Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

La ben plantada / Lorena Garduño

Con palabras, llenas, fuertes, lucha contra el sol y el viento.

La piel de bronce le cruje, bajo la fuerza del tiempo.

Se inclina, avanza y vuela,

espíritu con libertad gritando su voz muda…

Eugenio d’Ors.

 

La ben plantada

Autora: Lorena Garduño

Agosto 2023

 

Debían ser las tres de la tarde. A esa hora, los niños que salían del colegio gozaban de la belleza de sus caminos para luego correr precipitados al área de juegos. Se escondían entre las ramas, saltaban la cuerda, pateaban un balón o, en días de verano, sumergían sus manitas en el lago y se salpicaban las caras. Esa tarde de 1962 el parque Turó mezclaba la tersa danza de los árboles con el sonido de las risas infantiles, el aire, desnudo, se vestía con hojas sueltas y viajaba perezoso entre los recovecos del paisaje.

Las madres, adornadas de sombreros de gran ala ancha y pantalones ceñidos, bebían tés orientales y charlaban unas con otras: la receta de cocina, el salón de belleza que “Marychú” recomendó, las frutas de temporada, del marido, de la amante, del gitano de torso ancho e iris olivo al que nunca le preguntaron el nombre. A veces, una que otra osada traía a cuento el derecho a un estado autónomo, las demás, asintiendo, le halagaban el coral salvaje de los labios y volvían a lo suyo.

Era una cotidianidad mágica. Puesto que, como se sabe, en el barrio Sant Gervasi-Galvany no hay espacio para la miseria, o quizá, quizá sí.

Julia habitaba un piso de los muchos que dan al edén, desde el ventanal de su estudio podía deleitarse mirando las estampas de los niños que habitaban la felicidad del lugar. Ella, sonreía satisfecha y acariciaba su vientre hinchado a causas de cinco meses de embarazo. Pronto sería parte de esa postal. Se imaginó empujando un cochecito para bebé alrededor del monumento, compartiendo consejos y anécdotas con otras mujeres en el café Resort. En cuanto su último cuadro llegara a París, sus anéelos estarían completos.

Esa noche dio los toques finales a su pintura. Sobre el lienzo se observaba una suerte de ultrasonido creado con manchas de diferentes colores, colores que representaban cada uno algo de lo que la criatura instalada en su cuerpo representaba para ella: verde césped, lilas flores, amarillos luz, azules esperanza, rojo vida, ocre tiempo… Los pocos trazos que eligió marcar dotaron de profundidad y solidez al cuadro, sin duda se podía penetrar en ese útero, hermanarse con el feto.

Al siguiente mediodía, empacó su obra y adjuntó un sobre con una nota donde se leía: “Manel: Gracias por dar vida a mi vida. Beso. Julia”. Colocó sellos postales y de vuelta a casa se sintió con ánimo de penetrar al Turó para comer un pastelillo en su cafetería.

El destino del lienzo tornasol tenía dos propósitos. Por un lado, que se exhibiera en la apertura de un nuevo paisaje cultural. Y, además, era imperante para Julia que Manel, dueño de una galería en París e importante pintor, al ver el cuadro comprendiera que parte de su esencia, es decir, de su genética se había quedado guardada en su cuerpo y ahora esa diminuta semilla crecía sana.

Transcurrió una semana sin que Julia supiera nada de Manel, en cambio, comenzó a sentir un piquete casi imperceptible que conectaba al coxis con el obligo y se expandía provocando que el dolor fuera mayor, hasta convertirse en insoportable. Las contracciones llegaron en seguida, eran violentas como un huracán desprendiéndole los órganos, coartándole la respiración… A unos kilómetros, el pintor desenvolvió el cuadro y bastó con la nota para entenderlo todo. Nublado por la furia, con el abrecartas que aún mantenía en la mano, apuñaló al lienzo en repetidas ocasiones hasta dejarlo hecho una piltrafa, un amasijo de colores que en forma líquida salió entre las piernas de Julia. Ésta cayó desplomada encima de un charco de luz, lilas, esperanza, césped, vida y tiempo.

Por una temporada se le miró recorrer los andurriales del parque, mecer al compás de una sardana a un niño transparente entre sus brazos, amamantar al viento hasta que la lluvia fría le endurecía los pezones y entonces, Julia, podía sentir algo. Lloraba.

Nadie sabe si fue su afición por Van Gogh o sus ganas de inseminarse nuevamente con pintura, pero se alimentaba de oleos, se vestía de oleos, pintaba los cabellos de los niños que, al percibirla cerca, huían bajo el cobijo de sus padres, — ¡mami, la loca me ha tocado, estoy maldito! — Decían y el corazón celeste de la mujer, charquito a charquito, se petrificaba. Ya no quedaba espacio para el amor o el lamento.

 En invierno, se le encontró hierática dentro del parque. Una mujer compasiva le obsequió una túnica para cubrir parte de su carne expuesta, pero Julia la contempló indiferente con ojos grises, inmóviles. Despacio fue barro, metal manso, finalmente lustroso bronce inscrito en la placida sutileza de los encinos.

Todavía se le puede encontrar decorando, con la espina dorsal abierta como si dos alas fueran a desplegarse, el parque Turó en Barcelona, “La ben plantada”, la nombran.

 

Abril, 2019

 

 

 

 

Lorena Garduño (Ciudad de México) Escritora. Estudió Creación Literaria en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM); así como diversos talleres de creación, crítica poética y guion. Del 2013 al 2017 formó parte de la organización del Festival Internacional de Poesía de la Ciudad de México. Su obra ha sido publicada y presentada en diferentes espacios culturales como: Periódico de poesía de la UNAM, La Jornada Semanal, Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería, Feria Internacional del Libro del Zócalo, Di/verso Encuentro de poemas; entre otros.  Es autora de Del sexo y sus sarcófagos (Diablura Ediciones, 2016) y de Victoria de incienso (Diablura Ediciones, 2021).