Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

La biblioteca en ruinas

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Por Rocío García Rey

16 Julio 2020

La biblioteca privada dice de una sórdida historia personal.

Hugo Achugar, La biblioteca en ruinas

 

Revolvió una y otra vez los libros. Quiso inventar un ritual en torno a ellos, pero pudo más el cansancio por la vida. Durante años había resuelto ser depositaria de historias que en otros tiempos habían tenido el color de la esperanza.

Repasó títulos que tenían que ver con dos países: Cuba y Nicaragua. Repasó títulos y halló libros que le habían sido heredados por María, su alumna, quien, cuando enfermó de cáncer, vio en ella un desdoblamiento de las qua aun en el vértigo de la memoria, se aferraron a conservar títulos de una biblioteca en ruinas.

            La mudanza se hacía cada vez más cercana y ella sabía que no se trataba únicamente de un cambio de domicilio. Se trataba, más bien, de darle paso a lo ocre de las tardes, a la memoria perdida. Sí, perdida entre un presente avasallante de tan vacuo futuro.

Pensó que las clases que impartió tantas veces, ahora sólo eran recordadas de vez en cuando por los que ahora serían oficinistas cumplidos o mujeres que al tiempo de atender múltiples tareas tenían que lidiar con una soledad recóndita.

Tal vez en las mujeres depositaba esa soledad recóndita porque eso sentía que era para ella su nueva vestimenta. Pensaba una y otra vez que el gran clamor por las letras sólo había sido la gran anestesia para soportar el horadado mundo.

La mudanza se acercaba y con ella la renuncia a ser la eterna bibliotecaria de las inservibles utopías. Apartó el libro de Lispector, y entonces repitió. “Estoy procurando”, aunque no sabía qué procuraba. ¿Vivir? ¿Acariciar soles muertos?

Colocó cuanto libro cabía, en  aquella mochila de piel que tantos años le sirvió para transportar lo que después de unos años se marchitó. No hace falta decir su nombre. Libros-cometa-libros- ideas marchitas para guarecernos de lo más áspero del invierno.

Se miró al espejo. Las canas son la prueba de que la luna también mengua.

Conocía la librería de viejo. Sus pasos trastabillaron y la boca se le secó momentos antes de llegar a la librería. Entró, había un hombre que podría ser su hijo. Lo miro con vergüenza, como si llevara libros prohibidos en el presente. Sólo atinó a decir quedamente “Traigo libros”. El hombre le pidió que los pusiera en el mostrador Entonces un tal Sandino se escurrió por los cristales y el estudio sociológico para entender las enfermedades mentales, peso más que de costumbre. El azúcar de la revolución cubana retumbó en sus manos en forma de sudor. No entendía por qué tanta vergüenza. Tal vez porque sabía que ofrecía fantasmas. Vendía fantasmas en una hora en que el panteón de los recuerdos ya no vendía féretros. Tal vez sería mejor, entonces, incinerar los libros.

El hombre la miró extrañado.

– ¿De qué fue maestra? ¿Por qué sí fue maestra verdad? El hombre preguntó cómo aferrándose a una respuesta positiva.

-Sí, le dijo teniendo aún en todo el cuerpo una oleada de vergüenza.

-Uy, señorita otros tiempos. ¿verdad? Cuando el marxismo existía.

Ella imaginó que no podría soportar la laceración por una historia hecha añicos. La atrapó por un momento la urgencia de salir corriendo. Huir de su biblioteca en ruinas. “Otros tiempos, verdad señorita”-

– ¿Cuánto pide por los libros?

Respuesta en forma de espanto. El hombre de inmediato, le dijo: “No son libros que ya pidan mucho. Le doy cincuenta pesos. Ella a esas alturas, se despedía de Sandino y Cuba y de esa manera los años de sueños rojos se transformaban en una tarde ocre. Salió con los cincuenta pesos; mochila vacía y utopías disueltas habitándole todo el cuerpo.