Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

Josefa  y  Andresote

Autor: Félix Tomás Orta Becerra

Octubre 2023

—¡Habla negra!, ¿dónde está Andresote? —. El látigo zumbaba un escalofriante chillido, atravesaba el aire hediondo a sudor y sangre y se estrellaba contra las curtidas carnes en la negra espalda de Josefa.

—¡Habla, negra maldita! —. Ella, con la frente, antebrazos y rodillas contra la tierra, cerraba los puños y apretaba las nalgas esperando el seguro vergajazo que anunciaba la fusta, silbando al cortar el aire rancio del patio donde era torturada, hasta precipitarse contra su cuerpo adolorido. El hombre que la castigaba ponía más fuerza en cada envión de golpes. Era, por supuesto, un hombre blanco de cabellos muy negros, representante del rey y de la ley. Contra su cara y su arremangada camisa, blanca también, saltaba y se estrellaba un montón de brotes bermellones de sangre, arrancados a golpes de la noble espalda de la fiel negra Josefa. El hombre sufría también, porque de tanto castigar, los dos brazos, entre los que alternaba el látigo, le punzaban tremendamente. Cuando sentía que ya no resistía el esfuerzo de pegar con una sola mano descargaba entonces el cuero de la fusta usando la fuerza de las dos manos al mismo tiempo. Sin embargo, el hombre sentía un temor mucho mayor que el dolor que sufría la negra. Y, aunque temor y dolor se mueven en dimensiones diferentes, bajo aquellas circunstancias, bien válido era comparar temores con dolores. Temblaba de pies a cabeza de solo imaginar lo que podría hacer contra su humanidad el descomunal Andresote si llegaba a encontrárselo en algunos de los parajes solitarios de aquella tierra, virgen aún. Pasaba por su mente la imagen de la mano gigantesca de Andresote tomándolo del cuello y destripando los nervios que unían su cabeza al tronco. De repente, un escalofrío espantoso recorrió cada vena de su cuerpo.

Josefa, en cambio, ya había dejado de sentir dolor. Apenas escuchaba un sonido apagado que venía del otro lado de los muros que circundaban la pequeña fortaleza. Era el sonido de carretas y caballos que recorrían el empedrado de las calles. Una lluvia muy fina empezó a caer y a rodar por las heridas que se cruzaban profusamente, las unas al través de las otras, sobre su dorso negro, morado, rojo, abatido. Comenzó entonces a recordar su último encuentro con Andresote. La tarde caía a orillas del rio. También se dejaba caer una garúa ligera como la que llovía ahora. Todavía quedaba algo del húmedo calor que el día venía arrastrando hasta el atardecer. Ahí, sobre el lecho de hojas verdes que se apostaba a la ribera del rio, las manos enormes de Andresote recorrieron su cuerpo jadeante. Josefa pensaba en la paradoja de que aquellas manos, tan buenas para amar, resultasen igualmente buenas para matar. Sus labios se encontraban y desencontraban desordenadamente con el desesperado nervio del amor que se ha guardado por algún tiempo. En el fragor de aquellos amores intensos Andresote no hacía preguntas ni exigía silencios, porque estaba convencido de que los labios de Josefa, que servían muy bien para besar, también valdrían para callar.

Hubo un momento en que Josefa ya no tuvo fuerzas para más quejido. Todos los dolores estaban ya consumados, ya consumidos. El hombre blanco, impotente, la tomó del cabello levantándole bruscamente la cabeza y miró hurgando dentro de sus ojos desorbitados. “No vas a hablar, ¿verdad?”, dijo soltando un suspiro de cansancio. La negra sonrió, pero el castigador no fue capaz de discernir la mueca feliz en el rostro crudo de Josefa. “¡Estos negros esclavos sí que son unos animales!”, dijo el hombre blanco y la dejó allí, tendida en medio del patio, semihundida en la sangre que le había hecho brotar de las carnes. “Mañana ya hablarás, negra”, dijo el hombre con aire de resignación.

Esa noche, Josefa se fue apagando mansamente. Fue cesando, hasta que sintió que ya no valía la pena resistirse a un sueño eterno porque, después de todo, había sido leal y sentía que había nacido para llevar con orgullo, y hasta las últimas consecuencias, el estandarte de esa lealtad inquebrantable que entre los suyos se profesaba, sin necesidad de jurársela.

Al día siguiente, el hombre blanco saltó al patio con una camisa recién lavada y con las mangas enrolladas hasta los codos. Se detuvo en el centro del patio, donde aún se sentía el olor agrio-metálico de la sangre mezclada con el agua de la lluvia. Mandó a que le buscaran a Josefa.

—¡Tráiganme a la negra esa! —. gritó dando golpecitos de fusta contra la palma de una mano— veremos que nos dirá hoy.

Dos hombres la arrastraron por el piso tirándola de las ropas, como quien tira de un animal. No traían más que un cuerpo diminuto que, como un armadillo, se había entornado sobre sí mismo. De manera, que resultaba tarea difícil descubrir dónde estaban las manos, los pies o la cabeza. Cuando la dejaron caer el hombre miró cómo el cuerpo inerte se tumbaba escurrido, casi sobre sus botas. La empujó con los pies varias veces buscando darle vueltas para atinar dónde podía encontrar sus ojos. Cuando finalmente dio con su rostro comprendió que el interrogatorio había terminado. “Esta negra no va a hablar”, masculló mayúscula tontería para sus adentros y se dispuso a entrar al edificio administrativo. El látigo empuñado en la mano derecha rozaba el piso polvoriento al compás del movimiento de su andar. Las piernas le temblaban.

Josefa fue llorada por muchos, pero como nunca se tuvo noticia del paradero de su cuerpo, no recibió el debido ritual funerario con que los negros solían enterrar a sus muertos. Así que, en lugar de los acostumbrados ritos mortuorios, fueron varias las noches en que se dejaron escuchar cánticos alegres que no se acallaban sino mucho después de que se apagaran las últimas teas que iluminaban las sombras.

Unos días después de su muerte hubo un funeral en el que sí había un cuerpo. En las inmediaciones del pequeño fortín un sacerdote recitaba, como cantando, el réquiem durante el enterramiento de un hombre que solía vestir camisa blanca recogida hasta los codos cuando castigaba a los negros en busca de respuestas imposibles. Lo habían encontrado abandonado al borde de un camino de tierra. Tenía en el cuello unas marcas terribles, como si la mano descomunal de un gigante hubiera hundido sus dedos en él, aplastando todo cuanto había dentro de la garganta de la pobre víctima. Mucha gente pensó que alguna carreta con pesado cargamento había huido después de que, en descuidada maniobra, hubiera pasado sus ruedas sobre el cuello de aquel desafortunado.

Del negro Andresote, no se supo nunca más. Pero durante muchos años, fueron muchos los hombres que temieron su aparición como se teme la aparición de un espanto.

 

 

 

 

 

 

Félix Tomás Orta Becerra, nació el 15 de mayo de 1960, Caracas, Venezuela. Tiene también nacionalidad mexicana, por naturalización, desde el año 2022.

Gran parte de su carrera se desarrolló en Toyota Tsusho Corporation, desempeñando cargo directivo en la Ciudad de México, desde el año 2016. Hoy se encuentra en situación de retiro.

Amante de la filosofía, las artes, la música, la historia y la literatura siempre ha escrito cuentos, versos y poesía. En el año 2020, publicó su primera novela: CRÓNICAS DEL INSOMNIO, con el soporte de Letrame Editorial y tiene un cuento publicado en una antología de cuento mexicano contemporáneo, por la editorial palabra Herida. Recientemente culminó su segunda novela, aún sin nombre y en fase de revisión por la editorial.