La diversidad de la lengua española (o lenguas españolas)
Noviembre 2021
Por Homero Carvalho Oliva
El idioma es un ser vivo, nace, crece, se adapta, muere o se transforma, resucita y sigue su ciclo. Sabemos que las palabras, la mayor invención del ser humano, se definen por su uso, y tienen que ver tanto con el pensamiento y el lenguaje como representación del mundo como con el contexto de actos de tipo lingüístico como no lingüístico. Y tampoco es único ya que la lengua comprende una multiplicidad de funciones, por eso existen palabras polisémicas y otras curiosidades lingüísticas y gramaticales.
Y así como la lengua es cultura, los procesos culturales son múltiples, desiguales y combinados. Recordemos que fue Ludwig Wittgenstein quien enunció: “Los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo”, con este enunciado nos dejaba claro que nunca habrá las suficientes palabras para nombrar la realidad y que, por eso mismo, hay que, permanentemente, inventarlas, prestarlas o robarlas de otros idiomas. Así lo entiende Salvador Gutiérrez Ordóñez, lingüista asturiano y miembro de la Real Academia de la lengua española: “Un idioma es un organismo vivo, que está al servicio de los hablantes y no podemos ser puristas. Si los hablantes necesitan designar una realidad y no somos capaces de ponerle nombre, apelaremos a un término extranjero, lo asimilaremos”[1].
Si bien la lengua común en América latina, después del 1500, fue la española, la que se habla hoy en día tiene sus características propias de cada región, cada país e incluso cada pueblo o comunidad; justamente porque las palabras del idioma español no fueron suficientes para nombrar esa nueva realidad fabulosa y sobrecogedora que se les presentaba a los aventureros españoles en busca de fortuna. El español que se habla en Bolivia, por ejemplo, tiene sus diferencias con el que se habla en otros países de Iberoamérica, así como también al interior de cada una de nuestras naciones, esto porque los pueblos indígenas aportaron lo suyo con lugares, cosas, animales, plantas, cosmovisiones o cosmogonías propias de las culturas americanas. La resistencia cultural que impusieron nuestros pueblos indígenas hizo que conserven sus propios idiomas y que los europeos vayan incorporando nuevas palabras a su lenguaje cotidiano.
[1] https://www.elcomercio.es/gijon/20080224/cultura/idioma-organismo-vivo-podemos-20080224.html
Un nuevo diccionario llega a mis manos
Me gustan los diccionarios, colecciono todavía algunos de ellos, aunque ya la Web los haya reemplazado como libros de consulta. Claudia Vaca, poeta, filóloga, investigadora en Educación y Cultura, Magister en Ciencias Socioculturales: mención en Ética Social y Desarrollo y Doctorante por la UCSC-Chile, en Educación intercultural con la tesis: Memoria oral como enfoque didáctico para la comunicación intercultural, intermediada por Tecnologías de Información y Comunicación desde las trayectorias de vida de profesores de la ecorregión Chiquitana Bolivia; Claudia es una sabia mujer que siempre me enriquece con sus sugerencias de lectura; hace unos días me obsequió el Diccionario etimológico indoeuropeo de la lengua española, del lingüista de la Universidad de Michigan Edward A. Roberts y la filóloga española Bárbara Pastor. El libro, una joyita, es una especie de biografía del idioma español, tratado como un ser vivo, como si los autores hubiesen rastreado el árbol genealógico de una familia española, como si ahora lo hiciéramos con una persona nacida en Hispanoamérica y descubriésemos sus antepasado europeos y americanos.
En la contratapa del libro se lee. “La etimología tiene como objeto descubrir el origen de las palabras, es decir, llegar al “etimo”, a la “verdad” del verbo. Contemplar una palabra desde su raíz más remota permite aprehender su significado primero. Así, consultar este Diccionario etimológico indoeuropeo de la lengua española da lugar a curiosas averiguaciones -por ejemplo, que trabajar significa “sufrir”, o que sarcasmo viene de “sacar la sangre a uno”- que arrojan nuevas luces sobre términos cuyo significado creíamos conocer en su plenitud. Una de las grandes novedades de esta obra consiste en presentar las voces agrupadas en familias con un origen etimológico común, lo que permite comprobar de un vistazo los préstamos que el español ha tomado de otras lenguas: del germánico, términos bélicos; del francés, términos de artillería; del persa, textiles y colores, etc. Otra aportación notable consiste en incorporar las palabras españolas de origen árabe (lengua no indoeuropea) que éste ha heredado a su vez del persa, indio, griego y otras lenguas indoeuropeas. Confirmar el dinamismo de las palabras, de las lenguas y de las civilizaciones es, en definitiva, el fruto de este trabajo, “un berenjenal de mucha ciencia y sabiduría”, como advierte Camilo José Cela en su prólogo”. En lo que respecta a las de origen árabe creo que se merecen un diccionario particular.
Lo siento por los puristas del idioma español
Acerca de este diccionario, que fue entregado al público en el año 1996, después de más de seis años de trabajo, el investigador Carlos García Santa Cecilia, en un artículo titulado “Las raíces indoeuropeas del español, reunidas en un diccionario”[1], señala: “Agrupar las palabras españolas según su origen remoto no es sólo un ejercicio de filólogos, sino un instrumento imprescindible para conocer y usar el idioma. Cualquier diccionario etimológico dirá que escanciar deriva del germánico y quiere decir “dar de beber”, pero sólo a través de su raíz indoeuropea skeng (torcido) sabemos que su auténtico significado es “inclinado (para servir el vino)”. El Diccionario etimológico indoeuropeo de la lengua española, el primero de estas características que se publica en Europa, ofrece una referencia semántica de la etimología remota, la línea de transmisión por la que una palabra ha llegado al idioma español y la relación que guarda con voces pertenecientes a la misma familia. Del mismo origen indoeuropeo ped, por ejemplo, derivan a través de diferentes lenguas palabras españolas tan diversas como peatón, podio, pijama y babucha”.
El obsequio de Claudia coincidió con un mensaje de Carlos Urquizo, quien, a propósito de un taller de literatura que brindé, me escribió para hacerme conocer algunas de sus opiniones acerca del idioma español. Carlos inicia sus observaciones con la eterna polémica entre castellano y español: “En Latinoamérica damos por sentado que castellano y español son sinónimos, pero en la España actual, no es tan claro. El Artículo 3 de La Constitución Política española, expresa: “1. El castellano es la lengua española oficial del Estado. Todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla. 2. Las demás lenguas españolas serán también oficiales en las respectivas Comunidades Autónomas de acuerdo con sus Estatutos. 3. La riqueza de las distintas modalidades lingüísticas de España es un patrimonio cultural que será objeto de especial respeto y protección”. Quienes saben del tema, comentan que expresar en el primer inciso de la Constitución del 78 que el idioma oficial es el español podría suponer que las otras lenguas no lo son y entonces, políticamente podría entenderse como excluyente dentro de España. Entonces, para evitar interminables debates identitarios y regionalistas, los redactores de la Constitución mantienen el vocablo original del dialecto del latín: castellano. En los siguientes incisos se respetan las otras lenguas como una previsión constitucional que se asume los estatutos, que en ese momento ya estaban vigentes: Del País Vasco y Navarra respecto del euskera; de Cataluña respecto del catalán y del aranés; de Illes Balears respecto del catalán; de Galicia respecto del gallego; de la Comunidad
Valenciana respecto del valenciano. Todas lenguas oficiales en España. Algunos estudiosos del idioma en los territorios en los que se habla el castellano reivindicaron que además surgieron otras variedades dialectales: andaluz, extremeño, murciano y canario. Afortunadamente sus esfuerzos no se plasmaron en la Constitución del 78”, algo similar sucede en los países de América latina.
[2] https://elpais.com/diario/1996/10/16/cultura/845416802_850215.html
Luego, Carlos Uquizo, nos informa: “La RAE, desde su fundación (1713) había utilizado el castellano como denominación (el primer “Diccionario de la lengua castellana”, conocido como el “Diccionario de autoridades”, de seis tomos, se publica entre 1726 y 1739). Recién en 1914, por primera vez se utiliza el término “español” en vez de “castellano” en una publicación oficial, con la edición del primer “Boletín de la Real Academia Española (BRAE)”, revista científica especializada en investigación filológica, lingüística y literaria. Le sigue en 1924 la “Gramática de la lengua española” (32.ª ed.) y al siguiente año el “Diccionario de la lengua española” (15.ª ed.) En 1951, comienza a desarrollarse una política lingüística que implica la colaboración de las veintitrés academias de España, América, Filipinas y Guinea Ecuatorial, con el fin de fijar la norma común sobre léxico, gramática y ortografía para todos los hispanohablantes del mundo”.
Y cierra: “¿Existe un español castizo hoy en día? Definitivamente no y nunca existió, salvo un “castellano castizo”. Tampoco podemos referirnos a “dialectos” del idioma, como pretendieron algunos en su tiempo. Todos los giros, acentos, modismos y variaciones de idioma que existen hoy por todo el mundo, son, precisamente, parte de su enorme riqueza. El idioma español pertenece a cientos de millones de personas que lo hablamos, usamos y queremos y dejó de ser patrimonio de una región de España, que, sin embargo, nos dejó ese legado a partir de un dialecto del latín” y de las lenguas indoeuropeas como los prueba este diccionario.
Por eso Carlos García Santa Cecilia afirma que la importancia de este diccionario está en que incluye: “una información que no recogen los diccionarios etimológicos usuales”, explica Bárbara Pastor, “y permite profundizar en el conocimiento del idioma”. Además de curiosas averiguaciones, como que trabajar significa originariamente sufrir y sarcasmo, “sacar la sangre a uno”, el diccionario es útil para diferenciar términos sinónimos y para conocer las palabras que el español ha tomado de otras lenguas. Espero que sirva para que los puristas de la lengua hablen con mayor conocimiento de causa”, algo que también se puede aplicar a los puristas de la raza, porque a estas alturas las pruebas de ADN de cualquier europeo dan increíbles mezclas, lo mismo para nosotros, los latinoamericanos cuyo mestizaje no solamente es biológico sino también cultural, como en todas partes del mundo globalizado.
Añade la filóloga: “Cuando critican el uso de anglicismos y galicismos y dicen, tal y como se recoge en cualquier diccionario, que esquí es un galicismo, desconocen que en realidad viene del escandinavo y tiene un significado claro, “trozo de palo”. “Ha sido, desde luego, un trabajo apasionante que inició el profesor Roberts, que conoce 15 lenguas de hace una década, y al que yo me incorporé en l985”. En palabras de Camilo José Cela, “un berenjenal de mucha ciencia y sabiduría, una camisa de once mil varas de inteligencia, amor y buen sentido”. Cela escribió el prólogo de este diccionario que nos muestra “la línea de transmisión por la cual una palabra ha llegado al idioma español y la relación que guarda con otras voces pertenecientes a la misma familia”[1].
Beatriz Porres, en una reseña[2] señala: “No se trata, según declaración de sus autores, de una obra para especialistas. Pese a ello, está compuesta con enorme minuciosidad y es bastante exhaustiva, y sin duda es bienvenida en la lista de obras lexicográficas en español, entre las que colma una laguna. La obra recoge antiguas etimologías y significados originarios, hoy perdidos en el uso y la conciencia del hablante, cumpliendo el cometido propio de los diccionarios históricos y etimológicos, que suplen lo que los diccionarios sincrónicos no hacen. Por tratarse de una obra divulgadora prescinde de los datos sobre la historia de las palabras: cuándo se registra su primera aparición o en qué contexto nace; según los autores, dichos datos sólo se hacen constar “en palabras muy particulares, como restaurante”.
Porres, reconoce que “naturalmente, no está todo, como en ningún diccionario”; sin embargo, los autores se curaron en salud cuando en la introducción de su ampuloso registro lingüística citan a Samuel Johnson: “Los diccionarios son los relojes, el peor es mejor que ninguno, y del mejor tampoco se espera que sea exacto”. Porres concluye su reseña testificando: “Pero poco más se le puede reprochar a este diccionario, una de esas obras que demuestran hasta qué punto es posible sistematizar uno de los frutos aparentemente más caóticos de la esencia humana, como es la lengua, y de la que el lector curioso podrá aprender que un viudo es lo contrario de un individuo y que son lo mismo un ombligo y una abolladura; que las orquídeas tienen forma de testículos; que hay más de lo que uno se imagina entre un druida y un pingüino, una boya y un quirófano, un mandarín y una moneda, e incluso que existe una Trinidad compuesta por Dios, Júpiter y Zeus menos Santa que Etimológica”.
Esperemos que, en este siglo veintiuno, aparezca otro par de investigadores como Edward A. Roberts y Bárbara Pastor que rastreen los orígenes americanos del actual idioma español que, por cierto, tendrán que trabajar, muy duro y por años, para identificar las etimologías de miles de palabras que tienen su origen en los cientos de leguas indígenas que se hablaban y se hablan en Latinoamérica.