ropa, y hasta zapatos prestados, pues ese era mi momento único e irrepetible. Faltaba una semana para el evento, poco tiempo para preparar la conquista. A veces es necesario recurrir al más allá, con tal de obtener lo que deseas en el más acá, y lo hice. Compré el libro con su biografía para tener algunas de sus imágenes. Consulté el Manual de Psicomagia de Jodorowsky y puse en práctica todo lo que leí: conseguí un corazón de cordero, una foto de Gordou, vertí siete gotas de mi sangre y con un alfiler clavé su amada imagen en el corazón ovino, mientras repetía cien veces Carlos, Carlos, Carlos…

Luego recurrí al espiritismo, casi incendio mi casa con tantas velas encendidas. Consulté astrólogos, adivinos y brujas. La diosa Oshún me dio el triunfo. Hice todo lo que me aconsejaron para agradarle. En un cirio amarillo escribí cinco veces el nombre de Gordou, entrelazándolo con el mío en las vocales donde coinciden, enganchándonos. Después embarré la vela con aceites comprados en el Mercado de Sonora: Sígueme, Vente conmigo, Yo puedo y tú no, Amor, amor, y Dominante. Mandé amplificar la foto que más me gusta de él, la de la portada de un libro. La puse en el fondo de un tazón blanco y la cubrí de miel. Enmielé a Gordou. Encendí la vela en honor de Oshún, y le pedí perturbara sus cinco sentidos, para que me amara sólo a mí. Son cumplidores, mis orixas.

La noche que lo conocí, yo me veía bien, sin llamar mucho la atención; sólo debía modificar algunos detalles de mi apariencia. Hojeando el libro sobre su vida vi una foto de mi respetable suegra y me di cuenta de que era una dama de su tiempo. Entonces estudié muy bien su peinado y lo copié, anchoa por anchoa, (así se llamaban los rizos con que las mujeres se adornaban la cabeza en el siglo pasado, es el peinado que usaban las actrices del cine mudo). Arribé a la inauguración bien vestida, pero con un peinado de los años veinte. Puse atención en que mi maquillaje se adaptara a la época y usé pupilentes color miel, para darme un lejano aire de familiaridad que impregnaría su inconsciente. La señora Slim tenía los ojos y la cabellera más claros que los míos, pero eso no sería impedimento: también me teñí el cabello. Y funcionó, Carlos Slim se enamoró de mí porque lo embrujé.

El día de la exposición ubiqué a su jefe de escoltas y le dije que deseaba saludar al ingeniero, que no portaba nada peligroso. Carlos me vio de lejos y le sonreí mientras le gritaba: ¡Ingeniero, quiero saludarlo! Todas las miradas se centraron en él que, soberbio y con displicencia, dijo: ¡Acérquese!

Cuando me dio la mano se la retuve y lo miré fijo a los ojos, mientras le decía:

—Me quedé soltera por culpa suya.

— ¿Por qué? —respondió sorprendido.

—Decidí esperar a un hombre con una inteligencia siquiera parecida a la de usted, pero nunca llegó, ni llegará —dije, y a él le dio risa.

Después continué con discretos halagos que fueron endulzando sus oídos y se dejó seducir por los mismos. Le salí con el cuento de que quería una entrevista.

—Que mi asistente le dé una cita.

De inmediato me acerqué al asistente y me aseguré del encuentro.

¡Por fin llegó el día! Él se encontraba cómodamente vestido en ropa deportiva, en uno de los amplios salones de su casa de Bosques de las Lomas. En la entrevista le dejé ver que sabía todo sobre su vida. Como regalo le obsequié un libro de cuentos sobre beisbol, el deporte que le apasiona. De vez en cuando deslizaba alguno que otro chiste que lo hacía reír. Así transcurrió una hora muy agradable. Por supuesto, coincidíamos en todo: nuestro gusto por la historia patria; nuestra devoción por los libros antiguos; mi escultor favorito, Rodin; mi pasión por la cultura libanesa; mi admiración por sus antepasados; lo bueno de haber estudiado en la UNAM; lo maravilloso de haber crecido en el barrio de La Merced…

Entendí que si quería que me mirara debía reflejarse en mí, y logré ser para él como un espejo desde la primera cita. Después le dije que no había terminado y pedí una segunda entrevista.

—Ven mañana —me dijo.

Otros treinta minutos de su atención. Cerré aquella conversación con un “¡No sabe cómo admiro su inteligencia, es un privilegio conversar con usted!” Le propuse escribir juntos un libro sobre el beisbol en México. Aceptó.

Hablarle de mi admiración, peinarme como mi suegra, adelantarme a sus pensamientos, fue como humedad filtrándose en el ancho muro de su soberbia. Polvo de mis uñas, vello púbico y gotas de toloache en unos “dedos de novia” (esos dulces árabes tan deliciosos que a él lo vuelven loco), me hicieron ganarme aún más su confianza. Comimos pastelillos, golosinas que ya habían sido revisadas por su jefe de escoltas y por el cocinero. Esa tarde la plática versó sobre la comida libanesa. El lunar que tiene junto a la boca, del lado izquierdo, me indica que es un glotón de cosas dulces y un hombre muy celoso.

Según el feng-shui, su papada indica prominencia, las bolsas bajo los ojos, importancia y su enorme frente, inteligencia.

Dicen que los hombres piden de las mujeres tres cosas: Apoyo, Lealtad y Sexo. Yo podía ofrecerle sólo lealtad y sexo. Carlos ya no necesita el apoyo de nadie, ni el de Dios, creo.

Al siguiente encuentro llevé como obsequio un delicioso keppe aderezado con mi sangre menstrual. A él le pareció exquisito y me dijo que parecía una mujer libanesa.

—Daría mi vida por serlo —respondí.

— ¿Por qué? —preguntó, gozoso de saberse mi dueño.

—Para que el hombre que amo me mirara siquiera —respondí con una intensa caída de pestañas.

Soltó la carcajada; mis embrujos estaban haciendo efecto, iba por buen camino.

Un día, mientras trabajábamos en nuestro libro de beisbol, paramos un rato para comer y durante el café tomó dos copas de coñac, ¡él que, disciplinado, sólo acostumbra una! Eso me dio la pauta y le acepté una sola. Soy tan abstemia como los teporochos, pero al tomar media copa me fingí mareada e indispuesta, entonces avanzó e intentó darme un beso.

—Ingeniero, no juegue con mis sentimientos —le dije con gesto temeroso, como paloma espantada en las manos de un niño.

Cuando requirió mis favores, supe que ése era mi pase de salida y seguí el viejo consejo de las abuelas: “Date a desear y olerás a azahar”.

—Ingeniero, ambiciono algo más importante que lo que usted me ofrece: deseo ardientemente su amistad.

Supongo que, en el fondo, él no quería que yo dijera sí. En mis investigaciones averigüé que tiene un marcapasos en su dulce y tierno corazón y, por supuesto, la más interesada en cuidar que no se agite por ningún motivo soy yo. A mí lo que menos me importaba era tener sexo con él. Carlos es la empresa de mi vida y no iba a echarla a perder con esa descomunal vulgaridad. Como todo hombre de negocios, es un cazador. Pasé airosa la prueba.

Entonces me pidió que fuera su novia y yo le dije que no, porque no sabría cómo manejar algo que ni siquiera había imaginado posible. Pronuncié esas palabras con un tono de voz tan ingenuo que ni la más excelsa actriz hubiera igualado jamás. Así, aseguré el noviazgo, pero nada de sexo. Le juré que era célibe. […]