Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

La Morgue

LA MORGUE

Autora: Araceli Arias

16 Junio 2019

Michelle bajaba de prisa las escaleras para ir a la universidad. Se detuvo al escuchar que su madre, Raquel, lloraba por la ausencia de Andrés, su hijo menor, quien en los últimos tres días no había llegado a dormir. Michelle le dijo que no existía razón para preocuparse; no era la primera vez que Andrés faltaba por sus borracheras. Horas más tarde llamó para saludar a la familia con esa voz típica de embriaguez.

Michelle llegó a la facultad y entró sigilosa al salón para no interrumpir a la profesora Martha, que impartía la materia de medicina forense. La docente enfatizaba a los alumnos las instrucciones de su  próxima visita a la morgue. El sábado se reunirían a las siete de la mañana en el estacionamiento para abordar el autobús. No podrían entrar sin bata, guantes, cubre boca y gorro.

Comenzaba a oscurecer cuando Michelle puso sobre la cama el material para la práctica del día siguiente. De pronto escuchó un golpeteo en la puerta; su madre solicitaba entrar. Demacrada y con los ojos hinchados, el maquillaje de Raquel era infructuoso para esconder su estado de ánimo. Se lamentó de nuevo por la ausencia de su hijo.

–Tu hermano no llega. Aun cuando habló no estoy tranquila. Tu padre no me ayuda a controlar a Andrés; dijo que estaría más tiempo en casa después del infarto que le dio, pero no, se la pasa en el trabajo. Cree que con pagar las colegiaturas…

–¡Andrés no puede continuar así! Tiene diecisiete años y es un adicto– exclamó Michelle.

Raquel sintió que las palabras retumbaron en sus oídos. Los sentimientos de culpa y desesperanza la hicieron desvanecerse. Era la media noche cuando le dijo a Michelle que lo internaría en una clínica de rehabilitación.

Michelle llamó a su novio Roberto para pedirle que buscara a Andrés en los antros que solía frecuentar;   él era un apoyo para la familia, máxime ahora que tenían planes de boda.  Roberto trató de reconfortar a Michelle brindándole todo su  apoyo para ir en busca de Andrés, le pidió que estuviera tranquila, pues, debía  descansar para su práctica de la  universidad,  le prometió que la llamaría tan pronto como supiera algo de su hermano, Michelle sabía que podía confiar en sus promesas. Con la ternura que caracterizaba su relación se despidieron.

Michelle despertó sobresaltada al darse cuenta de que era demasiado tarde para llegar a la universidad.  Decidió enviar un mensaje por celular a Martha para informarle que los alcanzaría en la morgue.

El autobús arribó a las ocho. Martha condujo a los alumnos hacia la puerta de admisión del Servicio Médico Forense. Les indicó que se pusieran las batas y permanecieran en la sala mientras los recibía el doctor, quien les informó que entrarían al anfiteatro para después realizar el recorrido por las instalaciones; no era necesario esperar porque tenían un cadáver recién ingresado y los patólogos deseaban comenzar la necropsia.

Los alumnos fueron conducidos a la sala de autopsias. Por la temperatura fría y la primera experiencia se sentaron muy juntos uno de otro. Ante las miradas y movimientos nerviosos de los  espectadores, un técnico apareció con el cadáver cubierto por una sábana blanca en una camilla. Se detuvo delante de la mesa y colocó el cuerpo boca arriba. El técnico miró a los asistentes, perturbados por la incertidumbre de lo que iba a suceder. Revisó que el material e instrumental estuvieran dispuestos e invitó a los muchachos a sentarse al frente.

–Acérquense, no se los va a comer, es sólo un cadáver. Esto debe ser cómo cuando van al teatro o a un  concierto hay que estar en primera fila. Mostraba sonriente el instrumental: bisturí, pinzas aserradas, cuchillo de disección, sierra vibratoria, martillo, cincel y tijeras.

–Todo en orden– dijo. Tomó el auricular e informó al patólogo que todo estaba listo, minutos después este apareció solemne, vestido impecablemente para su mejor cirugía.

El médico comenzó describir el cadáver, orientándose en el mismo en todas direcciones como si fueran puntos cardinales; El técnico tomaba notas y fotografías como si se tratara del acontecimiento más fastuoso que se quiere recordar.

–Las uñas, la sangre y el cabello hablarán en un momento en el laboratorio –agregó el doctor.

Explicó que comenzaría la autopsia craneal estirando la mano para recibir el instrumental; la sierra iluminó la cabeza rodeándola con vibraciones. El ruido y el olor de la perforación hizo que algunos alumnos no quisieran observar, pero Martha, inquisidora, los miró retándolos para que no perdieran detalle.

El doctor limpió el hueso de la cabeza, sacó la calota craneana y como un trofeo mostró el cerebro a los alumnos. El técnico cubrió la cabeza abierta para que se concentraran en el estudio del cerebro tan preciado órgano.

Michelle llamó a Martha para decirle que estaba en la entrada de la morgue. De prisa recorrió los pasillos que le parecieron interminables. Minutos después apareció en la sala acompañada de la profesora. Su rostro tapado por el cubre bocas y la gorra dejaban ver sus ojos ansiosos. Se colocó en primera fila junto con sus compañeros y percibió aquel olor putrefacto.

Michelle se sintió en un cementerio. Sus pensamientos se volvieron lúgubres.

“Estas paredes parecen estar vestidas de luto. Los  techos besan la tristeza, impregnados por los ecos de dolor de algún familiar que espera al ser que llegará en algún féretro”. Sus pensamientos fueron interrumpidos por Martha que le pidió explicar cada parte del cerebro. Michelle recobró el aliento, y pasando sus dedos cubiertos por el látex expuso:

–Esta es la cisura lateral de Silvio, el tronco encefálico, la médula espinal…– Y así continúo describiendo, a lo que se sumaron sus compañeros.

“Recién describí ese órgano en el que sin duda en algún tiempo giraron como astros emociones, sentimientos y esperanzas”.

La voz del médico la hizo volver de sus pensamientos cuando preguntó:

–¿Quieren ver la ínsula?

Todos, más relajados, contestaron que sí.

Les dijo que lo haría sólo sí le indicaban dónde estaba.

Como si fuera adivinanza unos decían una cosa y otros algo diferente. Finalmente lograron identificarla.  El médico procedió a separar los lóbulos frontal y temporal para mostrar la ínsula: Esa diminuta corteza enterrada por el resto de los hemisferios.

–¡Vean! No es lo mismo aprender en los libros que ver un cerebro fresco– inquirió el doctor.

“Los libros construyen el conocimiento al mismo tiempo que el desconsuelo: Son luto. La muerte y el conocimiento están amalgamados. El dolor es el saber. Sus sueños mueren mientras los nuestros brotan”. Recapacitaba Michelle.

El vibrar de la sierra la sacó nuevamente de sus pensamientos.

El médico y el técnico continuaron su trabajo al tiempo que explicaban.

–Cortamos desde los hombros hasta la segunda costilla con mucha delicadeza para no dañar los pulmones– expresó el técnico.

Michelle palideció ante el olor a sangre y el cuerpo abierto, respiró profundamente y se abandonó una vez más en sus pensamientos.

“Bajo esa piel se descubre el aprendizaje; en ese pecho del que alguna vez brotaron mariposas  hoy corren  arroyos que no encuentran remolinos”.

Las canaletas del fregadero se tiñeron de rojo con la extracción de cada órgano y el análisis minucioso. El cuerpo lucía como las vértebras de un pescado. Completamente abierto dejó gotear su sabiduría cuando el doctor mostró como trofeos: hígado, riñones, corazón, pulmones. Luego solicitó a dos hombres que se encontraban en la sala próxima que trajeran algunos órganos del trabajo recién terminado. Éstos,  inmutables, degustaban del desayuno sentados en la plancha a los pies de los recién autopsiados. El corazón y los pulmones fueron recibidos por el médico, quien hizo algunas comparaciones de la limpieza y perfección de los órganos del  cuerpo recién autopsiado.

–Estas viseras murmuran ciencia para  ustedes– dijo con una expresión de satisfacción.

Minutos después el técnico reconstruyó el tórax: succionó, rellenó, suturó y perfumó con formol. El médico preguntó a los alumnos los pormenores del cuerpo y la causa de la muerte. Éstos hicieron su diagnóstico. El técnico llegó al cuello, encajó la calota y puso el cuero cabelludo. Michelle palideció; su corazón dio un vuelco y sus piernas se debilitaron al descubrir en ese cuerpo inmóvil el rostro de su novio Roberto.