Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

La ley de los caminos

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Por Luis Fernando Escalona

16 Julio 2020

 

En una loma, a las afueras de la ciudad en ruinas, dos hombres contemplaban lo que alguna vez fue una autopista.

Los colosos puentes que se habían erguido sobre poderosas torres de concreto no eran más que penosos durmientes de asfalto y algunos huesos se asomaban entre la chatarra aplastada. Lo más desolador de contemplar una imagen así era la escalofriante idea de que alguno de esos restos humanos podría haber sido de algún amigo o familiar.

Pero los dos sujetos tenían su atención fija en lo que había más allá de la autopista: una espiral de humo se elevaba hacia el cielo.

—El otro grupo ha acampado —dijo uno de ellos.

El tipo a su lado no respondió.

—¿Atacaremos? —insistió el primero.

—No —dijo el más alto—. Quiero saber primero sus intenciones.

—Pero han venido a combatir, Lamar.

—Lo sé.

El sujeto esperó que Lamar dijera algo más y por un momento sólo escucharon el silbido del viento en sus oídos.

—Enviaré a Isaac a investigar.

—¿Estás seguro?

—Sí —dijo Lamar—. Todos sus amigos se quedaron en el otro grupo después del derrumbe. Sólo a él lo recibirán como un miembro más de su horda.

—¿Y si nos traiciona?

—El código es claro. La deslealtad se castiga con la muerte y los grupos tienen prohibido recibir traidores.

Ambos miraron hacia lo lejos, esperando nada en realidad.

—Ve y dile a Isaac que venga.

—¿Le anticipo una tropa para su viaje?

—No —sentenció Lamar. Por primera vez sus ojos de hielo miraron a su compañero—. Isaac irá solo y solo regresará. Si es lo que lo logra.

 

*****

 

Isaac labraba la tierra cuando vio que Yared, un hombre de barba descuidada, ligeramente rechoncho y con el pelo alborotado, se acercaba.

—Lamar te necesita.

Sin soltar el azadón, Isaac caminó en dirección a la loma y Yared lo siguió.

Una vez en el lugar, Isaac vislumbró que Lamar miraba al otro lado de la autopista y se detuvo. Cuando Yared estuvo junto a él le susurró:

—¿Qué sucede?

—Lamar está preocupado —respondió Yared.

Isaac quiso insistir pero su compañero señaló al otro lado de los puentes derrumbados, y entonces vio el motivo de su alarma: era humo que se levantaba hacia las nubes.

Los ojos de Isaac se iluminaron de pronto, pero Yared no dijo nada. Le hizo un ademán con la cabeza para que se acercara al líder e Isaac obedeció. Se colocó junto a Lamar, quien puso la mano en su hombro y le dio unas palmadas amistosas.

—¿Es una invasión?

—No sabemos —respondió el líder.

—Mientras no crucen hacia acá, no habrá problema.

—Ya cruzaron.

Aquello tomó a Isaac por sorpresa.

—En cuanto nos vieron ascender regresaron —explicó el líder.

—Quizá es un grupo nuevo y sólo exploraban…

—Tu amigo Elías está con ellos.

Isaac sintió que su pecho golpeaba con fuerza, pero hizo un gran esfuerzo para que su rostro se mantuviera apacible.

—¿No te sorprende? —instó Lamar; había cierto tono de intriga en su voz.

—Desde los derrumbes no lo veo; quizá ya ni se acuerde de mí.

—Pero tú sí de él… y de tus otros amigos —y al ver que Isaac no decía nada, agregó—: y de Rebeca.

Isaac se desmoronó y una imagen lo llevó de vuelta al holocausto; la imagen de los puentes cayendo sobre la gente, de los edificios desplomándose, las explosiones de las bombas rompiendo el cielo, sus amigos separados por la opresión…

—Quieres que vaya con ellos, ¿no?

—Si aún te consideran amigo, te recibirán con agrado —dijo Lamar.

—¿Y si no?

La pregunta estaba de más e Isaac lo sabía.

—El bienestar del grupo es primero —sentenció el líder—. Es tu deber.

“Si no lo hago, Lamar me considerará un traidor y me asesinará; o lo más seguro es que lo haga el otro grupo”, pensó Isaac. “Pero al menos podría ser una oportunidad para…”

—¿Isaac?

“… verla una vez más”.

—Iré —dijo al fin.

Lamar sonrió con agrado.

—Prepara tus cosas —ordenó—. Cruzarás hoy mismo, solo.

Lo sabía.

—Si es una invasión no puedo arriesgar más elementos.

—No, claro —respondió Isaac—. Con uno basta.

Y se alejó.

—Di a los hombres que preparen sus armas —le ordenó Lamar a Yared, una vez que estuvieron solos—. Si Isaac no regresa, sea que lo maten o nos traicione, estará claro que ese grupo viene a combatir.

 

*****

 

—No deberíamos ir a esa marcha —dijo Rebeca, recostándose en el pecho del joven.

Habían pasado toda la tarde juntos en el pequeño departamento que rentaba él, viendo películas y haciendo el amor; prometiéndose cosas para el futuro que comenzaban a idealizar.

—¿Por qué lo crees?

—¿No viste cómo lincharon a los de San Bernardo?

—No los lincharon, Rebeca, los mataron.

—Quizá por eso no deberíamos ir.

—Al contrario.

Ella se levantó y acercó su rostro. Al verla así, le daban ganas de renunciar, de tirar los ideales y huir con ella lejos del caos.

—¿Ya no recuerdas lo que le pasó a tu hermano?

El dulce rostro de Rebeca se oscureció.

—No se me olvida lo de David.

—Ven —le dijo Isaac. Rebeca volvió a recostarse—. Pronto terminará y nos iremos.

 

*****

 

Isaac miró hacia atrás una última vez antes de partir. En la loma, junto a la autopista, se encontraban Lamar, Yared y dos hombres más del grupo, que iban armados con machetes.

—Cuídate —le dijo Yared.

Isaac no dijo nada y continuó hasta que sus pies estuvieron muy cerca del asfalto, donde se detuvo, como si temiera que la autopista lo deglutiera en sus entrañas de concreto.

—Tienes un día —sentenció Lamar—. Si no vuelves para entonces…

—Lo sé.

“Siento como si me estuvieran expulsando”, pensó. Y cuando puso su pie sobre la carretera, agregó su mente: “En realidad sí, es el exilio de un lugar a donde nunca has pertenecido”.

Isaac colocó el otro pie sobre la autopista y comenzó a caminar. Mientras avanzaba, su mente le trajo de vuelta los sonidos de una batalla perdida.

La multitud en la gran avenida, la que tenía dos enormes puentes que se extendían más allá de la autopista. Isaac, Rebeca, Elías y Tomás iban con los estudiantes. Marchaban también los grupos de protesta y los ciudadanos hartos de la tiranía, aquellos que reclamaban la vida de sus hijos caídos y de los muertos sin nombre en la guerra.

La avenida estaba llena; no se veía el principio ni el fin de aquella humanidad. La marcha iba confiada bajo los puentes, protegida por los durmientes de asfalto que impedían el paso de las tropas.

Isaac pensaba que aquello era un suceso importante, pues nunca se había visto a tanta gente unida por un objetivo común. Se hablaba de guerra civil, de golpe de estado, de caos; pero el pueblo estaba decidido a pagar el precio. Confiaba en la fuerza que había tomado el movimiento y creía que podría lograr la renuncia de sus gobernantes.

Rebeca compartía los ideales, pero también aspiraba a una vida tranquila. “Será la última”, le dijo Isaac, y ella confiaba en él.

Elías y Tomás, sus dos mejores amigos, también simpatizaban con los movimientos estudiantiles. Habían crecido los tres en un lugar de ensueño, venían de familias que querían alcanzar una posición social que sobrepasaba sus posibilidades, y habían encontrado en su complicidad la salida y el consuelo ante un mundo que los había comenzado a desilusionar desde temprana edad.

Los juegos infantiles habían dado paso a las fiestas, a las chicas, a las drogas, al despertar de la realidad familiar, a los engaños de un padre, al por qué de un hermano encarcelado, de una hermana embarazada por un irresponsable, a las frustraciones escolares, a la vida misma; a una vida que era distinta de la que les habían hecho creer. Luego vinieron las obligaciones, los pasatiempos. Tomás era músico, Elías devoraba libros, Isaac escribía, Rebeca era pintora; y todos ellos, y muchos más, creían que la educación y la cultura debía ser pieza clave en la transformación social. Ellos también estaban heridos por los compañeros que habían perecido ante la negligencia, ante la ambición, ante el dolor de las familias que se preguntaban las razones de un gobierno que no se tentaba el corazón para arrancarles sin piedad a sus hijos. Todas las voces dolidas y hambrientas del pueblo estaban ahí, ese día, unidas para combatir.

De pronto, el rugido de las máquinas desgarró la serenidad del aire y rompió el silencio de un lado a otro. Los motores del primer disparo incendiaron el cielo a su paso y estallaron sobre el asfalto, despedazando los puentes. El segundo impacto colapsó una de las columnas centrales y el resto del durmiente se vino abajo.

Los gritos inundaron la avenida y la gente se dispersó en todas direcciones, saliendo del camino principal. Y ahí, entre los edificios que se levantaban por ambos lados del circuito, brotó, como un enjambre, el brazo oscuro de la Ley. Las metrallas resonaron una y otra vez en contra de los civiles. La gente chocaba entre sí, tratando de escapar de los puentes que se venían abajo ante los disparos de los aviones. Rodeados por los agentes, muchos fueron cayendo ante las balas o aplastados por el concreto.

—¡Rebeca!

Habían echado a correr hacia el frente, sin mirar atrás ni detenerse, librando los primeros impactos y la zona de desastre. Pero entre tanta gente, Isaac había perdido de vista a Rebeca y a sus amigos.

Volvió a gritar su nombre y escuchó una vocecita que le respondió.

Agazapada junto a un muro de contención, Rebeca estaba en cuclillas cubriéndose de las balas y las piedras que rebotaban. Isaac corrió en esa dirección, la tomó de la mano y continuaron corriendo; sin embargo, en diferentes puntos, adelante y atrás, los puentes seguían desmoronándose, mientras los agentes disparaban desde los edificios.

Las esperanzas en el futuro también se desplomaban.

 

*****

 

Isaac se detuvo a inspeccionar los restos de un coche aplastado. Vio huesos rotos y se preguntó hacia dónde se habría estado dirigiendo el conductor.

Siguió hacia el otro lado y salió de la autopista. Se perdió a la vista de sus compañeros y descendió sobre el terreno. Más lejos había otro camino, los valles, las ciudades abandonadas y prohibidas. Pero cerca de ahí, un campamento esperaba.

Dos hombres fueron a su encuentro. En señal de advertencia levantaron sus armas.

—Busco a Elías —les dijo. Aquellos no se movieron—. Soy Isaac.

Uno de ellos descendió hasta el campamento y se introdujo en una tienda de campaña. Momentos después salió y le silbó a su compañero, haciéndole una seña para que lo dejara pasar.

El hombre escoltó a Isaac hasta la entrada. La gente lo miraba con recelo por ser un intruso. Isaac buscaba rostros familiares; uno en particular. Pero no lo encontró.

—Pasa —dijo una voz en el interior de la tienda.

Una vez adentro, Isaac contempló a un hombre en la penumbra.

—Sigues siendo el mismo que dejé de ver después del último derrumbe.

—¿Elías?

El hombre se levantó y fue a su encuentro. Se abrazaron. Isaac encontró al amigo que el camino le había arrebatado, cuando las pandillas se crearon, cuando cada grupo quedó en un lado diferente de las avenidas. Desde entonces decidieron seguir rutas diferentes, sin poder entrar de nuevo a la ciudad, sin lograr atravesar los puentes derribados, sin permitirse la oportunidad de reconocerse de nuevo, debiéndole al grupo donde habían quedado una lealtad forzada, lo único que tenían para sobrevivir.

Elías era delgado, moreno, con el cabello ligeramente largo. Lo único nuevo que Isaac descubrió en él fue una cicatriz que le atravesaba el rostro.

—Volvieron.

—Hay noticias de que otros grupos están entrando en la ciudad. —dijo Elías.

—¿Guerra?

Elías movió la cabeza hacia los lados.

—Están tirando las armas para poder darse la mano.

—¿Por eso regresaron?

—Y los que te conocemos, teníamos esperanza de que estuvieras vivo.

—¿Teníamos?

—Tomás, yo…

—¿Y…?

—Ella sigue con nosotros.

Isaac suspiró aliviado.

—¿Cómo está?

—¿Por qué no lo averiguas?

Salieron. Isaac contemplaba los rostros de aquellas personas, como queriendo reconocer su propia historia. Ellos lo escudriñaban como lo que era, un invasor, alguien de otro grupo que no era precisamente bienvenido en este lado del camino.

De pronto, otro hombre se acercó. Isaac tardó unos segundos en reconocerlo.

—Tomás —susurró.

Su amigo, de cabello rojizo y barba desarreglada, lo abrazó.

—Me da gusto saber que sigues vivo.

Por primera vez, Isaac logró esbozar una sonrisa.

—Es como si el tiempo no hubiera transcurrido.

—Pero lo ha hecho —dijo Elías. Isaac frunció el ceño.

Sus amigos se apartaron e hicieron una indicación a la gente para que abriera paso al recién llegado. Al fondo, estaban un niño y una mujer.

Lentamente, con el peso de los años desbordándose en el pecho, Isaac se acercó. Cuando estuvo a unos centímetros de ella, se buscó en el interior de sus ojos. Era ese color ébano que tanto amaba, ese cabello oscuro, su piel morena. Triste, pero hermosa.

—Esperé tanto por este momento que no sé ni qué decir.

Ella sonrió y rodeó su cuello con ambos brazos. Isaac la tomó de la cintura y la atrajo.

—Todo ha valido la pena por llegar a este momento.

—Te hemos esperado tanto —dijo ella.

—¿Hemos?

Sin dejar de sonreír, Rebeca dejó que el niño se colocara a su lado.

Para sorpresa de Isaac, se vio a sí mismo en las pupilas del pequeño.

—¿Él…?

Rebeca volvió a sonreír y afirmó con la cabeza. Isaac acarició el pelo del niño.

—¿Cómo te llamas?

—Él no habla pero sí te escucha. Se llama Jacobo.

—Es hermoso.

—Lo es porque se parece a ti.

Isaac abrazó a Rebeca, deseando que el tiempo se apartara de ellos.

—Difícil estar partido entre dos mundos —dijo él.

—Isaac —intervino Elías, acercándose—. Tenemos que hablar.

Los hombres, Rebeca y otros miembros del grupo se encaminaron con Isaac al interior de unas de las tiendas. Isaac se desmoronaba, como los puentes del camino.

 

*****

 

Los sobrevivientes se habían reagrupado a las afueras de la ciudad. Y la causa se propagó como una enfermedad, según fue considerada por los gobiernos. Y cada puente y cada suburbio fueron devastados.

Pero antes, Isaac, Rebeca, Elías, Tomás, Lamar, Yared, y muchos otros más, comenzaron a andar por las autopistas en busca de otros, en busca de sitios donde guarecerse de las cacerías. De pronto, un día, escuchaban el rugido de los aviones y las centellas que cubrían el asfalto, obligándolos a correr, a ocultarse, a sucumbir.

Fue en esas dispersiones, en medio de puentes caídos y caminos rotos, que la gente optó por dividirse y seguir al grupo en el cual habían quedado, sin oportunidad de cambiar o regresar. Al principio se hizo para protegerse, luego por territorio, por hegemonía entre unos y otros, por poder. “Repetimos la misma acción que nos obligó a dejar atrás nuestras vidas”, había dicho Elías.

Y fue uno de esos ataques, cuando se desplomó uno de los grandes puentes de la carretera, donde todo terminó para Isaac y para los demás. Elías, Tomás y Rebeca habían quedado de un lado del camino. Isaac en el otro; junto con él, Yared y Lamar, quien tomó la dirección de su grupo, que optó por asentarse a las orillas del camino, mientras que el grupo de Elías se iba con las esperanzas de Isaac en el vientre de Rebeca, con sus sueños y promesas en el polvo y en las huellas que el tiempo fue borrando.

Ahora, tal vez, eran más viejos y más sabios. Pero la amistad entre ellos no se había quebrantado. Ni siquiera el amor entre Rebeca e Isaac, y más sabiendo ahora que era padre de Jacobo.

Con el paso del tiempo los grupos fueron entrando a las ciudades otra vez. Algunos tuvieron que luchar contra las fuerzas represoras; otros simplemente regresaban a ocupar y a reconstruir el pasado abandonado.

Y por eso, el grupo de Elías decidió regresar y buscar la manera de convencer a Lamar y a los suyos de unirse nuevamente y marchar hacia la ciudad. Isaac sería el encargado de llevar la petición a su grupo y esperar la resolución. Si no, tendría que quedarse y ver a los suyos partir otra vez.

—Puedes quedarte con nosotros —dijo Elías—. Nuestro grupo está de acuerdo.

—Pero no el de Lamar —replicó Isaac.

—¿Temes que te mate? —le preguntó alguien.

—No, temo las represalias contra ustedes.

“Y contra los míos”, pensó.

—Si ese fuera el caso, tendríamos que pelear —aseguró otra persona—. Es la ley del camino.

—Pero si ya estamos rompiendo la ley al aceptar a Isaac en nuestro grupo —dijo Tomás—. Estaría dispuesto a correr el riesgo.

—¿Y tú? —le preguntó Rebeca a Isaac.

Pero Isaac no supo qué responder.

—Primero tendría que avisar a Lamar —sentenció Elías—. Si él se niega, entonces tú decidirás.

Pero Isaac sabía que si regresaba y Lamar se negaba a reunirse para entrar a la ciudad, no tendría oportunidad de abandonar el grupo. Lamar lo consideraría un traidor; lo demás, obedecía a la ley de los caminos.

—Mañana nos iremos —dijo Elías—. Al amanecer.

Isaac no tuvo el valor ni de mirarlos a los ojos.

—Volveré a informar ahora mismo —dijo Isaac.

—¿Tan rápido? —intervino Rebeca.

—Es mejor así —concedió Tomás—. Si mañana te vemos de este lado del camino, sabremos que…

—Lo sé.

—Anda entonces —dijo Elías—. Le diré a una patrulla que te escolte.

—No —dijo Isaac—. Si los ven, podrían tomarlos como amenaza. Solo me fui, solo debo regresar.

—Eres un hombre leal —dijo Elías.

—Pero ¿a quién? —sentenció Rebeca, poniéndose de pie. Luego, salió de la tienda.

 

*****

 

Rebeca contemplaba la carretera cuando Isaac se acercó.

—Tan breve nuestro encuentro que parece un espejismo —dijo ella sin mirarlo.

—Sólo cumplo mi deber. Aunque daría lo que fuera por estar de este lado del camino.

—Ahora lo puedes estar —dijo Rebeca tomando su mano—. Jacobo te necesita. Y yo también.

Isaac la abrazó.

—Ya una vez tu lealtad nos separó.

—Te soy leal a ti —dijo él.

—¿Yéndote?

Por unos momentos no dijeron nada más.

—Quizá mañana no vuelva a verte nunca.

—Todavía no llega mañana —replicó Isaac.

—Teníamos esperanzas.

—No las pierdas —le dijo él de frente—. Yo no las he perdido.

Y la besó.

Al cabo de un rato, llegaron Tomás y Elías.

—Es momento —dijo Isaac.

—Si Lamar nos ataca —dijo Elías—, tendremos que pelear.

—Yo no levantaré mis armas con ustedes.

—Ni nosotros contra ti —concluyó Tomás.

Isaac los abrazó a todos y partió. No quería ni pensar en la sensación atroz que le invadía al tener el asfalto, clavándose en sus pies.

—Si te sirve —dijo Elías—, tomaremos la ruta del este y seguiremos de frente.

—Está bien —dijo Isaac sin mirar atrás.

 

*****

 

—¿De modo que regresaste? —dijo Lamar, burlón.

Isaac le informó sobre los acontecimientos recientes y por primera vez reparó en algo: el grupo de Elías parecía elegir por unanimidad, no por la voz de un solo líder, como aquí.

“Tendemos a repetir los mismos errores”, pensó Isaac.

—¿Y qué decidirás? —le preguntó el recién llegado.

—No arriesgaré a nuestro grupo a entrar a la ciudad para ser bombardeados otra vez. Aquí es seguro.

Isaac sintió que los puentes se desmoronaban en su interior, pero se mantuvo en pie.

—Buen trabajo —dijo Lamar—. La verdad pensé que nos traicionarías.

—Sólo promete que no los atacarás.

—No tengo por qué. Que sigan su camino y nos dejen en paz.

—Está bien —dijo Isaac saliendo de la tienda del líder.

A la mañana siguiente, el grupo de Elías partió. Lamar y Yared estaban en la loma contemplando su avance. Pero Isaac no quiso ir. Ese día permaneció callado, realizando sus actividades cotidianas. Y fue hasta media noche, cuando tomó sus cosas y salió de la tienda de campaña.

Conforme se acercaba al camino, alguien más, desde algún rincón de la oscuridad, se le acercó.

—¿Te vas a casa?

Era Yared. Su tono conciliador y su sonrisa nostálgica le indicaron a Isaac que no corría peligro. Tardó unos segundos en asimilar aquellas palabras: a casa. “Sí, me voy a casa. A casa”, pensó.

—Eres leal —dijo Yared.

—Lamar no lo verá así.

—Pero ya lo escuchaste, no se arriesgará a entrar a la ciudad. Tú y tus amigos estarán a salvo.

—¿Por qué no vienes conmigo?

—Este es mi grupo.

—También el mío pero…

—Tu hogar siempre estuvo al otro lado del camino, Isaac. Yo estoy bien aquí.

Isaac y Yared se abrazaron.

—Gracias.

—Cuídate. Y no mires atrás.

—Nunca. Es la ley de los caminos.

Isaac se internó en el abismo de la noche y siguió por la ruta del este. Yared se quedó ahí, hasta que su amigo fue deglutido por la oscuridad. Miró al cielo y pensó que el mundo, al otro lado de la autopista, podía comenzar a ser mejor.