Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

Inuksuk

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Por Arturo Vallejo

16 Noviembre 2019

Solo el catorce por ciento de los habitantes de ese pueblo había llegado a la universidad. Del resto, apenas el treinta por cierto había terminado la prepa. Todos, da igual el grado académico, se juntaban en sus ratos libres afuera de la tienda o en la gasolinera. Desde ahí miraban a los viajeros pasar.

Además del turismo, la otra fuente de ingresos era la producción de whisky de centeno casero, que era ilegal, pero dejaba bastante dinero a la comunidad. La derrama económica de este negocio incluía la compra de insumos como azúcar, envases, y, por supuesto, granos locales. Quienes no estaban involucrados directamente en la fermentación, colaboraban con la distribución  con la venta. Ni siquiera el shérif estaba dispuesto a detener una actividad tan lucrativa. El pueblo anduvo bien hasta que en Ottawa decidieron que construirían una presa justo sobre de él.

Para llegar a las cabañas desde el pueblo, hay que subir por un sendero. A la mitad de ese camino está el cementerio, cada pueblo tiene el suyo. Cuando se fueron, ninguno de ellos quiso o pudo cargar con sus muertos. Algunos fueron a despedirse y prometieron regresar a visitarlos pronto, a pesar de que en su interior sabían que había muchas posibilidades de que el cementerio estuviera bajo el agua la próxima vez que volvieran. Ninguno de los exiliados cumplió su palabra y hasta el momento la tierra sigue seca, porque la presa nunca se construyó. Las rejas están cerradas y las tumbas se están desmoronando en paz a causa de la lluvia y de la nieve y del sol.

 

¿Guatemala comparte frontera con México?

Preguntó.

Claro que ella lo preguntó en inglés, así que probablemente haya sido algo como: does México border with Guatemala? También puede que haya usado otras palabras porque todo esto lo estoy reconstruyendo de memoria. Lo seguro es que lo dijo en inglés porque era canadiense, aunque su familia fuera originalmente de Filipinas y también por eso era fanática de Manny Paquiao. Por la tarde yo había ido a la tienda a comprar palomitas, papitas, unas latas de Canada Dry y un paquete de Trojan. Además de las cabañas, la tienda es el único otro negocio que sigue abierto en el pueblo y ambos son atendidos por la misma mujer. Las palomitas, el refresco y las papitas se habían quedado en mi cabaña, los condones los traía en una de las bolsas de mi chamarra. Las chispas de la chimenea saltaban hacia nosotros. El fuego estaba demasiado cerca y un mesero tenía que remover la leña a cada rato.

Había comenzado a hacer frío, pero todavía no caía nieve.

 

No recuerdo de qué habíamos hablado un par de días antes, cuando nos conocimos. Tenía dos días que me había quedado solo en este lugar, únicamente veía a la encargada, que es más bien como una aparición. Una mañana decidí pasar a desayunar antes de ponerme a trabajar y la encontré en el comedor. A ella, no a la encargada. Como éramos los únicos ahí nos hicimos la plática. No recuerdo de qué hablamos ese ni día ni el siguiente. De lo único de lo que sí que me acuerdo es su de camiseta con el dibujo de un Mickey Mouse zombi y sus botas de lluvia.

La tercera vez me pidió que le ayudara a traducir una canción. Era una de las voluntarias y había ven ido hasta acá desde Edmonton, tenía una banda de covers allá. Estaba montando una canción en español y yo le había caído como del cielo. Le dije que sí le ayudaría aunque ese cantante ni me gustaba. Era un uruguayo demasiado meloso para mí. Igual le dije que sí y la invité a mi cabaña esa noche. En cuanto la dejé me fui a la tienda para tener todo preparado.

 

Primero fuimos a pasear un rato por el bosque. En la puerta del parque había un viejo cartel que advertía sobre animales salvajes. Qué hacer si ves un venado. Qué hacer si ves un lobo. Qué hacer si ves un gato montés. No nos cruzamos con ninguno de esos animales. Luego entramos a mi cabaña, yo había dejado la calefacción puesta, así que nos recibió una gran bocanada de aire caliente. Ella se quitó las botas y vi que en el empeine tenía un tatuaje de sirena. Traté de imaginar cómo se vería desnuda de la cintura para arriba, me parecía fascinante que fuera tan diferente a mi pareja en todo: idioma, color de piel, color de pelo, complexión, personalidad, edad. Todo. Tradujimos la canción y cuando terminamos regresamos de nuevo al bosque. Estaba oscuro y comenzaba a llover.

 

Cuando la diáspora, los habitantes tampoco se llevaron consigo a sus hombres de piedra. Y escribo “hombres” como podría haber escrito “mujeres”, porque las figuras tienen una forma más bien indeterminada. Los inuits los llaman inuksuk y el más notable está todavía de pie a la entrada del pueblo, en el porche de la primera casa y rodeado por la verja de madera. Es muy grande, tanto como la fachada de la casa, y quien lo construyó lo puso ahí para que fuera recibiendo a quienes llegaran al pueblo. Hay varios montones más por todos los jardines delanteros y por todo el bosque, pues era común entre los habitantes hacer uno cada vez que salían a pasear. La mayoría de ellos todavía siguen ahí, ahora son los residentes de ese lugar. Esta costumbre no la inventaron los habitantes, sino que se la copiaron a los pobladores anteriores, a los indios. Los hombres de piedra son de tamaño medio, digamos metro o metro y medio, pero algunos son tan pequeños que incluso sería fácil confundirlos con simples piedras tiradas en el suelo, en lugar de formaciones intencionadas. Y eso no tiene nada de raro, porque es verdad que en el fondo los inuksuk no son más que piedras amontonadas. Esta confusión nunca se daría con el hombre de piedra que está a la entrada del pueblo. En todo caso, sus facciones y trazos harían más fácil confundirlo con un Transformer, si estos robots se convirtieran en gigantes de piedra en lugar de en automóviles. Esto, claro, es un anacronismo, porque el inuksuk lleva ahí desde el final de la Segunda Guerra. Pero cuando la diáspora, ya nadie se acordaba de este dato.

 

Me llevó a un castillo en otro pueblo, al otro lado de la montaña. Era una de las montañas a la que yo no había ido todavía. Ahí fue donde me preguntó qué países tienen frontera con México. Le contesté que además de Estados Unidos y Guatemala tenemos frontera con Belice.

Ah.

Respondió.

No sabía.

El castillo no era un castillo de verdad, sino un gran centro comercial, varias tiendas y hotel y pubs y restaurantes, que se alzaba en medio del bosque. Ella se había dedicado a recorrer la zona para su proyecto de fotografía. Yo en cambio me había quedado casi todo el tiempo encerrado en mi cabaña, escribiendo.

 

Las distancias de este país no dejan de asombrarme. Ves dos puntitos en un mapa que parecen juntos y resulta que en el mundo real están a diez horas uno del otro. Nos tomó dos horas de caminata por los senderos llegar hasta el castillo. El camino era largo y oscuro. Yo sudaba debajo de mi chamarra, pero ella se veía fresca y animada, aunque no seca. Eran los primeros días de lluvia, de eso me acuerdo bien.

Pobrecito.

Dijo mirando a un árbol tirado en el suelo.

El pobre no lo logró (poor guy didn’t make it).

Alzó la cámara para tomarle una foto. Buscó un buen ángulo, pero como no era una cámara de verdad, sino un teléfono celular, era muy difícil conseguir una imagen buena. El lente no sirve para nada y hay que acercarse mucho para no tener algo que parezca una postal. Y si te acercas demasiado pierdes el foco. El árbol estaba tirado a un lado del camino que alguien había abierto en la montaña. Era gris, opaco, seco, quemado y se había carbonizado durante el ultimo gran incendio forestal de esta región.

No lo sé.

Pensé.

Para llegar a este tamaño, el árbol debió haber vivido muchos años, fácil unos cien. Es un bastante tiempo para considerar que tuviste una buena vida. Estamos acostumbrados a pensar eso: que lo único que realmente vale la pena es la inmortalidad. Pensamos en los dinosaurios como paradigma de una especie fracasada porque hoy están extintos. Sin embargo, existieron durante cerca de 600 millones de años. En comparación, los homínidos tenemos apenas unos catorce de millones, los humanos quizá unos doscientos mil. Nada.

Pensamos en líneas, rara vez en ciclos.

Cualesquiera que hayan sido las causas del incendio en la montaña, lo cierto es que eventos como ese son necesarios para que los procesos de la vida se reciclen, para que puedan nacer y crecer nuevos árboles libres de la sombra dominante de las viejas plantas. Así se lleven de corbata a muchos animales, propiedades humanas, recursos naturales. Las tortugas viven cientos de años, las moscas solo un día. ¿Es más valioso un periodo de tiempo que el otro?

Un poco más allá estaba el cañón, una grieta profunda que dividía la tierra en dos. Abajo corría un río. El agua misma, de hecho, había sido la causante de este espectáculo natural. Al pasar y pasar durante años se había ido llevando los sedimentos creando un camino cada vez más hondo. Millones de años, miles de millones quizá, habían hecho falta para ello. Bajo estos estándares el cañón había sido mucho más exitoso que cualquier otro elemento de los alrededores. Más exitoso, sin duda, que nosotros mismos, que estábamos ahí de pie, contemplándolo.

Todo esto pensaba mientras ella buscaba la mejor posición, apuntaba la cámara y enfocaba.

Y disparaba.

 

En el restaurante ella pidió costillas de cordero y yo de cochino. Ambos pedimos una copa de vino canadiense, cada uno de una variedad distinta. Hasta entonces, yo no tenía idea de que en Canadá se produjera vino. El mío sabía mejor que el suyo. Hablamos de la pelea de Paquiao contra Margarito y coincidimos en que el mexicano-estadounidense nunca tuvo la menor oportunidad de ganar. En los últimos rounds el filipino ya ni siquiera había querido lastimarlo más y se había dedicado a dar vueltas por el ring, esperando a que el réferi terminara con todo.

I hate Belize.

Me dijo entonces.

My mother was murdered in Belize.

Completó.

Cortó un pedazo de cordero y me lo pasó. Yo corté un pedazo de cochino y se lo compartí. Sus costillas sabían mucho mejor que las mías. Tomamos un nuevo sorbo de vino. El ambiente era tenue y pensé que se veía muy guapa a la luz de la chimenea.

 

Sus padres habían migrado muy jóvenes de Filipinas a Edmonton. Él era contador y ella supervisora, trabajaban para el gobierno. Cuando se retiraron estaban hartos de estar allá y del frío, así que buscaron algún lugar nuevo para vivir y terminaron en uno de los muchos cayos que hay en Belice.

Compraron una casa de madera entre los árboles, cerca de la playa. Se dedicaron a beber y a ver los atardeceres. La casa se inundaba de vez en cuando y el calor y los moscos los volvían locos, pero no tenían la menor intención de regresar. El dinero les alcanzaba para todo. Las cosas parecía ir bien. Con el tiempo comenzaron a discutir y a pelear.

La madre se dedicaba a coleccionar cualquier objeto que encontrara, basura con la que armaba collages. Nunca antes le había dado por la vena artística, pero desde que llegó a Belice se obsesionó con hacer ready-mades.

Pero no quería que nadie viera sus obras y las tenía encerradas en un cuarto con llave. Esto al padre lo desquiciaba. Todos los días le pedía que le enseñara lo que había adentro. Cuando tomaba mucho se lo exigía con violencia, pero la madre nunca cedía. El cuarto seguía cerrado y las peleas eran cada vez peores. Un día salió a hacer algunos mandados y el padre intentó entrar al cuarto. Buscó la llave y no la encontró, así que quiso abrir la cerradura con un cuchillo primero y con un desarmador después. La madre regresó y se lo encontró ahí en cuclillas, forzando la puerta. Entonces tomó la lámpara que estaba en una mesa junto a ella y le dio con ella en la cabeza.

 

Incluso en sus mejores tiempos, el pueblo había tenido una tasa de suicidios más alta de lo que se esperaría para el tamaño de su población. La gente solía hablar de ellos de una manera impersonal.

”El shérif se voló la cabeza con una escopeta.”

Decían.

“La de la oficina postal se tomó demasiadas pastillas”.

Decían.

“La Comadrona se colgó de una viga”.

Decían.

Las últimas dos muertes mientras ese pueblo todavía estaba habitado, sin embargo, no fueron suicidios.

Fue una pareja local de ancianos, que llevaban 55 años de casados y 40 de no hablarse, aunque siguieran viviendo bajo el mismo techo y durmieran todas las noches en la misma cama. Salieron a visitar a unos parientes que vivían a otro pueblo. Era marzo y todavía había nieve. El hombre buscó la mejor ruta en el GPS, a pesar de que conocía el camino de memoria.

La ruta estaba nevada, el cielo despejado. El hombre se entretuvo mirando algunos arbustos y hierbas que sobrevivían a la helada. Se entretuvo nombrando en su cabeza las montañas a su alrededor. El GPS indicó que tomaran un camino secundario para evitar la autopista, que en esta época iba lenta y llena de autos de turistas que subían a las montañas para esquiar. El hombre dio la vuelta en el camino y siguió por él. No se cruzaron con otro auto por esa ruta sinuosa. En algún momento, el auto se atascó. El camino secundario estaba bloqueado por la nieve, pero el GPS no lo había registrado por la simple razón de que nadie había pasado por ahí para reportarlo. Murieron congelados algunas horas después.

La mujer, hay que decirlo, no había abierto la boca en todo el día, se había limitado a mirar nostálgicamente por la ventana.

El golpe fue el colmo. El padre se hartó y se fue con otra mujer. Ella también se consiguió un novio, pero solo para darle celos a su esposo, porque pensaba que regresaría con ella.

Y mi madre estuvo saliendo con el tipo ese.

Dijo ella.

Hasta que un día apareció asesinada. Tenía la cabeza hecha papilla a causa de un golpe con un objeto pesado y varias heridas de cuchillo.

Explicó.

Nadie volvió a ver al novio nunca. Ella viajó a Belice para hacer los trámites. Volvió a Edmonton con el cuerpo. Tenía veintiún años.

 

Cuando andan de viaje, los inuit dejan los inuksuk en las intersecciones de los caminos para marcar las rutas, para orientar y proteger a los otros viajeros que pasen por ahí.

 

Ella no conocía la casa de sus padres. Nunca había ido a visitarlos, pero por las cartas sabía de los collages y sabía del cuarto. La policía ya había cateado toda la casa, así que realmente no quedaban secretos, pero una vez que terminó con los trámites quiso ver con sus propios ojos aquello a lo que su madre había dedicado tanto tiempo.

Lo único que quedaba en el cuarto eran piezas sueltas. Todas las obras habían sido destrozadas, cortadas en pedazos, colocadas en cajas y cubetas; en la pared, un machete recargado, manchas que la cubrían hasta el techo.

¿Fue el novio?

Pregunté.

No.

Contestó.

Fue ella misma. Poco antes de morir, mi madre enloqueció y se encerró en su cuarto durante días. Cuando salió. todas las piezas estaban destruidas. Lo sé porque lo leí en uno de los cuadernos que me regresó la policía cuando cerró las investigaciones, ella lo escribió a detalle.

Mi amiga sacó una foto de su cartera y me la enseñó.

Esto también estaba en el cuaderno.

Explicó.

Era una suerte de casa de campaña hecha con objetos varios: la estructura básica eran unos postes delgados de madera amarrados con soga, la cubierta estaba compuesta por una manta que anunciaba líquido de transmisiones, láminas que habían sido el cartel de una fonda, botes con cemento, y un mantel con flores pintadas.

Esta es la única pieza que alguien además de mi madre ha visto. Dijo.

¿Y qué significaba?

Pregunté.

Ella solo alzó los hombros y mordió el espárrago que había atrapado con su tenedor.

Pure trash.

Dijo.

That is why I hate Belize.

Y se llevó la copa de vino a los labios por última vez. Mientras tanto, yo pensaba en esa noche en que Paquiao casi mata a Margarito y en que tenían que haber detenido la pelea mucho antes.