Juro decir la mentira, toda la mentira y nada más que la mentira
Por Jonatan Frías
16 julio 2020
Algo hay de liberador en caminar por voluntad propia al patíbulo; en decir: ni te molestes en acusarme, soy culpable de todo lo que se te ocurra. Andar por la vida soltando verdades intempestivas, le tumba los calzones al que sea. Ellos llegan con todas las herramientas necesarias para desarmar todas tus cochinas mentiras, así que lo que menos esperan es que a la menor provocación te sinceres. Por eso suelto verdades como quien da tarjetas de presentación; como quien reparte muestras gratis de jamón a mitad de un pasillo de un supermercado mugroso donde la gente lejos de mandarte a la chingada con un, no, gracias, colgado de una sonrisita de fuchi, te los arrebata de la charola con la misma sonrisa de los que gustan ir a los bufetes del Vips más cercano.
Al principio es la mentira, sólo la mentira y nada más que la mentira, y uno suelta la primera como quien roba una moneda de cinco pesos del monedero de la abuela: irreflexivamente. No se piensa: sólo se miente. La primera mentira es como el inicio de un cuento, si alguien muerde el anzuelo, luego ya no puedes parar.
Una mentira es por principio una historia y las primeras historias que se cuentan, lo contienen a uno mismo como personaje. Dije “contienen” pero quise decir “ciñen”. Las mentiras nos ciñen como una segunda piel, se nos pegan como sanguijuelas y nos desangran. Quieren y requieren más detalles para continuar.
El traje de misionero nunca me quedó, eso hay que decirlo. Me sacaba ronchas, qué puedo decir. Las buenas costumbres son como la gonorrea: pican y dan comezón. Cada día yo le subía dos o tres centímetros la bastilla al trajecito de niño bien portado hasta que un día, ya de plano, lo traía de babero. Por eso siempre preferí la temporada de caza de zopilotes, porque ese traje me ajustaba a la medida: el de carroñero. Estar en la mira de una escopeta es el mejor momento para empezar a mentir ¿de qué otra forma puedes escapar?
En la secundaria mentía -o engañaba, que para esto es otra forma de la mentira- para sacar mejores calificaciones, para salirme de problemas o para meterme en ellos, para entretener a los amigos o para coraje de los enemigos y claro, para ensalivarme las encías con una morena de cabellos rizados y hasta para encamarme con la niña que más repulsión sintiera por mí. No hay nada mejor que terminar entrepiernado con quien pone más cara de asco cuando te ve acercarte. Así, cuando le mientes, te sientes como el ladrón que roba al ladrón: a ver quién pone cara de fuchi, ahora.
Luego descubres la verdad, sólo la verdad y nada más que la verdad y créanme, si andar por la vida disfrazando mentiras de verdades es la pura diversión, disfrazar verdades de mentiras, joder, es droga pura. Te la pone dura en dos segundos. Ya una vez conseguida la fama de mentiroso, puedes escupirles las verdades que se te peguen la gana en la cara a quien quieras y no te va a creer, o no del todo, porque la verdad tiene un tufillo a cloro que no se quita. Eso no se puede esconder por más caca que le pongas encima. Por eso es tan divertido soltar verdades. Se les puede ver en la cara el gesto que precede al vómito por el olor a caca, pero luego llega ese otro olorcillo que les agudiza la mirada, los pone alerta e incrédulos y quieren saber qué hay detrás de toda esa mierda; y contra las ganas de meter la cara en esa pila de excremento para descubrir la verdad igual que el niño que embarra la cara en su pastel de cumpleaños, no se puede.
Es igual que cuando una mujer sin previo aviso te mete por primera vez el dedo en el culo. No puedes ni reaccionar. Te deja helado. ¿Qué se dice en ese caso: gracias, me pone otro para llevar, ¿por favor? No mames. Pero, aunque no lo reconozcas públicamente, tú sabes que te mueres por decirle ¿cuándo otra vez?
Así pasa con las verdades. Ningún mentiroso de verdad se atrevería a decirlo, pero lo que más le encanta es soltar dos o tres verdades en los momentos más inapropiados, como quien se tira un pedo en plena cena navideña y se levanta de la mesa y dice “le dan el golpe, pendejos”, y se va.
¿Quién se cree este pendejo para venir a soltarme su pinche hatajo de verdades, a mí, que lo único que quiero es que me mientan? Dijo la primera exnovia a la que nunca le mentí. Si de todos modos iba a decir cosas de mí, prefería que dijera la verdad; que antes dijera “pinche cínico de mierda”, pero nunca “pinche mentiroso de quinta”.
Así, desde entonces, convivo con la verdad y la mentira, y no es que de pronto no sepa distinguir entre una y otra, sino que no se me pega la gana hacerlo. Si lo mejor que le puedes escupir a la gente en la cara son tus cochinas verdades, prueba tragarte tú solito tus deliciosas mentiras. Dos jalones y ya estás tan enviciado que puedes empeñar hasta el anillo de bodas de tu madre con tal de conseguir otro pazón. Prueba esnifarte tus propias mentiras y en dos semanas ya te veré lamiéndolas del piso. Lo dicho: ponen y ponen muy denso.
Todavía hay románticos que dicen que la literatura -que el arte en general- es una gran mentira que revela muchas verdades. Bueno, yo prefiero contar una gran verdad que estimulé un montón de mentiras, que eché a andar la maquinaria y termines en medio de una bronca gigantesca. Porque es sabido que el que empieza contando puras mentiras, termina atragantado de verdades, y parafraseando a Jorge Ibargüengoitia -que es el maestro de todos nosotros-: el que crea que todo lo que digo es verdad, es un ingenuo; el que crea que todo lo que digo es mentira, es un imbécil.