Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

La creación

Autor: Mauricio Yáñez

Agosto 2022

 

«En el amor no hay errores», se dijo Manolo mientras esperaba a Coco, su mujer, afuera del cuartucho semiprivado que compartía espacio con la bodega del bar que esa noche escogiera Coco para beber unos tragos.

                        La puerta era de madera, de un color verde sucio, no alcanzaba a tapar completamente su marco, así que cualquiera podría mirar al interior de aquella covacha que el dueño del bar, y algún cliente de confianza, utilizaba para llevar a la conquista en turno y, sin ser molestados más que por ciertas miradas indiscretas, tener suficiente privacidad para que dos personas, o incluso tres como a veces lo solicitaba Coco, pudieran disfrutar un rato de sexo.

                        Manolo sentía en su espalda el peso de los cuchicheos que lo habían seguido desde su entrada al bar hasta apostarse como guardián en la entrada del privado. Tan luego llegó al tugurio se acercó a la barra y Matías, el barman, con indulgente mirada, le señaló el lugar donde estaba su esposa. También en silencio, Manolo atendió la indicación e inclinó la cabeza en muestra de agradecimiento. Al llegar frente a la puerta del cuarto, todavía alcanzó a escuchar los últimos ruidos del escarceo amoroso. Coco salió del mugriento cuarto con la ropa sin arreglar del todo. Diligente, Manolo ayudó a su esposa a terminar el ajuste. Debido a los tragos bebidos ella se tambaleaba un poco. Salieron a la noche.

                        Caminaron despacio, sin mayor prisa que el propio desasosiego. La ciudad olía a podredumbre, la pestilencia salía de los caños y de los oscuros recovecos en las esquinas. Había llovido y quedaba una brisa enferma. El eco de sus pisadas provocaba un susurro sordo que multiplicaba los sonidos, parecía que los seguía una muchedumbre. No hablaron en el trayecto hacia su casa. Manolo percibió que Coco estaba tranquila, en sus labios apenas se dibujaba una sonrisa, él no quiso borrar ese apacible gesto con los vacíos de palabras inservibles.

                        La vivienda de la familia Rivera estaba en el tercer piso de un viejo edificio en el centro de la ciudad. Se componía de una estancia con baño, la cocina y una recámara. Parte de la recámara la ocupaba el anticuado restirador de Manolo. Había dejado inconclusos los estudios de arquitectura. También, en medio de la penumbra de un rincón en aquel recinto, se contaba un minúsculo librero con obras de arquitectura, dibujo y algunas novelas de misterio.

                        Manolo ayudó a Coco con los preparativos para acostarse. En el baño le acercó el cepillo para el aseo bucal, la desmaquilló con una toalla húmeda y sobre la cama dejó el pijama. Una vez que ella se hubo dormido, Manolo preparó los utensilios para continuar el trabajo de tatuar, sobre el cuerpo de Coco, una nueva historia de la humanidad. Dispuso las tintas, las ajugas, un frasco con alcohol y calentó agua para humedecer un par de lienzos.

                        Con delicadeza, para no despertar a Coco, Manolo retiró la blusa del pijama. Volteó el cuerpo de su esposa para tener frente a sí la espalda de la mujer. Llevaba meses en ese ejercicio creativo.

                        Como un nuevo demiurgo plasmaba en la piel de la joven hechos de lo que él pensaba debía ser cada etapa de desarrollo de la creación, su creación. Manolo disfrutaba con sus dibujos, esas noches le resultaban fascinantes. Había iniciado en la base del cuello, ahí se dibujó a sí mismo, como el nuevo patrono de la humanidad, como el único y verdadero dios del universo. Por debajo de su propia efigie se hallaban las estrellas y el cielo, ya en los omoplatos de esa espalda bíblica podían verse entes primigenios de esta nueva oportunidad que recibían los seres humanos. Manolo enmendaría todo aquello que hicieron mal los antepasados y que Dios mismo no pudo evitar. Trazó líneas y curvas que dieron solidez a una historia: la suya.

                        Manolo conoció a su esposa en una cena de la constructora en la que ambos laboraban, en ese entonces ella era la novia del ingeniero Gerardo Farías. No obstante, al noviazgo con Farías, la joven llevaba una vida paralela que la alejaba de convencionalismos.

                        Cuando Coco se separó del ingeniero, buscó el consuelo del joven dibujante recién llegado a la ciudad. Manolo se sintió inmensamente feliz por lo que, con muy breve tiempo de noviazgo, no tuvo ningún reparo en pedirle matrimonio y se casaron. Los primeros tiempos de la vida en pareja fueron bien, llegó su hijo Betito, pero la muerte de cuna lo atrapó y empezó el despeñadero. Ella intensificó sus salidas nocturnas, fue notable el aumento en el consumo de alcohol y solo las relaciones fugaces con otros hombres le calmaban las ansias. Al principio Manolo buscó detener las salidas de la mujer, pero las discusiones y peleas fueron el camino diario. En ocasiones, Coco soñaba con el pequeño, lo miraba jugar en las polvorientas calles en el cenit del mediodía, con las ropas desgarradas y sin zapatos. 

                        Una noche, mientras Coco reposaba la borrachera, Manolo desnudó a su esposa y empezó a limpiar la blanca piel de la joven. La espalda lo impresionó, tersa, sin mácula, solo alterada por los minúsculos poros de los finos vellos. Tomó un pincel y trazó un complejo dibujo, Coco ni se inmutó. Su primera obra en ese lienzo humano fue una catedral gótica en lo alto de un risco en medio de la borrasca de un fiero temporal y, subiendo hacia el templo, por una peligrosa ladera, dibujó al pequeño Betito tomado de la mano de su padre. A partir de esa noche, Manolo dejó que Coco mostrará su espalda y los dibujos a los hombres que le correspondían las avideces nocturnas. Se sabía dueño de las más sórdidas burlas, no le importó.

                        Noche a noche, fue mejorando sus obras hasta dar con la idea de la creación, pero ya no sería solo un dibujo efímero, sino que sería un tatuaje, quería estar todo el tiempo en ella, ser parte de ella. Sabía que eso le llevaría tiempo, pues tenía que dejar descansar las heridas de la espalda de la bella Coco. Buscó las combinaciones de colores que le dieran mayor fuerza a cada trazo, hurgó en sus viejos apuntes de dibujo las líneas idóneas para las expresiones faciales.

                        La noche de San Juan de ese aciago año, Manolo salió a buscar a su esposa. Había llovido toda la tarde, hacía frío. Llegó el bar de siempre y se acercó a Matías, éste no hizo ningún movimiento, ni señaló hacía la bodega con la discreción de su mirada de hombre viejo por lo que Manolo se arrimó a la desvencijada barra. «Vino un hombre y se la llevó», fue todo lo que dijo el barman. El dibujante salió del bar y empezó un peregrinar que terminó al amanecer, no pudo encontrar a Coco.

                        Al doblar la esquina, sobre la calle frente a su vivienda estaba un auto que Manolo reconoció, en su interior, en el asiento del conductor, se hallaba el ingeniero Gerardo Farías, en el asiento del lado del pasajero, seminconsciente, se encontraba Coco. Cuando Manolo emparejó su paso con el auto estacionado, escuchó: «Llévate a la borracha de tu mujer. Bájala de mi auto», dijo Farías y agregó: «Por cierto, qué bonitos dibujos hiciste en ella». Manolo percibió la sorna. La historia, vuelta presente, había regresado, vengativa y falaz.

                        La luz matinal ya entraba en la vivienda de los Rivera. Manolo preparó la ducha para bañar a la joven. Bajo la regadera colocó una silla para sentar a la mujer, hizo el trabajo como siempre, en silencio, sumiso. Una esponja enjabonada recorría el cuerpo de Coco, pliegue a pliegue, despacio. Levantó a la mujer para bañar su espalda, había escoriaciones sobre los tatuajes, Manolo se alarmó, con un dejo de brusquedad sacó a Coco del baño y la llevó a la recámara. Con una toalla empezó a secar a la joven, la alarma se volvió angustia, allí estaban, eran largos arañazos que iniciaban en la base del cuello y bajaban hasta las nalgas, su obra había sido mancillada, destruida. Como si hubiera sido la señal esperada, sin más preámbulo, Manolo se aprestó a salir de la vivienda, tomó sus arreos y encaminó sus pasos rumbo a la nada. El mundo que él imaginaba, y que solo vivía en la espalda de la bella Coco, había sido contaminado. Nunca más, ningún dios daría una nueva oportunidad al género humano, el caos y la desventura reinarían por siempre.

Tultitlán, México, 8 de abril de 2017.