La Flor de Valencia / Samuel Ronzón
LADERA ESTE
Julio 2024
Por Samuel Ronzón
No conocía a Elena Poniatowska. La veo sentada en el avión que nos llevaría de la Ciudad de México a Puerto Vallarta, después de bajar en Guadalajara, por una falla técnica. Se persigna varias veces, mientras el avión despega hacia el destino final y todo ensordece. Es finales de mayo de 1986 y yo había ganado el primer lugar en el certamen de poesía que convocó el ayuntamiento, con motivo de los Juegos Florales. Ella representaba del jurado de cuento.
El tiempo hace que se agolpen los recuerdos. Por ejemplo, el sabor de los langostinos a la hora de comer junto al mar, en el hotel de cinco estrellas donde nos hospedaron. O el vino blanco en la playa, enfriándose. En realidad no conversé con ella. Tampoco se interesó por mis poemas. Es posible que no lo recuerde, pero fue la primera vez que pisó un palenque. Le vi apostar al gallo de pelea azul. Ganó el verde. Ahí también escuchamos a la cantante Viki Carr, quien se rehusó a seguir, porque falló el sistema de sonido y su voz no era tan potente.
Con mi madre hizo buena amistad. “No se preocupe, señora bonita, hace bien que acompañe a su hijo. Víctor Iturbe El Pirulí es muy generoso y claro que le pagará el avión de regreso. Mi hija tampoco estaba invitada”. En efecto El Pirulí, uno de los organizadores del evento, se esmeró para que pasáramos bien ese largo fin de semana. Incluso nos invitó a comer a su rancho. Su esposa comentaba con gran orgullo que muchas veces había descubierto a turistas extranjeros interesados en saber cómo vivía un exitoso cantante mexicano.
Poniatowska fue la oradora principal en el acto de premiación, junto al maestro Edmundo Valadés, de quien por cierto no había leído nada. Supongo ella leyó fragmentos de su libro sobre la matanza de Tlatelolco, porque decidí que era mejor irme a caminar a la playa y lo hice, pero algo me regresó justo en el momento en que pronunciaban mi nombre. ¿Qué quería en ese momento? ¿Haber leído mis poemas? No es fácil decir que no, donde todos dicen sí. Con lleva un riesgo.
Debe haberse perdido las fotografías que le saqué besando a un burro, ella con una flor en la cabeza; o caminando por la playa muy temprano. Meses después fue a cenar a la casa de mi mamá y ni siquiera me pidió leer poemas. Estrenaba un vestido Paloma Picasso. Dos o tres veces coincidimos en eventos literarios. Ya era Premio Cervantes. En el museo de la Ciudad de México, último homenaje al poeta Eduardo Lizalde en vida, nos sentamos juntos. Sacó su libreta y empezó a tomar notas. Aceptó tomarnos una selfie.
Ahora entiendo que todo viaje es el invento de una ruta propia. Me pregunto si cambiaría una sola de las cosas que hice en la vida, mientras me pierdo en La piel del cielo, su novela con la que ganó el Premio Alfaguara en 2001 y que permite ver a la Elena que no ha querido que veamos. Una mujer que mira al hombre a través de un telescopio, tratando de responder a una simple pregunta: ¿qué hay más allá, cuando se acaba el mundo, de lo que se ve a simple vista?