Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

La hija boba

Autor: David Kolkrabe

 

Octubre 2021

 

1.

Como todos los días desde que aprendió a valerse por sí misma, Teresa preparó el almuerzo para su madre luego de limpiar la casa. Era la hija boba y única de un matrimonio que empezó a desmoronarse por culpa de los temores que significaban enfrentarse a la crianza inusual de una persona que requería más cuidados de lo normal. Aquella tarde, Remedios invitó a Rosario, una de sus amigas más cercanas, a comer con ellas. Le tenía gran afecto porque fue la única que le ayudó en la crianza de Teresa cuando debía irse a trabajar o cuando necesitaba dinero para sus gastos.

La alarma sonó y despertó a la niña, que pronto cumpliría dos décadas de vida, de su siesta matutina. Tenía la costumbre de sentarse en su cama, con la espalda corva y la mandíbula desencajada, mientras miraba hacia la pared y algunas gotas de saliva caían por las comisuras de sus labios. Luego, una segunda alarma la despertaba de su letargo, se levantaba y mecía a su muñeca como bebé hasta que el sonido cesaba. Le gustaba el rosa y solía vestir con pintorescas faldas de tutú y un camisón. Se puso sus zapatillas y fue a la cocina a servir el plato de su mamá.

—Teresita, hija —le dijo con dulzura su madre apenas le llevó el plato—, hoy invitamos a Rosario, ¿lo recuerdas?

La niña no despegó la mirada de los ojos de Remedios. No parpadeaba, ni hacía algún gesto con su rostro; sólo tenía entreabierta la boca y sus pómulos coloreados.

—Sirve otro plato para ella. ¿Entiendes?

—Sí —respondió entre balbuceos.

Teresa dio la vuelta y corrió hasta la cocina. Las amigas vieron cómo desapareció tras la puerta con sus piernas largas blancas y su espalda jorobada, que parecía el asa de una jarra.

—¿Qué piensas hacer para su cumpleaños? —preguntó Rosario mientras esperaba el plato de comida.

—No creo que pueda hacerle una fiesta este año. Aunque sigue siendo una niña, su cuerpo ya es el de una mujer y sus gastos aumentan. Quién diría que una boba también menstruaba… —se llevó la mano a la cabeza e hizo un gesto de dolor con su rostro—. Además, el médico le cambió los calmantes a unos más potentes, pero también más costosos —sentenció con voz firme, pero cortada.

—¿Qué te pasa?

—Este maldito dolor de cabeza. No me lo soporto. Sí, sí, lo sé —se apresuró a decir antes que su amiga la interrumpiera—, debo hacerle caso al doctor. Hoy me llegaron los medicamentos y le pedí a Teresita que me trajera una pastilla con el almuerzo todos los días. ¿Ves? —señaló el plato—. Aquí está.

Teresa regresó con la comida de la invitada y se dispuso a comer. Por lo general, cuando Remedios invitaba a alguien a la casa, la niña armaba un escándalo porque se sentaban en su lugar en el comedor o movían de lugar algún objeto. Con Rosario no ocurría así: tanto tuvo que lidiar con Teresa que ya conocía todos sus caprichos, lo que debía y no debía hacer en su presencia, menos en su casa. Sabía que no podía hacerle preguntas complejas porque no respondería, aunque entendía perfectamente las órdenes que le daban; sólo sabía decir «sí» y «no»; debía dormir dos siestas de una hora, una en la mañana y otra en la tarde, además de las diez horas de sueño en la noche; se alarmaba cuando había un pequeño cambio en la disposición de los muebles en el hogar o cuando alguien utilizaba el baño en la hora que ella tenía marcada para ocuparlo.

—Hijita —dijo Remedios a Teresa cuando terminó de comer—, por favor ve a lavar la loza y después puedes ir a dormir.

La niña caminó hasta la cocina con los platos de las tres. Se le escuchó abrir la llave del fregadero. Las amigas se sumergieron en la conversación hasta que la vieron dirigirse a su habitación con las manos empapadas y su muñeca en brazos.

—La lleva a todas partes —recalcó Remedios entre risas—. Se llama Lady Hilton, pero ella la llama Le. No es capaz de decir más, mi pobre hija.

Bostezó. Los sábados comían fríjoles, arroz, chicharrón, aguacate, chorizo, plátanos y huevos fritos. Remedios disipaba la pesadez con una caminata vespertina por el parque o en algún centro comercial, pero ese día no tenía ganas más que de tomar una siesta. Volvió a bostezar y los ojos se le aguaron.

—Lo siento, Rosario, pero el sueño me puede. ¿Me permites ir a descansar media hora? —se levantó del comedor—. Puedes ver televisión o leer una revista mientras regreso.

Rosario, como le indicó Remedios, encendió el televisor y se entretuvo por más de una hora hasta que escuchó a alguien caminar detrás de ella. Volteó y vio a Teresa dirigirse al baño tomada de la mano de Le. La niña salió y se dirigió a su cuarto. Rosario la siguió hasta él. Por alguna razón, no había entrado en su habitación después de muchos años y le sorprendió ver cómo se había quedado quieta en el tiempo. Las paredes estaban pintadas de un rosa magenta al igual que el techo, y tenía estantes llenos de muñecas y osos de peluche. Vio a la niña sentada en un rincón con una muñeca y un oso, mientras balbuceaba palabras ininteligibles. Era la primera vez que escuchaba su voz todavía infantil por tanto tiempo.

La mujer salió de la habitación y se dirigió a la de su amiga. Aunque estaba cerrada, no tenía seguro y la abrió despacio, sin querer molestar. Remedios seguía dormida y, pese a los llamados de Rosario, no despertó. Regresó al sofá y, aunque debía irse, sabía que no era prudente dejar a Teresa sola mientras su mamá dormía. Decidió quedarse hasta que su amiga despertara, lo cual no ocurrió sino hasta la noche.

—No puede ser —dijo Remedios en medio de su asombro—. Rosarito, discúlpame. No sé qué me pasó. ¿Habrá sido el medicamento? El doctor no me dijo que me daría sueño —su voz era pausada y se le notaba problemas al hablar—. Pero ya no tengo dolor de cabeza. Le diré a Teresita que me siga dando el medicamento por la noche. Creo que es mejor.

—Sí, es lo mejor —repitió un poco molesta por haber tenido que esperar tanto—. Debo irme. Tu hija ha estado tranquila. Limpió la casa y jugó con sus muñecas. Ahora debe estar en su cuarto.

—Vea pues —se le dificultaba hablar y tenía los párpados pesados—. No suele ser tan activa en las tardes.

—Bueno, debo irme. Germán me espera.

—Adiós y muchas gracias.  

 

2.

Pasaron tres días con sus noches. La salud de Remedios se fue deteriorando con lentitud y, aunque ya no tenía el dolor de cabeza crónico con el que inició su tormento, una constante sensación de cansancio la abrumaba. Cuando despertaba en la mañana, era tan tarde que prefería saltarse el desayuno y esperar a que Teresa terminara de preparar el almuerzo. Luego se sentaba en el sofá, veía su telenovela y tomaba una siesta que se extendió un día hasta la noche y los otros dos, hasta la hora de la merienda. Rosario llegó al momento en que Teresa servía el tentempié. Su amiga, que recién había despertado, la recibió con una sonrisa forzada y la invitó a sentarse.

—¡Hola, Teresa! —saludó Rosario mientras la niña trabajaba en la cocina.

—Hola —respondió con dificultad.

Remedios se quedó mirando perpleja la pantalla del televisor. Su amiga, que le preguntó por su estado de salud, tuvo que estrujarla de un hombro para que reaccionara.

—Discúlpame —despertó del sopor—. He estado bien. Durmiendo un poco más de la cuenta, pero nada más —sus palabras eran lentas y sin ánimo.

—¿Qué tanto es «un poco más de la cuenta»?

—No lo sé, no lo sé.

Rosario miró a su alrededor. La casa estaba impecable, más que como la había visto jamás. Cada objeto estaba bien acomodado, no había el menor rastro de polvo sobre la mesa, ni una basura en el suelo. El pequeño florero del comedor había sido renovado y unas cuantas rosas rojas se erigían orgullosas en medio de la habitación. Incluso se percibía un suave olor a jazmines en el ambiente. Miró hacia la cocina y vio a Teresa que salía con una bandeja con tres tazas de chocolate y tres arepas con queso. Caminó lento hasta las dos mujeres y le sirvió a cada una su porción. Luego, se sentó junto a su madre a devorar su comida.

—¡Oh! Muchas gracias. Qué amable.

La niña movió la cabeza en señal de aprobación. Remedios tomó su taza de chocolate y bebió un poco. Luego le dio una mordida a la arepa y volvió a su bebida. Rosario vio cómo madre e hija terminaron la merienda rápido y sin mediar palabra.

—Te quedó muy rico, Teresa —luego se dirigió a Remedios—. Le enseñaste muy bien a cocinar.

No recibió respuesta. La niña levantó los platos usados y los llevó a la cocina para lavarlos. Su amiga volvió su cabeza a la televisión.

—Muy bien. Vine a ver cómo estabas —se levantó apenas terminó su comida—. Te dejo para que puedas terminar tu telenovela —lazó los platos de la mesa—. Otro día vengo para que hablemos con más calma —fue hasta la cocina y dejó los platos en el fregadero—. Adiós, Teresa. Voy a regresar mañana para ver cómo sigue tu madre.

—Adiós.

 

Tal como lo prometió, Rosario estuvo temprano en la mañana en casa de su amiga. Le pareció que era un lindo día. El sol brillaba y verde del césped le pareció más vivo que nunca. Teresa regaba flores en el jardín con su tutú rosa y camisón azul marino. La saludó y ésta le devolvió el saludo. La puerta estaba ajustada, así que entró sin tocar primero. Llamó a Remedios, pero no contestó. La buscó en la cocina, en el baño, en el sanalejo y, finalmente, en su habitación. Entró despacio y la vio sentada en la cama con la espalda corva y la mandíbula desencajada; miraba hacia la pared con los ojos perdidos, mientras babeaba con la boca entreabierta.

 

 

 

 

 

 

David Kolkrabe (Colombia).

Es escritor y magíster en filosofía. Es el fundador y editor en jefe del centro cultural de literatura de terror “Alas de cuervo”. Ha publicado dos novelas (“Condorcet o el arte de mentir” y “El mito de Roger”) y múltiples cuentos en diversas plataformas. Fue ganador de la convocatoria “Monstruos” de Letrarium y la editorial Esqueleto Negro en 2021 para publicar una antología de diez relatos de terror.