Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

La casa Ipátiev / Víctor Cuchí Espada

La casa Ipátiev

Autor: Víctor Cuchí Espada

Abril 2024

 

Camaradas:

Cometimos un acto de patriotismo y de sacrificio por la Revolución del cual estoy orgulloso. Se me puede acusar de muchas cosas, pero jamás de tibieza.

Sabía que vendrían. Aliviado, anticipándome, corrí al segundo piso y me asomé por la ventana donde desde hacía más de un mes habíamos apostado una ametralladora. Llegaron antes de nuestros enemigos, cuya llegada también parecía inminente, pues sus avanzadas ya se encontraban en la margen izquierda del rio. No pude gritar del puro embeleso con la caravana de vehículos escoltada por un carro blindado y un escuadrón de la caballería roja.

Cuando se ocultó detrás de la empalizada que rodeaba la casa, la perdí de vista. Ordené a los centinelas que cerraran las puertas de las recámaras y descendí corriendo por la escalera. Afuera, de los automóviles se apeó un grupo de camaradas de la Checa comandado por un hombre alto y barbado; ignoraba que era judío, pero entonces los judíos eran nuestros compañeros de clase. Me planté ante él y me identifiqué:

—Medvedev.

—Soy Yurovsky —me dijo.

A su lado se encontraba un joven que jamás se separaría de él, que, arropado en una chamarra de cuero negro, oía mi reporte forzando la vista como si escuchara a través de sus anteojos. Les pedí que me siguieran. Hubiera preferido que el camarada Yurovsky me acompañara a solas. Como no fue posible, apenas llegamos al rellano de la escalera, me volví hacia ellos y les indiqué con el dedo que echaran un vistazo.

Con otro ademán ordené al centinela que abriera la puerta de la recámara. No nos molestamos en tocar; debíamos mantener a los prisioneros en vilo. De todos modos, ellas estaban despiertas; tal vez nos esperaban. Se las mostré a los camaradas, quienes las examinaron con profesionalismo. Ellas fingían no hacernos caso. La más joven se acurrucó en una esquina, y su otra hermana se quedó sentada en la cama acariciándose los dedos; en cambio, las dos mayores permanecieron inmóviles. Nos miramos, en especial nos observaba la segunda, la que parecía de carácter más fuerte. Quise identificarlas, pero pensé que los camaradas ya conocían sus nombres.

—Ciérrala —me ordenó el camarada Yurovsky.

Fuimos a otra habitación, para lo cual atravesamos el comedor, sobre cuya mesa el jefe de la guardia interior, camarada Yérmakov, colocó su fusil. Vi que, para variar, se tambaleaba un poco.

Llevamos a cabo la siguiente inspección, esta vez más breve, de los aposentos del médico y la servidumbre. Ahora sí entramos y el joven número dos, el camarada Nikulin, examinó algunas de sus posesiones, como si deseara hacer sentir su presencia.

—Vámonos —indicó el jefe.

Para entrar a la última habitación tocamos la puerta. Abrimos y enseguida el niño se ocultó detrás de su madre, la cual se encontraba sentada como casi siempre. Con apariencia más enferma que de costumbre, ella esquivó nuestras miradas, pero el hombre, barbado, de uniforme sin insignias, y curiosamente semejante a nuestro comandante, nos saludó. Nadie pudo dirigirse a él como Su majestad.

—¿Han cateado este cuarto? —Yurovsky me preguntó quedamente sin quitarles los ojos de encima.

—Periódicamente —repliqué.

Nos escurrimos a la planta baja. El camarada Yurovsky actualizó nuestras instrucciones: en resumen, debíamos esperar; conocíamos los riesgos de una demora de la decisión del Comité Ejecutivo Central, pero al mismo tiempo había que actuar combinando la audacia, la necesidad y la prudencia. El conducto sería el Soviet Regional de los Urales, por estar más cerca del frente.

—¿Alguna posibilidad de que se les vuelva a trasladar? —se me adelantó Yérmakov. Yo también insistí en este asunto. Estábamos cerca de Crimea y el mar.

—Veremos.

Yurovsky dispuso que todos dormiríamos en la misma habitación de la planta baja. Como habíamos encalado casi todas las ventanas, no podíamos asomarnos afuera. Así que dependíamos de la guardia exterior, lo que incrementaba mi responsabilidad. Desde el jardín se adivinaba la circulación de los pueblerinos por las calles aledañas. Me era cada vez más evidente que ya se conocía quiénes estaban alojados en la casa. En primer lugar, los vecinos habían advertido de inmediato los trabajos para convertir la morada del ingeniero Ipátiev en una casa de seguridad.

—En cualquier momento, una turba puede entrar a matarlos —me dijo el camarada Nikulin cuando de noche salimos a fumar.

—Nadie se ha atrevido a tocar, por suerte —le informé—. Pero el soviet de aquí no nos ayuda mucho.

—Le comentaré al camarada Yurovsky. Ahora necesitamos que todos actuemos con la mayor disciplina.

Me explicó que la reacción estaba a la ofensiva. Pese a que continuaba la guerra imperialista, las grandes potencias nos tenían cercados. La Revolución estaba en peligrosa encrucijada, de modo que todavía podíamos dar un paso en una u otra dirección.

Debíamos mantenernos firmes.

Los días no lo eran y al parecer eso nos afectaba. Las noches eran frías pero los días calurosos. Los guardias nos relevábamos con regularidad. Había estado aquí desde abril y el tiempo me comenzaba a pesar en el ánimo. No podía escribirle a mi mujer, lo que antes podía hacer cuando servía con mi regimiento en los Cárpatos. La historia hace esa case de demandas, me dijo Nikulin en otra ocasión. Creo que me veía flaquear y yo no quería demostrarlo. Quien me preocupaba, empero, era Yérmakov, rodeado de sus centinelas, sentado en la mesa del comedor con una botella.

—Ese hombre nos puede poner en riesgo —comenté a Nikulin. Pensé que le diría a su jefe, aunque bien pude haber dicho lo mismo de cualquiera de nosotros, inclusive del grupo de chequistas letones. Estábamos obligados a rendir cuentas todo el tiempo al partido y a las masas, cuya liberación estaba en nuestras manos; al menos así yo lo entendía. Por tanto, a mi parecer no los delataba.

No obstante los peligros cada vez más evidentes, dejábamos a la familia pasar un rato en el jardín. Sólo que los vigilábamos más de cerca, tanto que a los pocos días el camarada Yurovsky nos ordenó que fuéramos más discretos. De vez en cuando se asomaba por la puerta principal con un reloj en mano; luego supe que en el pasado había sido relojero. Me era claro que el comandante aguardaba las órdenes de qué hacer con los prisioneros. Por lo pronto, al déspota se le permitía salir cuantas veces quisiera. Observé que se mantenía muy cerca de su familia, en ocasiones nos abordaba para solicitarnos algún favor: lo que más le preocupaba era su hijo, un chico evidentemente débil; el heredero a la corona; qué ironía; su madre, en cambio, estaba cohibida y melancólica; el médico aseguraba que ella padecía del nervio ciático. En cambio, las muchachas se recostaban en el pasto, siempre juntas; se vestían de manera muy similar pero sólo dos de ellas solía llevar el pelo recogido. Nunca oíamos lo que decían; no importaba; ninguna información podíamos obtener de ellas. Incluso la tercera no se acercaba a nosotros como antes.

Sospechaba, reconozco, otra cosa: —Negociarán los británicos un rescate por ellos.

—No por este tirano. Aparte, si dejamos que se vaya, abundarán los complots para regresarlo al trono —opinó Nikulin.

—El padrecito —dijo Yérmakov y escupió en el piso.

—De verdad, la Revolución es irreversible —opiné—. Y los imperialistas no tendrán estómago para seguir la guerra. Leí que se están desencadenando motines el todo el mundo. Ya no pueden contar con los soldados.

—La Revolución va a ser mundial, camaradas —presentía Nikulin.

Todos asentimos.

Sin embargo, al menos yo no podía dormir.

Era dificil mantener la disciplina. Teníamos que crear la impresión de que nada había cambiado ni que nada cambiaría. Y esto a veces nos inquietaba. Opté por hacer rondas hasta que se me ordenó que permaneciera afuera. Acaso a todos inquietaba el crujir de los pisos de madera. Esto me obligaba a estar con Yérmakov. Él se sostenía gracias al contenido de muchas botellas. Era dificil hablarle. Me preguntaba cómo sus hombres le respetaban; pronto me di cuenta de que muchos de ellos estaban en el mismo estado que él, y me convencí de que en un contingente armado los camaradas acaban imitando a sus jefes.

Por mi parte, como puede suponerse de lo que he declarado, reconozco que yo no era mejor que ellos. Un día, cuando la orden de Yurovsky era aún ambigua, me escabullí dentro de la casa. Los cautivos estaban afuera en el jardín, incluso se habían llevado al niño. Los dejé a cargo de mis guardias. Y desaparecí, sin pensar en las consecuencias políticas de mi acto. Subí la escalera de puntillas con temor de que en alguna habitación me descubriera alguien, un prisionero o algún centinela. Pronto advertí que todos se encontraban afuera, vigilando, esperando el mensaje de la dirigencia. Esto se me confirmó cuando vi que las puertas estaban abiertas. La Revolución estaba en marcha, pero esta familia todavía contaba con sirvientes que les hacían sus camas, las preparaban sus cepillos de dientes, y les acicalaban como caballos de carrera. ¿Cómo no los liberamos en Tobolsk con el tutor y el resto de comitiva? Reconozco que sentía odio por ellos, sobre todo por la dama de compañía, el cocinero, el criado y el médico de cabecera; ellos eran los verdaderos enemigos de clase.

Pude regresarme al jardín, pero me fascinaba la alcoba de las grandes duquesas. Pausé en el umbral; filtrada por los vidrios pintados de la ventana, una luz blanquecina lo bañaba todo. Entré, evadiendo el espejo. En un rincón se encontraban alineados baúles y equipajes; los habíamos revisado varias veces. En los armarios encontré vestidos de la tela más suave que jamás haya tocado; alineados en la cómoda conté una veintena de frascos de perfume. Desde los iconos los santos me miraban, Descubrí que, pese al cautiverio, tenían ánimo para leer.

Lo único que a veces rompía la monotonía eran los curiosos que se acercaban cada vez más peligrosamente a la empalizada. La mayoría de ellos sólo aflojaban su marcha o de plano se detenían suspicazmente ante la puerta para luego seguir su camino. Uno que otro llegó a tocar a la puerta ofreciendo alguna alhaja o haciendo alguna pregunta y era ahuyentado por el marinero de guardia con su fusil al hombro.

—Saben que estamos aquí —dijo Yérmakov—, ya son demasiadas veces.

Nikulin intentó calmarlo. Podía ser simple curiosidad. No se nos escapaba que con la cercanía de los checoslovacos en las inmediaciones, cuyos tiros de artillería se escuchaban cada vez más cercanos, si asaltaban la ciudad no saldríamos con vida. Así interpreté el silencio de Yurovsky.

Buscaba también en su rostro alguna señal de certeza.

La obtuve días después. Ordenó reducir las salidas de la familia al jardín arrostrando las protestas del médico. Se excusó con que nosotros igualmente veíamos por los prisioneros. Insinuó que tal vez iban a ser de nuevo evacuados, que tan sólo esperábamos instrucciones de Moscú. El rostro del ciudadano Romanov reflejó alivio. Su familia se mostró más aprensiva. Yurovsky se tocó la visera de la gorra.

Horas después, nos llamó. Él se encargaría con Nikulin de los prisioneros, Yérmakov debía redoblar la guardia en la casa, me asignó que hiciera un inventario de las armas y las municiones que poseíamos y fuera por una decena de latas de petróleo, queroseno y ácido sulfúrico. Esto me obligó a salir por primera vez en varias semanas. No fui solo. Detestaba estas misiones de avituallamiento. Antes salía a obtener provisiones; el mercado solía estar lleno pese a la guerra. Estaba seguro de que todos esperábamos escapar o morir. Ahora era distinto: encontré casi desiertas las calles, sin barrer, caca de caballo aquí y allá, ni siquiera circulaban coches, las tiendas estaban casi vacías y nadie quería hablar.

Acepto que yo nada sospechaba y que un revolucionario no puede ser cándido. Me sentía seguro de que íbamos a escapar durante la noche e incendiaríamos la casa para no dejar rastro. Regresamos con el cargamento entrando por la puerta trasera. Esa noche entregué a Yurovsky el inventario. Lo leyó en mi presencia por un momento y me dio las gracias. No se dijo más.

Nikulin había expresado la necesidad de las ejecuciones en la Revolución francesa y en la Comuna de París. Sólo de este modo el enemigo no podría retornar y los sacrificios de miles de años no serían en balde.

Yérmakov convino con él: —Cuando la necesidad es histórica ningún esfuerzo es innecesario, ningún acto es inmoral.

Aquí Nikulin no estuvo de acuerdo: —Quizá quisiste decir que ningún acto apegado a la moral burguesa. Todo proceso histórico, camarada —aquí interpeló a Yérmakov por su nombre y patronímico— genera por necesidad su propia moral. Estamos en el umbral de los nuevos tiempos. La historia del mundo aquí termina y crearemos un nuevo arte, una nueva ciencia, una nueva política, una nueva sociedad, sin explotación, ni distinciones de clase, ni injusticia ni penuria alguna, donde habrá pan, tierra y progreso para todos.

—Será ésta la última de las guerras —sentencié—. Y estaremos a la vanguardia de las naciones. ¡Hurra!

Entonces el comandante Yurovsky nos convocó a una reunión en el sótano. Apenas llegamos vi que sólo estaríamos nosotros cuatro, por lo cual cualquier instrucción se la tendría que transmitir a mis hombres. No había donde sentarse. Junto a la pared había un par de rifles y algunas pistolas. Mandó cerrar la puerta y procedió a leer el comunicado del mando supremo. No pude evitar cerrar los ojos; comprendí todo.

—¿Dónde lo haremos? —alcanzó a preguntar Yérmakov.

—Aquí mismo —replicó Yurovsky.

—¡Camaradas: nos escucharán en toda la cuadra! —exclamé.

Yérmakov y Nikulin estuvieron de acuerdo conmigo.

El camarada Yurovsky se llevó las manos a la espalda y explicó: —Tiene que ser aquí; si los sacamos será mayor el riesgo, además tendríamos que retirar a toda la escolta. Además, ya está decidido con el soviet de los Urales que, cuando terminemos, los vamos a enterrar en una mina que queda cerca de aquí. Con el ácido quedarán irreconocibles; no debe quedar nada de ellos.

Hacía unos meses, de un solo tiro a la cabeza, Nikulin había ejecutado a un aristócrata; sin embargo, lo noté azorado mientras paseaba por la habitación.

Nos interrogó: —¿Cómo lo vamos a hacer?

—Podemos poner un gramófono para ahogar el ruido —propuso Yérmakov.

—Imposible, debe ser al amanecer —replicó Yurovsky.

—Podemos decirles que los vamos a evacuar a Crimea, que se alisten de inmediato… —ideaba Nikulin sin mirarnos.

Lo que objeté: —Esperarán en la sala.

—Ni modo, hay que traerlos acá —dijo Yérmakov, su boca seca—. Harán lo que se les ordene. Son bastante dóciles.

Advertí que tenía razón: desde hacía mucho que habíamos domesticado a los Romanov.

—Hecho. Entonces hay que traer unas sillas acá —sugerí—. Podemos ponerlas frente a esta pared —la señalé—. Me preocupan las ventanas. Dejarán pasar el ruido.

—No, no, mala idea lo de las sillas. Sin sillas. No hay razón para ello —contestó Yurovsky.

—Tenemos que actuar con mucha rapidez —opinó Nikulin casi abstraído.

—Un tiro a la cabeza a cada quien —replicó Yérmakov como pensando en voz alta.

Pregunté: —¿Entonces para qué los fúsiles?

—Para rematarlos si es necesario; tienen que tener bayonetas —explicó Yurovsky con las manos en jarras, como si lo hubiera pensado largamente.

—Creo que es demasiado. Además, si entramos aquí armados se van a dar cuenta —dije; Nikulin asintió.

Yérmakov tomó una de las pistolas; la apuntó a la pared y amagó con jalar el gatillo: —No tendrán tiempo ni para persignarse.

—Hay que apuntar a las cabezas —Yurovsky fue a la pared y extendió las manos—. En dos filas: atrás algunos de ellos de pie; o, mejor, los alineamos a todos…

—Exacto, camarada. El problema será contra quienes disparamos primero —dudaba Nikulin.

—Somos suficientes. Yo ejecutaré a Romanov. Primero, les leeré el comunicado de la sentencia, y a mi orden disparamos todos. Empezamos con los que están enfrente para que quienes estén detrás no pueden escudarse con ellos. Hay que apuntar arriba de la cintura.

Le pregunté: —¿Cuánto tiempo creen que nos tome esto?

—No más de quince minutos.

—Son once prisioneros. Seis mujeres, cinco hombres —decía Nikulin como si calculase.

Pregunté: —¿No liberaremos entonces a los criados?

—No, de ninguna manera. Se van con ellos —replicó el comandante.

—¿Y los demás? Nuestros hombres… —seguí.

—Nos deben esperar afuera.

Inquirió Nikulin ansioso: —¿Quiénes deben hacerlo? ¿En quienes has pensado, camarada?

—Nosotros cuatro, y parte del grupo de letones; Kerin, Vaganov, Netrebin, Kabanov, Tselms. Seremos suficientes.

Volvió a intervenir el número dos: —Propongo dejar los fusiles cargados con peines completos. De hecho, son mejores que las pistolas.

Yérmakov se notaba inquieto: —Debe quedar alguien junto a la puerta. Por si intentan…

—No podrán. Y la puerta tendrá cerrojo —aclaró nuestro comandante.

—Harán un escándalo, camaradas. ¿Porque mejor no envenenarlos? —les sugerí.

—Mejor les decimos que les vamos a tomar una foto y cuando sonrían les mostramos la ametralladora que tenemos arriba y pum. ¿Sí, cómo no? —repuso Yérmakov dándome la espalda.

Insistí: —En la noche y luego sólo tenemos que deshacernos de ellos. Es mejor que hacer una matanza aquí.

—Esto no es broma. Que quede claro: exijo toda la seriedad. Sólo los matamos. Luego a los cuerpos no se les toca, ¿está claro? —Levantando la voz, el camarada Yurovsky repitió su demanda y entendimos que había que acatarla.

—¿Qué día y a qué hora? —pregunté.

—El 17 de julio a las seis de la mañana, camaradas.

—¿El 17?: ¡los blancos están allá afuera! —protestó débilmente Yérmakov.

—Yo iré con el médico —prosiguió Yurovsky—: él va a convocar a la familia y a la servidumbre. Le voy a decir lo que propone el camarada Nikulin. Esperan ser evacuados y eso les hará apresurarse.

—Esperanzas —dije para mí.

Salimos a tomar el aire nocturno. En las habitaciones los prisioneros estarían durmiendo; difícil decir, ya que por las ventanas no se escapaba el más mínimo haz de luz de las lámparas. A veces con la oreja contra la puerta de las recamaras, alcanzaba a escuchar retazos de pláticas entre ellos y las oraciones ante los sagrados iconos.

Podría yo decir que nos afanamos en cumplir nuestra misión, pero les mentiría, camaradas. En honor de la verdad, nada podíamos hacer salvo esperar a la fecha señalada por el camarada Yurovsky o, si acaso, un momento propicio, que con miedo veíamos próximo. Afuera, ominosa y extrañamente, las multitudes habían dejado de aparecer.

Todo lo que podía anticiparse con estas nuevas horas de quietud.

—Que entren las masas. Imagínate —me decía Nikulin chupando su cigarrillo—, no las detendríamos; creo que hasta les indicaríamos donde están y entonces… Igual que el rey de Serbia, ¿te acuerdas? Los buscarán y seguro que van a terminar encontrándolos en un armario, a los muy cobardes, y entonces será algo que… que… No lo pudimos impedir, que era imposible detener la furia de las masas. Por mí que echen los cadáveres a la calle.

—Pero después vino otro rey —objeté.

—Para dar fe de eso necesitaremos cámaras —dijo Yérmakov.

—Un problema a la vez, camaradas —recomendó Nikulin.

Esperamos, pues.

Y empecé a entretener en mi mente una idea intempestiva, extraña y completamente burguesa. Emergió antes de aquella noche en que el diácono vino a oficiar la divina liturgia en la casa Ipátiev. Nos sorprendió el talante de la familia, como si hubiese recibido una noticia terrible, como si anticipara la perdida de toda esperanza, y la veíamos descender por la escalera en silencio, para sin más besarle la mano al pope. Imposible para nosotros no estar ahí, pero Yérmakov se acercó demasiado. Por mi parte, yo estaba fuera del alcance de cualquier bendición. Me paré al lado de Yurovsky, pero, más tarde, me alejé de él, tal vez por vergüenza; repentinamente no me sentía a la altura, así que evadí mirar a mis camaradas dejándome arrullar por la voz profunda del pope. Y pude observar al zar. No podía yo creer que este ser anodino fuese el padrecito, el descendiente de Iván el terrible, Pedro el grande y de Alejandro el que nos salvó de los franceses en aquel glorioso 1812, y que, en cambio, ordenó a sus soldados disparar contra trabajadores que solamente le pedían pan y trabajo. ¡Asesino, ahora arrodíllate ante el pope y pide perdón! Pero de seguro Dios se apiadaría de él, tan sólo porque cargaba al niño que debía llevar la semilla de los Romanov. De San Cristóbal no obtendrás justicia, sino de nuestras bayonetas. Porque una familia como la tuya sólo puede esperar de las masas la justa venganza. Intercambié miradas con Nikulin, no de complicidad, sino accidentales; luego me dijo, poco antes del hecho, que esa misma semana y en los días que siguieron contingentes de chequistas eliminaron a muchos oligarcas y que ni así se podría erradicar tantos siglos de opresión y egoísmo… “Nosotros, Medvedev, seremos distintos; estamos conscientes de nuestra responsabilidad.” Lo que íbamos a hacer sería como consagrar la primavera purificando la tierra para que diese buenos frutos. Y entonces el pope cantó Seremos uno con los santos, y el llanto repentino de una de las hijas me retornó a esa habitación. Un sollozo sonoro que las demás no secundaron. La identifiqué como aquella con la cual habíamos fraternizado al inicio. Una vez hasta me miró y quise abrirle la puerta y decirle vete y no mires para atrás, sólo no te lleves a la espía alemana de tu madre ni a tu hermano, porque su muerte la necesitamos. ¿Entiendes que todo es una necesidad histórica? Yo, por mi parte, sentí todo el peso de la inevitabilidad, que intenté descargar con la idea de que tal vez sería bueno que a los que íbamos a participar en la ejecución se nos proveyera, por clemencia, de una bala de salva, o dos, una para nuestras pistolas y otra para nuestros fusiles, y que al menos una de las bayonetas estuviese roma; podríamos sortearla a la suerte; o, mejor, que todo se dejara al acaso y nunca siquiera suponer si los tiros que salieron de mi arma fueron mortíferos.

El diácono nos bendijo a todos: a nosotros que saldríamos inermes y a quienes estaban cada vez más cerca del fin de sus vidas, les derramaríamos acido en sus cuerpos, les echaríamos en el tiro de una mina de cobre, y trataríamos de olvidarles, mientras escapaba con mi vida, con mi mujer, por los campos, los blancos sobre mi rastro, pensando que había hecho mi parte y me quedaba esperar el juicio político al que tengo derecho.

 

Postdata de 1945

Palacio de Livadia, Yalta. Los trabajadores esperamos la señal. En cierta forma cumplíamos con una misión, por humilde que fuese. Todos éramos importantes. Apenas la recibimos, nos abalanzamos al salón, armados con nuestros instrumentos de limpieza, desplegándonos por el recinto. La orden de la camarada supervisora Vinográdskaya era tan confusa como acostumbraba:

—Limpien todo, pero no toquen nada. Se mira con las manos y se toca con los ojos. Adelante, camaradas.

Uno de nosotros objetó con que no podíamos trabajar con los ojos cerrados, pero yo sabía que lo único que le importaba, a él y a los demás, era si quedaba alguna botella de vodka. Permanecí callado. No empezaba a trapear y ya estaba cansado tras esperar toda la noche a que los diplomáticos terminasen de discutir qué haríamos con Alemania apenas derrotáramos al fascismo.

Por las sillas fuera de sitio vimos que los americanos no eran tan civilizados como creíamos. Alguien preguntó si el camarada Stalin había estado presente. Lo chité.

Vinográdskaya se puso ceremoniosamente en el centro y palmeó dos veces. Fuimos a las mesas donde las sobras estaban distribuidas como un mapa. Empecé por vaciar los vasos en una bolsa en las que los líquidos se mezclaron en un brebaje hediondo y de color sanguinolento.

—¡Medvedev, eres un santo!

Fue como si mis oídos actuaran por su cuenta. Seguía con mi trabajo. Yo iba por las mesas de derecha a izquierda y otro equipo en dirección opuesta trataba de no chocar conmigo. Algunos camaradas los estudiaban los platos sucios y vacíos, como si en ellos hubiera algún secreto.

—Seguro tuvieron que bailar —supuso una nena que trabajaba con nosotros, demasiado joven para ir al frente.

Debajo del candelabro, con su cigarro en la boca, la camarada supervisora trazó unos pasitos de fox trot.

Terminé mi recorrido y en un rincón dejé la bolsa llena de basura. Me asomé brevemente por una ventana. Vi la playa donde de seguro jugaban las niñas Romanov. Se escuchaban voces a lo lejos. La camarada Vinográdskaya me llamó con voz dura para ordenarme que llevara la bolsa al equipo de transporte de desechos, que, me dijo, la estaba esperando en la entrada.

Cumplí mi encargo. De regreso al comedor, vi una pintura que representaba la agonía de un zar. Pensé que tuvo una muerte heroica, ya que junto a él se inclinaba la zarina, ambos consolándose. No sé por qué los miré con desprecio. Me apresuré en regresar.

—No estamos de visita, Medvedev —espetó la supervisora. Y se volteó para platicar con un par de muchachas que barrían el piso. Pronto advertí que el tema era la pretensión de una tal Anna Anderson de ser en verdad la gran duquesa Anastasia.

—Ay, niña, nuestra historia está llena de pretendientes. Nada más recuerda al falso Dimitri ese. Los contrarrevolucionarios son capaces de todo y lo tenían bien escondido. Nunca hay que confiarse. Igual es cierto.

—No es verdad: los Romanov están muertos y bien muertos —exclamé.

—¿Por qué? —me preguntó Vinográdskaya deteniéndome en el cumplimiento de mis funciones.

—Lo dice el partido —repliqué.

—¿De veras? Mmmmmm… Hace tiempo que te vengo observando.

Abracé mi escoba.

Podía confrontarla o implorarle que no me denunciara. No iba a volver a prisión.

En cambio, le dije: —Yo sirvo a la Unión Soviética.

Ella no soltó prenda.

—¿En serio? Yo te veo holgazaneando… Sabes lo que significa. Además, te crees más que nosotros. Individualista. Nada que podamos emular de ti, camarada.

—Es muy difícil, pero he cumplido mi parte como cualquier ciudadano, si se me permite decirlo.

—¡Vaya!

Otros camaradas se acercaron.

—En la Guerra Civil hice mi servicio, escapé de los blancos, luché codo a codo por el triunfo de la Revolución… Estuve en la construcción del Gran Canal… —Sólo no pude decir lo que hice en la casa Ipátiev—. Por eso puedo decirlo, con todo respeto, que los Romanov no viven todavía.

Ella me sostuvo la mirada.

—Esta Anderson —expliqué— no es más que una farsante. Una americana que quiere notoriedad por dinero.

—Otro que quiere que bajemos la guardia, camaradas —prosiguió la supervisora—. Ahora que demostramos nuestro poder, que nos tienen respeto en el mundo. Seguro que hablaba con nuestros invitados. ¿Qué te decían?

—No tienes derecho… —protesté—. Ni yo ni nadie hablamos. Somos patriotas. Yo he demostrado sobradamente mi patriotismo y mi compromiso con las masas. No tengo que defenderme ante ti. Si me dejaras hacer mi trabajo, acabaríamos pronto.

—¿Para? Tienes miedo. Ya te quieres ir. Las masas te importan un comino. Tú lo que quieres es largarte. Y tienes el empacho de poner en duda las amenazas que nos afectan. ¿Ya vieron, camaradas? Medvedev cree que los Romanov no amenazan a la Revolución ni al socialismo, cuando todo el mundo sabe que ahí siguen los desgraciados, agazapados, esperando a que los imperialistas los hagan volver.

Por impulso di un paso hacia adelante. Vinográdskaya se replegó; creo que la asusté. Y otros se interpusieron entre ella y yo.

—No sean ridículos. Los Romanov están muertos. Los mataron Yurovsky y sus camaradas. ¡Esto debiera ser una leyenda! —grité.

Alguien entró por la puerta entreabierta. Seguí la mirada de mis camaradas. En mi línea de visión apareció, de izquierda a derecha, una mujer de uniforme, portando una gorra azul; cuando estuvo ante mí le conté las estrellas en las hombreras: eran cuatro.

—Camarada capitana Dúntseva.

Ella tardó en hablar. Empezó por ordenar: —Identificación.

La extraje de mi bolsillo. Y se la di con la menor rudeza posible.

—Medvedev, Pavel Spiridónovich —me dijo con voz monótona, como si me informara de mi nombre. Se metió mi credencial en el bolsillo de su capote. Me infundió miedo.

Uno de nosotros le apartó una de las sillas que ya estaban sobre la mesa. Mientras tanto, otros se fueron alejando.

—¿Ustedes de qué hablan, camaradas? Es más, ¿qué hacen aquí? ¿No debieran estar trabajando?

Vinográdskaya le ofreció un cigarrillo, altiva y obsequiosa a la vez, como quien cree tener la razón. La de Asuntos Internos lo tomó y repitió su pregunta.

—Un problema de disciplina, que estoy resolviendo —se excusó Vinográdskaya .

—Espero que le vaya bien con eso, que esté dando resultados —La capitán se abrió el capote; en su pecho lucía la medalla de la Orden de la Bandera Roja. —Los estuve escuchando: ¿qué hacen esparciendo rumores sin fundamento?

—Por eso lo estaba reconviniendo. Espero que haya aprendido a no dudar… —explicaba mi supervisora.

—La patria exige de todos la mayor dedicación, ¿entienden?

Pude dejarme reprender, bajar la cerviz, pero era injusto… ¿Rumor… lo que hicimos en la casa Ipátiev?

—A eso me refería, camarada capitana. Estaba explicando a la camarada supervisora que en el extranjero están tratando de menoscabar la fe en el partido con impostores que…

—La mejor manera de lidiar con ellos es no mencionarlos, olvidarlos, ¿me entienden?

Vinográdskaya asintió con la cabeza sin mirarme. Yo no podía dejar de insistir.

De nuevo los demás se arremolinaron en torno nuestro, lo que no agradó a la capitana.

Quise decir que la Revolución es irreversible, pero de mi boca salieron otras palabras: —Quien diga que esa impostora es una Romanov insulta a todos los obreros y campesinos de este país. Y es un peligro para todos. Es lo que no comprende la camarada supervisora. Con permiso, son otros los que esparcen rumores, no yo. Debiera denunciarlos. ¡Los Romanov están muertos!

—¿Persiste con eso? Eso fue en el pasado. Ahora lo que debemos hacer, lo que el partido ha resuelto, es mirar hacia el futuro.

Esta mujer no veía lo que nos acechaba. En manos de quienes está la seguridad del Estado.

—Quien no entienda esto —persistió—, es un saboteador. Esos, los saboteadores, son los nuevos enemigos. ¿Es usted un saboteador, Medvedev?

Reiteré que soy un patriota.

—Eso lo dicen todos. No contestó mi pregunta. Muchos saboteadores se creen patriotas. Se engañan, desde luego, y nos engañan a todos. Usan a veces la verdad para engañarnos. Y debemos cuidarnos de ellos. Son los que están aquí entre nosotros. Los que nos distraen de nuestra misión histórica en beneficio de la humanidad. Le invito a que se discipline.

Para obedecer yo tenía que evadir. Evadir era conceder, y yo no podía conceder mi desaparición de la historia.

—De acuerdo.

—¿De acuerdo, camarada? —preguntó jovialmente la supervisora.

—Sí, y exijo una disculpa. Luché por mi patria en la Guerra Civil y demando que ello se me reconozca.

—¡Pero qué valiente es usted! —aseveró la de Asuntos Internos—. Hagamos una prueba porque de lo contrario no tendré más alternativa que arrestarlo bajo sospecha de violación al artículo 58 del Código Penal.

La capitana desenfundó su revólver. Se puso de pie mientras del tambor sacaba las balas, dejando una. Me miraba fijamente con sus ojos azules. Tras hacer girar el tambor, me invitó:

—Muéstreme de lo que es capaz.

Esperaba a que me apuntara a la cabeza, así que tomé el arma con ambas manos; por alguna extraña razón leí el número de serie. Temía identificarla como una que hubiera empuñado alguna vez. Escuché algunas risas; a ver si se ríen cuando mi cuerpo cayera emanando un surtidor de sangre.

Ella intentó quitarme el arma… Me resistí. Apreté el gatillo.

Sin mediar palabra devolví el revólver; ahora era yo quien la retaba con la mirada; en verdad que los enfrentaba a todos.

Ella me sorprendió rotando de nuevo el tambor; se puso el revólver contra la sien y lo accionó.

Volví a sentir el acero en mi mano derecha. Por mi mente voló lentamente aquel momento en que entré con Nikulin a la habitación de las mujeres a ver si había quedado algo que pudiera servir de trofeo. Abandonado estaba el equipaje que, de todos modos, abrimos. Nos llevamos una enorme decepción; en cierta forma fuimos robados, pues las joyas estaban cosidas en los corsés y se las apropiaron los guardias que con Yérmakov desecharon los cadáveres.

Decidí hacer fuego y el mundo seguía allí.

—Tome —le dije a la camarada Dúntseva. Pensé que había probado lo suficiente.

Sin dejar de mirarme, ella se puso el arma en la sien y amagó con matarse.

Ahora yo giré airado el tambor y volví a jalar el gatillo. Ella sonreía mientras me imitaba.

Recordé que una vez quise que una bala de salva me exentara de toda responsabilidad. Cuando tiré nuevamente del gatillo, sentí una absolución.

Entregué el revólver como a una herramienta. Ella: otra ronda y sus ojos no se apagaban. (En aquel sótano estaba muy oscuro así que no pude ver los ojos de nadie.)

¿Se notaba que yo sudaba frío?

La capitana Dúntseva me quitó el arma y se la puso en la sien. No vi cuando abrió fuego, sólo una risotada queda, loca.

—Su turno, camarada.

—Arrésteme, por favor.

Ella preguntó por qué. Le contesté que tenía algo que confesar.

Me tomó del brazo y me llevó afuera. Noté que antes de cerrar la puerta echó un vistazo adentro del comedor.

En la antesala me ofreció un cigarrillo. Yo temblaba de miedo. Entonces ella volvió a tomar el arma, la abrió y tomó el cartucho. Me lo mostró tocando un extremo con el pulgar.

—¿Ves? Le falta el fulminante —Se echó a reír, esta vez con soltura, tanto que los hombres de la Seguridad del Estado se volvieron hacia nosotros—. ¿No te das cuenta que sé quién eres?

Me fui porque ella me ordenó largarme. Envuelto en mi abrigo me interné en la noche.

En estos días caminando por la calle volví a ver a Yérmakov.

 

Agosto de 2023-marzo de 2024