Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

La Flor de Valencia

Por Samuel Ronzón

Mayo 2023

 

¿Para qué escribir versos que guardan la fatiga, que nombran la espuma y tienen los ojos asombrados con una orquídea en la lengua? ¿Para qué una mano que escribe tarántulas? Siendo fuego, he aprendido a respetar las huellas de los viejos inquilinos. Quedan sus clavos en algún rincón, como una quemadura sin el acoso de la hiel, donde el silencio es un aroma a lobos.

 

A estas alturas a lo único que me dedico es a coleccionar escombros, al colarse la luz por la ventana. Sin ser Rimbaud me hundo en mi propia versión del infierno. Nunca antes la luz se había repartido entre tantas luces. Estoy jodidamente solo y acabo de arrojar un sábado por el balcón. Ejercer el arte de las palabras, permite decir verdades a medias. Sueño con que alguien me diga: toma, aquí tienes diez sueldos. Entre mis amigos, solo cuento con el viento.

 

Subo a la espera de la carne, resuelto a operar lo prohibido. Queda la suave melancolía de una camisa. No siempre los recuerdos se vuelven los instantes más felices. Fue Bañuelos quien insistió en que fuera a otro país, pero resultó un fracaso. Hoy me aprisionan libros que apenas he leído y encanezco en el mismo departamento, esperando alejarme de las ruinas de mi vida. A Cavafis igual le sucedió. Hay muertos vivos en nosotros.

 

Estoy atrapado en el espacio más íntimo. Uno busca el grito, la montaña cada vuelta de los años.  Es la versión que prefiero cuando leo sobre la diaria violencia. A veces el silencio es más conveniente para los que migran de cuerpo en cuerpo sin poder definir su complejo vuelo. Al chocar las diáfanas aves de la soledad, se consumen dejando caer de sus picos hilos de semen y de saliva.

 

¿Por qué aúlla el viento henchido de recuerdos? ¿Por qué soy agua desplomada? ¿cuál es esa gran metáfora de lo que es la vida? Desnuda la luz deambula por mi dormitorio. Todo silencio esconde otra verdad. La quietud crece en la línea del horizonte. Nada queda salvo los chubascos que azotaban los flancos de mi cuerpo, cachondamente empantanado, cuando se muere a destiempo.

 

Quizás tenga razón quien escriba que todas las cosas grandes inician con una idea en una cabeza despeinada. Nada crece sobre la calvicie y ya no puedo arrancarme los pelos de la desesperación, como dicen lo hacía Homero. Los que saben volar tienen extensas cabelleras; y es obvio que los sueños nacen en las cabezas dormidas, porque están despeinadas. Ni qué decir de los amantes que se despeinan cuando se besan.

 

Ahora, querido lector, ya no interesa el gran poema ni los libros unitarios. Tampoco dejar testimonio de lo que pasa.  Lo que escribo es como un diario sin pies ni cabeza que termina diciendo otra cosa. Aunque te suene mal, no hablaría ni siquiera en nombre de mi ciudad y menos de mi calle. Esto fue lo que quise decir en la Flor de Valencia, mientras me festejaban mi cumpleaños.  Hasta la próxima.

 (para Blanca Luz Pulido, quien se unió al grupo)