Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

Jueves de dominó

Autor: Mauricio Yáñez

Julio 2022

 

Fue un jueves de dominó cuando decidí matar a Leonardo Escorza, mi némesis. Los jueves por la noche celebraba juegos de dominó con un grupo de amigos.

                        Leonardo Escorza fue mi subordinado en la institución donde laboraba. Desde su ingreso me provocó un ahogado desasosiego. Su mirada estrambótica y su mofletuda voz me crispaban los nervios. Nunca sabía con exactitud qué pensaba, ni sus motivaciones interiores. Leonardo me resultaba un enigma. Llegó por una recomendación del director, como muchos de los que ahí nos empleábamos.

                        Era eficiente con sus funciones, en ocasiones hacía más de lo solicitado. En sus primeros días, se manejó con una sobrada docilidad para evitar que yo decidiera ponerlo a disposición de otra área. Silencioso y servicial hasta el hartazgo. Con su facha ratonera se ganó la tolerancia, incluso la simpatía, de algunos de sus compañeros de trabajo. Cultivó muy pocos amigos o, mejor dicho, ningún amigo, quien le hablaba pretendía sacar algo de provecho. Al tiempo, pude reconocer la mano de Leonardo en el trabajo entregado por otros miembros del equipo. Silenciosa como todo él, pero exacta, con la precisión milimétrica de un experimentado artesano.

                        Diligente como era, atendía mis llamadas cuando yo me encontraba ausente de la oficina. Tomaba con suma precisión los recados y siempre sabía qué hacer en cada caso y cómo satisfacer las demandas de quien me buscaba en ese momento.

                        En fin, así transcurrieron algunos meses. Le pedía un reporte cualquiera y podría jurar que ya tenía varios elaborados en los cuales reflejaba distintos momentos de la dependencia y con distintas versiones acerca del cumplimento de los objetivos institucionales. Solo por molestar, le mandaba que me entregará la información en un acomodo distinto y ¡zas!, en breve tiempo la ordenaba tal como le era requerida. Parado frente a la puerta de mi despacho, mirando a través de los gruesos cristales de sus anteojos, su chillona voz sonaba: «Licenciado, el reporte que me pidió». Casi siempre, a mí ya se me había olvidado la solicitud en cuestión, y para lo que me importaban sus malditos informes. Lo único que quería era mantenerlo alejado de mí entorno. Jamás hablar de política con Escorza porque siempre terminaba en la defensa de su jefe, el director. No pocas veces sorprendí a Escorza, sentado frente a mi escritorio, con actitud silente, esperando nuevas instrucciones, al verlo ahí fijo sin que yo le llamara me hacía dudar de su cordura, o de la mía. «¿Había olvidado para qué llamé a Escorza?, me preguntaba, o bien, ¿qué hace este renacuajo en mi privado?». En fin, era una lucha sin cuartel.

                        Intuí que Leonardo Escorza podría resultarme peligroso si yo no estaba al pendiente de ciertos temas licenciosos. En realidad, desconocía hasta qué punto era de la confianza del director y poca oportunidad tenía de averiguar esa amistad, supuesta o real; por ello, decidí mantenerlo al margen de algunas diligencias que yo manejaba desde mi recaudo y cuya utilidad completa me correspondía.

                        Sin él pretenderlo, creo, y sin yo notarlo, poco a poco se convirtió en el elemento insustituible del equipo. Cualquier trabajo delicado que fuera requerido por el jefe, sin preámbulo lo encargaba en las confianzas de Escorza. Inmaculados y sin dilación, ponía en mis manos informes que llegaron muy arriba en las jerarquías de esa burocracia. Me exasperaba. «Tenía que encontrar la manera de humillarlo», pensé.

                        Así fue como un día decidí invitarlo a las partidas de dominó que, con algunos colegas, todos los jueves realizábamos en la cantina La perla negra, allá por los rumbos de la colonia Santa María, en las cuales yo era un consagrado y adulado jugador. Más de una ocasión logré obtener el campeonato de un minúsculo torneo de la disciplina que se organizaba en ese recinto.

                        Ese bicho raro, llamado Leonardo Escorza, resultó un diestro en el manejo de las fichas de dominó y, con suficiente regularidad, no apostaba al azar del juego, sino que trazaba sus ataques desde el desarreglo de su obtusa mirada. Los compañeros de diversión celebraban sus triunfos con grandes jolgorios como si se tratase de una victoria nacional. Era el oponente al que la mayoría de los amigos apostaban en mi contra, incluso le invitaban tragos si lograba vencerme en cualquier mano a mano. No pude más, tenía que deshacerme de él. Urdí un plan fútil que me resultó satisfactorio por su simpleza.

                        Guarde la compostura habitual durante las semanas precedentes a la fecha ya prevista para el funesto desenlace. En la oficina, seguíamos con las distancias que la jerarquía impone y, aquellos jueves al caer la obligada lobreguez, en la mesa de dominó, al contrario de lo que marcan los cánones deportivos, mostré un parco interés por los laureles del indemne gladiador. A nadie pronuncié mis insanos apetitos en contra de mi colega.

                        El jueves que el inquisidor destino había señalado a manera del día de la enmienda, buscaría el pretexto para que saliéramos juntos de La perla negra, desde un tiempo, templo en el cual Leonardo Escorza oficiaba como ministro. Fuera del recinto, en algún lugar apartado y lejos de miradas intrusas le enterraría el puñal cuyos bordes fueron afilados con descaro. Me sentía inquieto, eléctrico, bebí un par de tragos extras a la dosis habitual. Pondría en marcha el plan.

                        Llegada la hora, dije al dueño de las famas públicas que si quería retirarse para caminar juntos. Accedió a mi solicitud. Su docilidad me enfermaba.

                        —Usted no se siente a gusto conmigo, licenciado, ¿por qué me invitó a que saliéramos juntos? —me quedé boquiabierto con la insinuación del versado jugador.

                        —Para acompañarnos un trecho del camino —respondí un tanto turbado por la sorpresa del interrogatorio. ―Desde luego, estás en oportunidad de regresar a la taberna. Los amigos aún tienen cuerda para el resto de la noche.

                        —¿Sabe? Usted me parece una excelente persona y un buen líder en el trabajo.

                        —Gracias —mi desconcierto crecía.

                        —Creo que, si fuera un poco empático con los demás, la jornada laboral sería menos severa. No tiene por qué adoptar ese disfraz de capataz malhumorado. En la oficina todos sabemos de su calidad en el trabajo y su autoridad no está a discusión. Se lo aseguro.

                        Me sentí desarmado con los argumentos esgrimidos por Escorza. La debilidad me aprisionó. Llegamos al espacio que había imaginado como el lugar propicio para el ataque. Escasas bombillas iluminaban los alrededores. El cielo despejado. Mi mano derecha palpó la dureza de la hoja asesina.

                        El empleado público sintió un ligero sobresalto al mirar un atisbo de oscuridad en el fondo de mis ojos. «No tiene por qué hacerlo, se lo aseguro», dijo en una aseveración sosegada. ¡Había descubierto mis intenciones! Detuve mi andar y dejé que Escorza prosiguiera con su camino. Volví el rostro para evitar que notara la turbación que hizo capitular mis sentidos.

                        Treinta o cuarenta metros había interpuesto la adversidad entre nosotros. Apuré el tranco, le alcancé antes de que encontrara un doblez en la ruta. Sin dilación, le tomé del cuello y hundí el fino pétalo de acero en su costado, la sangre salió a borbotones. 

 

 

 

 

 

Mauricio Yáñez Bernal (Ciudad de México, 1965). Licenciado en historia, egresado de la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH), en la que fue catedrático durante 20 años (2000-2020). Master en “Democracia y Educación en valores en Iberoamérica” por la Universidad de Barcelona. Ha impartido conferencias tanto de historia como de literatura en diversas instituciones educativas de nivel superior (UNAM, ENAH, etc.). Ganador del “Concurso Nacional de Expresión Literaria sobre los Símbolos Patrios”, en el rubro de Narrativa (1992). Como autor ha escrito cuentos y relatos cuya publicación ha sido en revistas y publicaciones estudiantiles: “Las elecciones”, “La feria de los burros”, “Un vestido para dos”, “Mosaico revolucionario”,Bahía de San Clemente”, “La noche de las ballenas”, “La musa”, “Collar de perlas”, “Regina”, “El plagio”, “La Historia de Carla”. Co-autor del Suplemento Cultural “Sitios Mexicanos del Patrimonio de la Humanidad”, editado por la Dirección General de Comunicación Social de la SEP (2000). Articulista y Editorialista del Semanario “Trilogía Periodística”, de difusión local en el Estado de México (abril-agosto de 1990). Participó en el Taller de Narrativa Breve, impartido por el Mtro. Edmundo Valadés (1992-1993). Autor en la App Ipstori de audio cuentos: La última columna –serie- (septiembre, 2020), Dos profundas brasas de fuego (diciembre, 2020), Salgo a las ocho por el pan (diciembre, 2020), A la espera del general (enero, 2021), Crucifijo con piedra ámbar (febrero, 2021), El gato que leía a Poe (abril, 2021), El robo del zafiro –serie- (julio, 2021), La posada del Vasco (septiembre, 2021), El hombre que perdió su ejército (próxima aparición).

 

NOVELAS:

Cómplices inocentes (Fridaura, 2021).

Elogio a la oscuridad (Fridaura, 2020) es su primera novela.