Guillermo Fadanelli: La escritura como escenario y aventura
Por Jonatan Frías
Mayo 2021
Guillermo Fadanelli por principio de cuentas es un canalla y un pesimista. Su terreno es el asfalto, las calles torcidas como la gente que las desborda, los cláxones, el olor de la comida, el metro, la suma de todos los ruidos: la ciudad y su siempre arbitrario estado de ánimo: silencio y anonimato. Sus libros, no importa si se trata de sus novelas, cuentos o ensayos, son siempre una caminata. Dan la impresión de haber sido escritos caminando. Es, entonces, un escritor que sabe observar, una suerte de flaneur.
Desde sus primeros relatos de El día que la vea la voy a matar, hasta su última novela El hombre mal vestido, deja ver una prosa potente y clara. Su compromiso es consigo mismo. Es eficaz y preciso a la hora de nombrar porque entiende la importancia del lenguaje y de su transparencia. No elude, al contrario, embiste. Resulta incómodo precisamente porque da la cara. Porque no se deja amedrentar.
Como novelista es duro y frío, no se toca el corazón. Las palabras tienen un vago sabor a plomo. Su humor es caustico, corrosivo. Sus cuentos son agudos y punzantes, duros puñetazos en el rostro que dejan ese saborcillo a sangre en la boca que reta. Sus ensayos poseen un par de virtudes francamente escasas entre los filósofos: son claros y son breves. Son invitaciones a indagar por uno mismo. No busca desesperadamente las cumbres que los filósofos de academia y pizarrón tanto persiguen. Él está del lado de la búsqueda, de la caminata: es un vagabundo de las ideas.
Su obra está poblada de canallas, de truhanes, de psicóticos medianamente funcionales. Por sus venas corre asfalto. Su imaginario es retorcido: sórdido. Su humor, más que negro, resulta cruel. Se burla de la rutina, la desnuda. Con sarcástica crueldad, exhibe la intimidad de sus personajes. Intimida. Rompe con los clichés, desmonta los arquetipos, arremete contra los falsos formalismos. Escribe desde los márgenes porque entiende que es ahí, y no en el centro, donde ocurren las verdaderas historias. Las que valen la pena ser contadas. Alérgico al mainstream, habita el under.
Amante de Schopenhauer, de Benjamin y de Feyerabend, descree del método y de las escuelas. Se aleja de todo cuanto tenga ese tufillo de absoluto y de verdad. Prefiere a los filósofos que invitan a dudar, de los marginales —que no marginados—. Acude antes a las cantinas que a los cenáculos. Pero es sin duda alguna un lector curioso y atento; y como escritor es valiente, está dispuesto a jugarse la palabra —qué otra cosa podría jugarse un escritor como él— y en consecuencia, está dispuesto a equivocarse.
No es un accidente que sus novelas tomen de pronto, si no la forma, sí el tono del ensayo. Busca la comprobación mediante argumentos de sus postulados. Lodo e Insolencia, comparten ritmo y tensión: ambos son caminatas nocturnas. La primera vaga entre imágenes y la segunda entre ideas. Si en Insolencia rechaza categóricamente la idea de llegar a la conclusión esperada, en Lodo es el destino al que rechaza. No quiere los resultados lógicos, busca empecinadamente lo extraño, lo otro. Como Aristóteles, ese viejo sabio que todo conocía, prefiere las preguntas a las respuestas. En el destino de cada hombre hay un camino, hay que caminarlo.
Habitante de un mundo que privilegia las comodidades, las televisiones de 50 pulgadas, las redes sociales, el status quo, la reafirmación mediante la exposición, Fadanelli acude a la literatura, ese único mundo habitable que nos queda. Michel Houellebecq, ese asceta francés que se asoma de vez en vez y que cuando habla estalla, dice, a través de Francois, en novela Sumisión que
Al igual que la literatura, la música puede determinar un cambio radical, una conmoción emocional, una tristeza o un éxtasis absolutos; al igual que la literatura, la pintura puede generar asombro, una nueva mirada ante el mundo. Pero sólo la literatura puede proporcionar esa sensación de contacto con otra mente humana, con la integralidad de esa mente, con sus debilidades y sus grandezas, sus limitaciones, sus miserias, sus obsesiones, sus creencias: con todo cuanto lo emociona, interesa, excita o repugna. Sólo la literatura permite entrar en contacto con el espíritu de un muerto, de manera más directa, más completa y más profunda que lo haría la conversación con un amigo, pues por profunda, por duradera que sea una amistad, uno nunca se entrega en una conversación tan completamente como lo hace frente a una hoja en blanco, dirigiéndose a un destinatario desconocido.
Esta extensa cita bien podría condensar la experiencia de leer a Guillermo Fadanelli. Para conocerlo, hay que leerlo.
Coincido con esa visión que he podido conocer a través del Elogio de la vagancia, En busca de un lugar habitable, Insolencia, Meditaciones desde el subsuelo, esa visión un poco desconfiada que me invita a convivir antes con Kafka y con Bukowski —sin que eso implique darle la espalda a mis contemporáneos—, que con cualquier opinologo de moda. A través de los libros de Fadanelli he podido dialogar con él, claro está, pero también con Pessoa y con Dostoievski; a través de sus libros he podido dialogar con la filosofía alemana y francesa. A través de sus libros, en suma, me he podido reconocer en el otro.
Guillermo Fadanelli, al igual que el hombre nacido en Danzig, cree, está convencido, de que “el arte siempre alcanza su meta”, que el arte es acaso la única redención posible del hombre, y por colérico o desbordado que éste pueda ser —el arte quiero decir—, es el único retrato del que disponemos y quizá el único que de verdad necesitemos. La literatura, como dijo Francois en Sumisión, es entonces la forma más plena de conocer la mente del hombre y sus demonios. Leer y escribir en un mundo donde las cosas no sólo tienen nombre sino que tienen reglas incuestionables, es una rebelión; es, para él —para todos—, una insolencia.