Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

Just for men

JUST MEN

Just for men

Autor: Armando Alanís

16 Octubre 2019

 

No sé si a todos les pasa lo mismo, pero el caso es que no advertí cuando la primera cana hizo su aparición en el laberinto de hilos castaños que tenía encima de mi cabeza. Tampoco noté el surgimiento de la segunda cana ni de la tercera. Tal vez brotaron de una en una; tal vez en racimos o mechones.

Mi mujer pudo habérmelo dicho:

–¡Mira, ya te salió una cana! Fíjate bien: brota del partido, ahí en medio, y se extiende hasta la oreja derecha.

Frente al espejo, yo habría terminado por descubrir el cabello blanco mezclado entre cientos de cabellos oscuros. Pero mi mujer, tan extrovertida, en algunos asuntos opta por la discreción y hasta por el silencio.

No me dijo nada, pues. Tampoco nuestro hijo, que estaba más preocupado por el futbol y por conquistar a sus compañeras de la prepa que por las canas de su padre.

Ignorante de mi nueva situación, me presentaba cada mañana en la universidad como si todo siguiera igual. En el salón de clases me retrepaba en mi asiento, detrás del escritorio, con la seguridad en mí mismo que me gusta exhibir ante mis alumnos desde hace más de veinte años, y les daba cátedra sobre poesía de los Siglos de Oro con el entusiasmo y la emoción acostumbrados. Desde luego, ninguno de aquellos chavos ilusos comentó nada sobre el nuevo aspecto de mi pelo.

Mis amigos y conocidos guardaron un prudente silencio. Por su parte, Lorena, mi amante, seguía mirándome con los mismos ojos de admiración y deseo cuando estábamos en la cama, en el motel en el que nos acostábamos una vez a la semana.

Fue mamá, quien hacía poco había sido operada de cataratas, la primera en decírmelo, una vez que fui a visitarla.

–A ver si no terminas como tu papá. Cuando murió, el poco pelo que le quedaba era ya completamente blanco.

–¿No lo tenía entrecano?

–Milagros del Just for men .

No comenté nada, pero luego de que mamá me pusiera al corriente de las noticias que había visto en la tele a las seis de la mañana, fui al cuarto de baño y de cara al espejo del lavabo me enfrenté a la innegable realidad de que, entre los rulos de mi cabellera castaña, de la que estaba tan orgulloso, se habían colado algunas canas. Quise contarlas, pensando que se trataba de cuatro o cinco, pero no fue posible: los cabellos blancos en maridaje con los otros no eran cuatro o cinco como me había parecido sino veinte o treinta. O cuarenta. ¡Sólo el Diablo sabía cuántos!

 

 

 

Una vez que las canas empiezan a salir, no hay quien las detenga. En unos cuantos meses lucía en la terraza de mi cabeza lo que se puede llamar con justicia una cabellera entrecana. Las palabras de mamá sobre los milagros de los tintes rebotaba en mi cerebro una y otra vez, pero me obstinaba en rechazar la posibilidad de pintarme el pelo. “Se entiende en una mujer –meditaba–, pero un hombre que se pinta las canas es un hombre inauténtico.” Luego pensaba en papá. Tenía ochenta cuando falleció de cáncer pulmonar, pero aparentaba setenta. Esto último, ¿gracias al tinte?

En la calle me había vuelto muy observador. Tanto si iba en mi coche como a pie, no dejaba de mirar a los tipos que caminaban por la acera ni de atisbar a través de las ventanillas de los automóviles. Me di cuenta de dos cosas. La primera, que los canosos parecían más viejos que los que tenían su misma edad y se pintaban el pelo. La segunda, que comparando a los canosos con los no canosos, aquellos exhibían una personalidad más interesante. Llegué a una conclusión: las canas daban años, pero también personalidad. ¿Qué era lo que yo prefería?

No tardé en darme cuenta de una tercera circunstancia: no había demasiados canosos en la calle. Recordaba los tiempos de mi niñez y adolescencia: entonces era impensable que un hombre se tiñera el pelo, y los únicos tintes que se encontraban en farmacias y tiendas de autoservicio eran para mujeres. Uno veía que muchos hombres que pasaban de los cuarenta tenían canas: pocas o muchas, pero las tenían. También papá, bien que me acordaba. Lo que no podía recordar era el momento en que mi progenitor decidió usar un tinte, pero hay que tomar en cuanta que una vez terminada la prepa me fui a la Ciudad de México a estudiar Letras Españolas y sólo veía a mis padres en vacaciones. Cuando regresé a Huesos Viejos, ya recibido, me acostumbré rápidamente a ver a papá sin una sola cana en su no muy abundante cabellera.

Con alguien tenía que consultar el asunto, y la elegida fue Lorena. Ese miércoles, luego de hacer el amor, nos quedamos tendidos en la cama, desnudos. Ella apoyaba su cabeza en mi pecho. Empezamos a platicar de uno y mil temas, como siempre, hasta que en cierto momento deslicé la pregunta que me quemaba los labios:

–Mi amor, ¿crees que debo pintarme el pelo?

Sorprendida, Lorena se incorporó sobre la cama y me miró con detenimiento.

–¡No, por Dios! –contestó después de un minuto, pasando cariñosamente su mano por mi copete–. Eres mi zorro plateado.

No me animé a recordarle que nuestra relación había empezado cuando todo mi pelo era de un uniforme castaño oscuro.

En los próximos meses, llevé a cabo una pequeña encuesta que incluyó a mi esposa y a varios de mis amigos.

–Estoy en contra de los tintes –recuerdo que dijo, tajante, uno de mis colegas en la universidad estatal.

Otro, en cambio, comentó:

–Hoy en día sólo los estúpidos tienen el pelo blanco.

–¿Tú te lo pintas?

–Si lo necesitara, lo haría.

Me dejó con la duda de si todo ese pelo azabache suyo no recibía cada mes la ayuda de un tinte.

En resumen, la encuesta me sirvió de muy poco porque el cincuenta por ciento de los consultados estaba a favor de pintarse el pelo y el otro cincuenta en contra. Un dato curioso: casi nadie aceptaba que usara algún tinte, ni siquiera Rodrigo, uno de los amigos con los que jugaba dominó los viernes por la noche y cuyo pelo rubio parecía más falso que un billete de dos dólares. “Que me cuelguen de un puente si Rodrigo no hace algo con esa mata amarillenta”, pensé.

Curioso que fuera mamá, una viejecita octogenaria, quien más firmemente apoyara la idea de que empezara a usar tinte. Como soy un hijo muy obediente, decidí hacerle caso.

 

 

 

Mi amistad con el Just for men coincidió con el final de mi relación con Lorena. Ella nunca me reprochó que hubiera dejado de ser su zorro plateado, pero una noche, en el motel, cuando nos vestíamos para marcharnos, dijo de sopetón que lo había pensado bien y que era mejor que suspendiéramos nuestros encuentros.

–Tan amigos como siempre –me dijo cuando la dejé en su casa, y me quedé con la duda de si el tinte tenía algo que ver con el abrupto término de nuestra relación.

La culpa, estaba seguro, no había que atribuirla a la disminución de mi potencia sexual de los meses recientes. En las últimas semanas había tenido algunos problemillas con mis erecciones, pero estaba convencido, y así se lo dije a Lorena para tranquilizarla, de que eso pasaría pronto y yo volvería a ser a la hora de la hora el toro bravo de siempre.

Por cierto, ninguno de mis amigos me preguntó cómo había sido posible que, de la noche a la mañana, las canas se hubieran esfumado de mi cabeza. Nadie, salvo mamá, elogió mi decisión de teñirme el pelo. A mi mujer no le parecía ni bien ni mal.

–Sólo te pido –dijo– que tengas cuidado al aplicarte el tinte porque dejas el piso del baño salpicado de motitas negras.

Estaba contento con mi nuevo look. Seguro que me veía más joven, aunque nadie me lo dijera. En cuanto a la personalidad que supuestamente otorgan las canas, podía prescindir de ella. Del tema de la autenticidad o falta de autenticidad, ni hablar. “Lo esencial –reflexionaba–, es no verme más viejo de lo que en realidad soy.”

Todas las mañanas, antes de salir de casa, me daba un tiempo para mirarme al espejo, satisfecho de haber recuperado mi aspecto juvenil. Por cierto, me hice de una nueva amante, y aunque todavía tenía problemas con mis erecciones, estaba convencido de que pronto lo superaría. Mientras tanto, no estaba de más que me comprara en la farmacia dos o tres pastillitas.

Todo iba de maravilla hasta que, una mañana, advertí en mis sienes y en mi frente algo que no me gustó. Usando un espejito manual enfrentado con el espejo del lavabo, contemplé mi nuca. Quise morirme: ¡me estaba quedando calvo!