Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

La danza de la hija del sol

ilustracion La danza de la hija del sol

Por Araceli Arias

16 Enero 2020

El sueño de Yanara se interrumpió por el canto de los gallos que anunciaban la llegada de un frío día invernal, la cercanía de su casa con el bosque rodeado por las faldas de los volcanes hacía más intenso el frío. A veces la chimenea no era suficiente para calentar la amplia casa de tejado rojo. Yanara no tenía intención de levantarse, en las últimas semanas un sentimiento de profunda tristeza se había adueñado de su ánimo. Isabela, su madre, entró para ayudarla a vestirse, pues aunque ya era adolescente, no podía valerse por sí misma, después del accidente en el caballo.

Como siempre, Isabela la levantó para que saliera con Joel, su padre. Ambos solían pasar largas horas fuera de casa, él efectuando labores de campo en los amplios sembradíos, sin perder de vista a su hija. Ella acostumbraba realizar dibujos o leer, o se entretenía mirando pasar a los viajeros que se internaban entre los árboles para escalar las montañas.

Isabela anunció a su hija que la noche anterior habían llegado siete mujeres. Les había brindado hospedaje en las chozas de adobe; estarían ahí por unos siete días,  preparándose para subir a los volcanes.

La noticia no reconfortó a Yanara, por lo que se enredó en la cobija. Un sonido vibrante hizo estremecer su cuerpo, el corazón le palpitó agitado y un escalofrío circuló por su piel.

–¿Qué es lo que suena con tanta fuerza, de dónde viene?– Preguntó Yanara, con asombro.

–Son las señoras que hacen cantar los caracoles, traen consigo instrumentos para practicar en el monte.– Contestó su madre.

La curiosidad reanimó a Yanara, quien decidió salir. Ayudada por Joel fue al bosque. El sol resplandecía vigoroso, el olor a pinos y la frescura del aire causó un efecto alentador en el ánimo de la muchacha. Desde ahí observó a las siete mujeres que se alistaban haciendo movimientos que no  le eran familiares. Una de ellas llamó en especial su atención; lucía una banda roja en la frente que volvía enigmático su rostro, enmarcado por una larga cabellera lacia y con destellos grisáceos, que caían sobre sus hombros cubiertos por un chal bordado con delicadeza. Una cintilla roja ceñida en la cintura resaltaba su vestido blanco, dejando ver su esbelta figura. Con los brazos abiertos observó la frondosidad del lugar, amorosamente unió las palmas, las llevó al pecho y labios e inclinó la cabeza en señal de reverencia, sacó de un morral un colorido paliacate, lo tendió en la tierra, y sobre esté puso: sahumador, velas, semillas, agua, frutos, amarantos. Con las semillas formó un círculo al que se integraron las otras seis mujeres, iluminadas por la luz del día, como sacerdotisas de blanca indumentaria. Sostenían en las manos sonajas, listas para producir música, al igual que las pulseras entrelazadas hechas de cascabeles en forma de nueces huecas, colocadas como adornos en los tobillos.

La enigmática mujer se llevó a los labios una gran caracola marina que sopló, produciendo un vibrante y conmovedor sonido que despertó a larga distancia todo lo que estuviera dormido. El bosque comenzó a impregnarse de un aromático olor a incienso y copal, que una de las mujeres esparcía con un sahumador, en señal de saludo. El sonido de las sonajas, los cascabeles y los cantos, se escucharon cuando las mujeres realizaban movimientos serpentinos, bellas evoluciones, pasos zigzagueantes, asentando fuerte los pies sobre la tierra. Yanara no perdía de vista ninguno de los detalles de la danza y el canto. Triste, se lamentó: –¿Cómo podré bailar como ellas si no puedo caminar? Me gustaría tener los muslos ágiles para danzar hasta las playas, pero no, mis piernas son hierba marchita que devora la tierra; y mi corazón es como el copal derritiéndose dentro de mí, ojalá tuviera alas para surcar el cielo. –

Los rituales de las magas continuaron. Al despuntar el alba del séptimo día, Yanara le pidió a Joel que la llevara al bosque. El aire silbaba en el ambiente un misterio. La mujer del canto de la caracola marina, se percató de que Yanara había observado a distancia las largas horas de preparación, entonces dirigió a ella lo luminoso de su rostro, hizo que la  muchacha se llevara las manos a los ojos para cubrir sus pupilas contraídas por la intensidad de su resplandor, y cuando pudo enfocar y dar paso a la luz, contempló el andar rítmico de la misteriosa mujer que se inclinó ante ella y con voz dulce le dijo: –¡Yanara hija del Sol! Soy la mujer de las caracolas, la danza es la forma  más sublime de alabar a Dios y estar en contacto con él, ¡Tú puedes hacerlo!  Ofrece tu baile al astro rey.–

–¿Pero cómo voy a bailar, si no puedo tenerme en pie? Para llegar acá mi padre me carga, luego me pone en esta silla, más tarde, mi madre trae los alimentos, el perro viene, va, juguetea y cuando se cansa duerme largo rato  junto a mí. Durante esta semana estuve aquí hasta el atardecer, porque ellos confían en que están ustedes, pero luego, todo será como antes, debilitada en este asiento ¿Cómo podría hacerlo?–

La mujer suspiró, unió las manos e inclinó la cabeza en señal de oración. Minutos después sacó del morral varios presentes como símbolo de ofrenda: la caracola marina que tanto había llamado la atención de Yanara, dos pulseras de cascabel, una sonaja hecha de guaje y decorada con diversas figuras de animales y adornada por un penacho de arcoíris. Y un tambor en cuyo centro había una tortuga tallada.

La danza –explicó la mujer de la caracola– es una forma de concentración en movimiento, que te ayudará a estar en balance y armonía con el universo. Escucha  y observa la naturaleza, pregunta a los animales, a todo lo que te rodea. Cuando estés lista, recibirás varios regalos y un mensaje de las ballenas, la tortuga será la portadora de tan maravillosos obsequios.

Las mujeres partieron. Todos los días, Yanara permanecía en el bosque desde el amanecer hasta el ocaso, sin perder de vista ningún detalle de lo que iba descubriendo, al tiempo que tocaba los instrumentos que la mujer de la caracola le había obsequiado. Joel e Isabela, preocupados, se hacían constantes preguntas del por qué su hija quería estar largo rato en ese lugar, antes sólo eran unas horas, para ellos no era bueno que estuviera mucho, si bien era cierto que ambos estaban a su cuidado, se sentían más tranquilos de tenerla en casa.

Un medio día de primavera, los delicados rayos de sol se filtraban entre los árboles. Yanara escuchó a lo lejos unos balidos que la hicieron buscar de dónde venían, alcanzó a ver un venado que con sigilo se aproximó a ella.

–¡Yanara, hija del sol! –expresó el venado–. Hoy es la primera enseñanza, presta atención: cierra los ojos e imagina cada palabra que te doy, agudiza tus oídos, gira las orejas en diferentes direcciones. No importa que no puedas mover el cuerpo. Ahora muda las ropas que llevas puestas por abundante pelaje; te permitirá conservar la energía; frota la nariz contra los árboles, de esta manera obtendrás detalles que no imaginas. Ponte erguida, El lenguaje corporal habla sobre ti.  ¡Esa es la postura correcta!, indica que estás relajada. Observa mi velocidad y movimiento, guárdalo en tu mente.  Practica hasta la llegada de la tortuga. –

Por varias, semanas, Yanara siguió cada enseñanza provista por el venado. Cuando un día, al caer la tarde un fuerte rugido la hizo volverse. Advirtió la presencia de un elegante animal cadencioso de gran melena que se aproximaba, su gran tamaño la sorprendió.

–Soy Leo.– Cordialmente se presentó al tiempo que hacía una reverencia ante la muchacha.

–¡Yanara hija del sol, he sido enviado para la segunda lección! Esperé el crepúsculo para enseñarte. Concentración en movimiento te dijo la mujer de la caracola. Cierra los ojos y con la  mente intensifica tu vista. Hay poca luz, aprende a confiar, explora con el olfato el ambiente que te rodea, yo uso los bigotes. Para el baile requieres elegancia, luce tu larga y abundante cabellera. La danza  necesita  equilibrio, está en los oídos, corrige la  posición. Trepa en los árboles. ¡Observa cómo lo hago! En mitad del aire aterrizo con las patas. Trabaja con paciencia, eres buena leona, ya lo hiciste siete días cuando en un lugar estratégico asechabas los bailes. Ejecuta en tu mente los movimientos hasta la llegada de la tortuga.–

El tiempo transcurría, los animales compartían sus secretos y conocimientos a Yanara, quien con afanosa imaginación desarrollaba más habilidades. Sus sentidos eran en extremo sensibles y le permitían imitar todo a la perfección.

Una tarde de verano, a lo lejos se escuchó el jadear de un hermoso galgo, que venía a toda velocidad hacia Yanara y amoroso apoyó su delicada cabeza sobre las piernas de ella.

La Danza –dijo el galgo– requiere velocidad, amor, resistencia al cansancio,   destreza, suavidad como el fluir de la serpiente.

De pronto, la tranquilidad fue interrumpida al ver que con celeridad un enorme animal los cubría; presto para atacar, saltó frente a ellos, arqueó su potente espalda y ancho pecho, afilando las garras irguió las orejas, crispó el voluminoso pelaje gris marrón, abrió el largo hocico mostrando sus poderosos dientes. Los ojos de la  bestia irradiaban un intenso color amarillo, miró fijamente a Yanara y le indico con señorío:

–Soy el grifo. Te enseñaré la fuerza de la danza, recuerda, muestra don de mando sin perder la belleza de los movimientos. ¡Guárdalo en la memoria! Hasta la llegada de la tortuga.–

Pasaron los meses, faltaban siete días para que terminara el verano. Cuando a varios kilómetros de distancia, Yanara pudo distinguir el andar de la tortuga, quien algunas horas jugueteaba en tierra firme y otras en el agua de algún riachuelo que encontraba a su paso. Orgullosa lucía su resplandeciente caparazón bañado por los intensos rayos solares; vanidosa erguía el pico de ave, y mostraba los dedos libres mientras proseguía su andar cadencioso. Yanara se sentía feliz, al recordar el secreto revelado por la mujer de la caracola. Con sonrisas preguntó a todo lo que la rodeaba.

–¿Será verdad, estoy lista para recibir el regalo de las ballenas y el mensaje que trae mi amiga?– Esperó a la tortuga hasta el atardecer, quien aún tenía un largo camino por recorrer. Su concentración fue interrumpida cuando escuchó a lo lejos que Joel venía a llevarla de regreso a casa. Era una mañana fresca, los ojos inquietos de Yanara  buscaban a  la tortuga en la floresta, y no podía encontrarla. Se sorprendió de que sus sentidos no estuvieran sensibilizados como de costumbre, para distinguir lo que sucedía a kilómetros en el bosque. Miro las pocas hojas verdes de los árboles, algunas amarillentas, otras ya de colores marrones, y otras muchas caían secas cuando el viento soplaba con mayor fuerza. Triste se dijo para sí:

–¡Creí estar lista!– La mujer caracola vino a su mente. “¡No temas! No importa si debes esperar, pon en práctica todo lo que tus amigos del monte te han enseñado”.

Joel e Isabela, inquietos, decidieron ocultarse entre los matorrales para saber por qué Yanara permanecía durante largas horas en el bosque. Lo único que pudieron ver fue a su hija sentada mirando el horizonte. Transcurría el tiempo, Yanara se esforzaba en traer a su memoria cada enseñanza recibida. Una tarde de otoño el fuerte viento movió las hojas secas y pudo  entrever a la tortuga. Sintió gran felicidad.

–¡Yanara, hija del sol!– expresó con reverencia la tortuga.

–Traigo el mensaje de mis hermanas las ballenas.– Al tiempo que con delicadeza lo extraía del interior de su caparazón.

–Lo leeré para ti. Pero antes quiero darte mi secreto, la danza requiere pasos lentos, respiración, ejecútala como yo. Contraer los  músculos abdominales te dará larga vida, muestra alegría y serenidad en tu rostro, no te fíes de la apariencia, hasta mi  aspecto primitivo y arrugado también es hermoso.

–¡Ah! me emocioné con mi recomendación –, enfatizó risueña la tortuga.

–Tus súplicas llegaron a la constelación, el rey las escuchó, tu fe, paciencia y esfuerzo para llevar a cabo con ahínco cada uno de los secretos compartidos, serán recompensados; toma el bálsamo del interior del caparazón, frota con tan aromático aceite tu cuerpo, este otoño, como los árboles pierden el verdor y sus hojas, pierdes la invalidez. Durante las estaciones anteriores, trabajaste arduamente concentrando la energía en tu memoria, ahora recógela hacia las raíces de tus piernas, no las sientas  más como hierba marchita devoradas por la tierra, ponte de pie sobre ella, camina hacia esos dos árboles donde resplandece el sol, quita esas ropas que llevas puestas y engalánate de los presentes que hay para ti.–

Yanara se encaminó a la zona dónde las ballenas le dijeron. Ahí encontró un majestuoso penacho del tono del arcoíris que le obsequió el pavo real. Se lo colocó sobre la cabeza dejando ver su abundante cabellera. Cubrió de terciopelo su cuerpo con el vestido delicadamente confeccionado por  los árboles y cada planta del bosque. Adornó su cuello con el collar de incrustaciones en oro que le regaló la jirafa. El delicado obsequio que le dio el cóndor lo usó para adornar sus desnudos pies. Yanara apareció radiante, y la música del tambor, la caracola, las conchas y las sonajas la hicieron bailar. Con inusuales movimientos, a poca velocidad comenzó la danza: realizando vueltas al aire, pasos zigzagueantes y asentados fuertemente en la tierra, bailó de un lado a otro para, poco a poco, tejer por el exterior a mayor celeridad, por horas emuló cada parte de la naturaleza, cada movimiento legado por los animales y por la mujer de la caracola. Con alegría experimentó la libertad de dejar su cuerpo mortal para surcar el cielo y llegar al mar, convirtiéndose en un alma que jamás muere y danza para siempre.