Fiebre (Una historia de amor Body Horror/New Weird)
Por Pedro Paunero
16 Septiembre 2020
Cuando llegó a la cima de la colina miró el bar, abajo. Varios tráileres se alineaban fuera. Hacía un calor que le pegaba la camisa a la espalda con humedad ácida. Se acomodó la mochila de cuero sobre el hombro antes de bajar entre las piedras sueltas, las hierbas y la basura. Distendió la nariz. El aire olía a agua pero la tormenta aún se encontraba lejos. Llegó a la puerta, la empujó, se detuvo bajo el dintel, miró, olió, percibió, analizó, comprendió. Atravesó el ruido y pasó más allá de las mesas ocupadas. Había por lo menos ocho mujeres dispuestas al sexo ahí dentro. Caminó directo a la barra y se sentó al lado de la mujer con quien había mayores posibilidades de acostarse ese día. No necesitó hablar mucho. Señaló una cerveza oscura de entre las marcas y botellas que se alineaban tras el cantinero. Le sonrió y la mujer respondió con una sonrisa amable. En sus ojos había disposición, en su cuerpo entrega y sus manos buscaban sus manos a cada instante. Ella era locuaz. Él apenas comprendía su perorata sobre lesbianas y gays a orillas de un lago en Suiza. Al anochecer ella había pedido algo de comer sin dejar la cerveza.
—¿Tú no comerás?
—Dentro de un rato —contestó él.
Ella se despachó dos gruesos sándwiches y tres cervezas más. Él apenas probó la primera. Salieron. Ella le echó el brazo sobre el hombro. Iba tropezando a cada paso con sus zapatillas de largos tacones de aguja, pero él la sostenía y se acomodaba la mochila que ella se empeñaba en deslizarle brazo abajo, con sus torpes manotazos. Iban riendo cuando salieron y entraron al motel riendo cuando él se registró con el nombre que había escogido mientras duraba este último viaje. No le preguntó el nombre a ella. Subieron por las escaleras a una habitación de paredes verdes y tenue olor a cloro. Una cama. Un tocador. Una mesa. Un ropero. Madera oscura, casi negra.
Él se la quitó de encima y la hizo caer suavemente sobre la cama. Tiró sobre la mesa la mochila. Fue al baño. Ella le miró desde la cama. Él cerró la puerta. Salió desnudo. El miembro erecto, pulsátil, extraño en su forma y tamaño. Su cuerpo enmarcado en contornos suaves pero sólido en la rareza de su musculatura. Ella lo apreció y admiró. Él tiró de su cabello hacia atrás y con el tirón le abrió la boca. Le expuso el cuello. Besó sus labios. Se separaron. Ella comenzó a desvestirse. El olor de su sudor era incitante bajo el aún más fuerte aroma del perfume. Él fue directo a su sexo. Lo abrió con los dedos. Metió la lengua. Lamió por dentro. Salió. Subió. Lamió su ombligo. Mordió sus pezones. La penetró sin que ella se diera cuenta. Ella se sostuvo con los brazos, las manos abiertas sobre la cama, los dedos exprimiendo la sábana, la espalda arqueada, la cabeza echada hacia atrás, las piernas muy abiertas. Al principio sintió un ardor ligero que irradió como calor desde el miembro de él hacia las paredes de la vagina, luego sintió un líquido aún más caliente sobre el orificio del útero. Abrió los ojos, miró el techo. Cayó hacia atrás. Clavó las uñas en la espalda de él. Tuvo un orgasmo arrebatador. Gritó. Dentro de ella el miembro de él entraba y salía y se ensanchaba y ardía y al llegar al fondo topaba el orificio de su útero y lo lamía. Experimentó otro orgasmo. Se quedó ciega. Separó los brazos. Separó las piernas aún más. Por un momento creyó morirse o que se le iba el alma en un chorro de fluidos vaginales. Creyó o supo o confundió el orgasmo con un chorro dónde ella misma fluía hacia fuera. Percibió entonces la humedad que derramaba de entre sus labios, fluía un río, un mar por los muslos, empapaba las sábanas, el colchón. Y era caliente. Otra humedad, quizá la misma, pero menos densa. Era como una fiebre por dentro, vuelta agua o baba o sal y agua o agua salada, hasta que de entre sus múltiples sensaciones y el movimiento de cabalgata de él sobre ella, abrió los ojos y miró en un atisbo el rojo en el colchón. Mojaba con un olor ahora reconocible de hierro mojado. Tuvo miedo. El horror llegó como una capa de frialdad. Después accedió al dolor cuando él continuó entrando al fondo, mordió los intestinos. Más arriba. Siguió mordiendo, subiendo, cuando ella buscó el borde del colchón con los dedos en un inútil intento de asirse en la caída, y él pasó el diafragma, los pulmones, más arriba y adentro, buscando el corazón. Aún más.
Pero ella ya no sentía nada cuando él continuó mordiendo y chupando y lamiendo y deglutiendo y la vació, la evisceró, la disfrutó y se quedó satisfecho encima de ella y entonces eyaculó y mojó sus costillas con semen blanco que se fue tiñendo de rojo y fue inundándola, llenándola a la vez que él, ahora, se vaciaba, y se vertía en ella por completo. Se quedó quieto, cubriéndola con su cuerpo. Cansado.
II
Mientras llovía abandonó el motel, lo dejó atrás. El recepcionista no lo vio partir porque se encontraba dormido, sentado, la barbilla sobre el pecho, las piernas sobre la barra de la recepción. Cuando tocó la puerta, al día siguiente que se vencía el pago por la habitación, ella no abrió. Volvió a tocar hasta que supo que algo andaba mal. No es que no estuviera preparado para cosas así. Había escuchado peleas y tiroteos y visto muertos antes en los cuartos de arriba, sólo que esta vez le resultó aún más chocante. Una cosa horrorosa. No quiso saber qué había pasado o por qué ella parecía haberse vaciado en sangre sobre la cama. Parecía dormida. En su cara había paz. Una serenidad post coital, casi brillante, como una luna espléndida. Las pestañas negras, perladas por agua o sudor o fluidos. Tuvo que vencer el impulso de tocarla. La deseó. Era hermosa en el rojo de su sangre. Su cuerpo blanco contrastaba con el rojo. Una silueta carnal sobre fondo carmesí. Era hermosa a pesar de la sangre que manaba aún por su sexo en gotitas continuas (como vivas) que fluían muslos abajo o precisamente por eso era hermosa. Olía a matadero ahí dentro pero también a algo más. Sintió un mareo. Tuvo una visión orgiástica con los ojos abiertos. La habitación se borró, se disipó. Olía el semen, los fluidos. Ahora podía ver los gemidos como lenguas que lo lamían todo y probó el sabor de los sonidos como saliva dentro de su propia boca.
Reaccionó. Bajó a la recepción. Llamó a la policía. Estuvieron varias horas dándole vuelta al asunto hasta que se llevaron el cuerpo. En la morgue el forense explicó que alguien le había extraído todas las vísceras a la mujer por entre la vagina. Le habían sacado los ovarios de paso y habían seguido con el corazón y los pulmones. Todo lo habían extraído a través de sus labios vaginales aunque eso pareciera imposible, aunque el cuerpo, una vez limpiado en la plancha, por fuera estuviera intacto.
Algo largo con dientes… ¿Con dientes?… Sí, con dientes. Había entrado, comido, salido a través de su sexo pero antes de retirarse había eyaculado en grandes cantidades en la cavidad que dejaran los pulmones.
Alguien se atrevió a reírse y mencionó a una serpiente pitón. El juego de palabras no hizo reír a nadie. Uno se rascó la cabeza y dijo que no era tan descabellada la idea pero ¿cómo había esa serpiente… esa… cosa…. eyaculado a través de su boca animal, toda dientes y lengua? ¿Cómo, eso, podía ser posible?
Se quedaron ahí, muy tarde. Escribieron un informe que los periodistas interpretaron como una venganza entre narcotraficantes y hacia una prostituta. Habían metido una serpiente mutante dentro de ella, a través de su sexo, para que la devorara. Luego le habían inyectado un esperma, que aún no habían identificado a qué especie podía pertenecer. Un periódico escribió que tan grande era la cantidad de semen dentro de la mujer que incluso había subido, garganta arriba, por la presión, y escurrido de entre las comisuras de sus labios, fuera, hasta el cuello y entre los senos. Este último detalle podía ser cierto o inventado, para el caso era igual pues no había solución.
III
Conoció a la adolescente en la playa. Ella le habló de sus varios intentos de suicidio y de un padre abusador que la visitaba por la noche, en su habitación. Había escuchado varias historias así y todas esas mujeres, marcadas por un ansia de extinción, resultaban las más entregadas al sexo, sin pudores, sin vergüenzas, sin temores. Nada tenían que perder. Ni qué ganar tampoco. Se preguntó si este mundo estaba condenado a perecer así o si esa intención secreta de sus seres no sería, precisamente, la que les salvara. No entendía el dolor que se auto infligían los amantes así que, sobre la arena, bajo esa noche, con el mar rumoreando en olas crepitantes, espumosas, salinas, blancas y grises, la quiso mucho. O eso le pareció. Sí, se dijo, eso era amor. La abrazó debajo de él, la acarició mientras lloraba y le mojaba el hombro, liberada. Papá estaba lejos. Su recuerdo ya pertenecía a otro estado de cosas. Quizá a otro planeta. Él le besó tras la oreja y aspiró el aroma de su cabello, de su carne, de su sudor, de su miedo. Siguió acariciándola cuando ella se abrió en un chorro candente y rojo que mojó, con otro mar, desde su sexo, la arena bajo la noche. En sus ojos que nada miraban había paz. La serenidad post coital y de quién muere en el acto sexual, tatuó el blanco y el luminoso verde de sus iris.
Él se bañó en aquel mar y también en el mar salado. Desnudo y satisfecho surgió del agua, fresco, nuevo, reluciente. Se vistió, dejó el cuerpo de ella ahí, pero antes le besó la frente y echó a andar hacia la ciudad de luces y edificios altísimos que rasgaban ese cielo como herido y entró en la ciudad como entraba en ellas: Con hambre pero a la vez con delicadeza, es decir, sutilmente primero, sin violencia. Con convencimiento y hasta con ternura. Con ansia después. Y la ciudad se le abrió. Se le entregó.
Pronto hubo un patrón en las víctimas y los periódicos y los noticiarios no hicieron otra cosa que hablar de ellas y cómo se las encontraba muertas y vacías por dentro pero como dormidas. Y con ese charco de semen adentro que parecía sustituir los órganos de los que el asesino se alimentaba.
IV
Encontraron el cuerpo de la adolescente otros dos adolescentes. Eran amantes y jugaban con su perro por la playa. Corrían, se perseguían, se abrazaban, él o ella caían sobre la otra o el otro y rodaban por la arena. El perro la descubrió primero. La olió. Quiso montarla cuando el chico la vio. Apartó al perro que volvió sobre el cadáver. Él le ordenó a ella que detuviera al perro. El perro les gruñó. El chico olió ese como tenue resplandor. Miró el olor húmedo a semen y fluidos. Se inclinó sobre el cadáver. Se arrodilló. Intentó tocarla. Miró a su novia. La atrajo. Le quitó la parte de arriba del bikini. Sin quitarle la parte baja del bikini, sobre la arena, la penetró largamente, como si ella fuera a desaparecer en cualquier momento. Como si ella fuera a morirse o él se despidiera. Ella se abrió a él. Le besó el cuello con besos que mordían y también chupaban. Le clavó las uñas en la espalda. Lloró cuando los orgasmos la sacudieron por primera vez en su vida. Y lloraron cuando se separaron, cuando se preguntaron qué era eso que les había acometido y qué había pasado; cuando la reconocieron como un cuerpo muerto, cuando vieron que se trataba de un cadáver y cuando arrancaron a su perro de entre las piernas de la muerta y echaron a correr locos, desquiciados, por la playa, y llamaron a la policía desde algún teléfono público, anónimamente.
V
Todos suponían que se trataba de un hombre. Un hombre que se valía, de alguna forma que no comprendían del todo, de una serpiente que introducía en el sexo de las mujeres para devorarlas. Luego vendría la inyección. Una forma de inseminación artificial, por supuesto, que les aplicaría como al ganado, en aras de satisfacer alguna parafilia aún sin nombre o catalogación.
Entonces apareció la primera víctima masculina. Luego apareció otra y otra más. Al final de mes se contaron ocho cadáveres de hombres emasculados de un mordisco. Esto se supo porque se encontró un diente muy raro, ajeno a cualquier especie de este mundo, encajado en el hueco que dejaran, al faltar el pene y los testículos, entre las piernas. Un diente que se le había desprendido, en pleno frenesí alimenticio, a la cosa o bestia o dios que castraba mientras mordía y comía.
Pronto las bromas cedieron al horror. Las conversaciones en los bares giraban alrededor de penes mordedores y vaginas dentadas. Los amantes de ocasión se exigían mutuamente una revisión, en busca de dientes, de quijadas genitales, de bocas en el glande o bocas vaginales, en cuartos de hoteles y moteles antes del sexo. Así, el sexo ocasional fue disminuyendo como la fiebre, y el terror fue aumentando, porque mientras se encontraban aquellas víctimas emasculadas también se encontraban víctimas femeninas comidas por dentro con ese charco de esperma que les llenaba la cavidad que los órganos habían dejado al ser retirados. Los hoteles se vaciaron. En los moteles se echaba de menos el ruido de los motores de auto y motocicletas. La ciudad se paralizó. Se arrestó a cualquier sospechoso. Se encarcelaron en cantidades asombrosas a prostitutas y proxenetas. En el zoológico alguien había matado todos los ejemplares del serpentario. Hubo toque de queda. Los esposos y los novios y los amantes empezaron a dormir en camas separadas y el índice poblacional disminuyó. Por lo menos por algún tiempo.
VI
Cuando llegó al último piso del rascacielos olisqueó el aire. La noche estrellada olía a mar pero el mar estaba en calma. La noche olía a mar pero otro mar le inundaba la nariz. Era el olor de ella. Y era salvaje. Olía a sangre fresca. Habría cenado ya, se dijo con una sonrisa. Con una sonrisa se dijo que aún podrían cenar juntos. Cerró los ojos. El viento cambió de dirección. Se acercaba. Se mantuvo sobre el borde del balcón a ochenta pisos de altura, como una gárgola, sin temer a caer. No midió el tiempo pues no importaba. El aire sopló distinto. Dio un pequeño salto hacia atrás, todavía con los ojos cerrados. Cayó en la terraza. La mochila estaba al pie del parapeto. Escuchó pasos deslizándose y las puertas del ascensor cerrándose tras esos pasos. Volteó sonriendo, pero no abrió los ojos.
Ella le echó los brazos al cuello. Le besó en los labios mordiendo ligeramente y él respondió igual pero más agresivo. Se miraron por fin a los ojos, como queriendo penetrarse. Se desvistieron sin prisas, dueños de sus cuerpos, mirando al otro, a la otra, gozándose separados, gozándose cuando se rozaron con las puntas de los dedos en la espalda o el vientre o el pecho o los senos y ese toque quemaba, dejaba una marca roja, lacerante. Cuando, de una vez, él entró en ella hasta el fondo, alcanzó la estriada pared de su sexo y con los labios mojados en su glande ávido separó el orificio uterino y lamió, besó, chupó. Entró aún más y los labios de ella envolvieron como pétalos el miembro masculino en su base. Presionaron más y más. Él sintió que ella podría desprenderle el pene desde la base lo que le provocó una eyaculación feroz que la regó por dentro, la bañó, la impregnó en la totalidad de su caliente cavidad y cuando él se retiraba ella aún chupaba, apretando con su sexo tetralabiado el cilindro grueso de fibra y carne de dientes retráctiles. Abajo la ciudad se vencía, se daba, bañada por las feromonas, a un éxtasis inaudito. Una orgía recorrió como un escalofrío a los seres vivos a tres cuadras a la redonda. Se dieron casos de incesto, escenas gerontofílicas, pederásticas. Un orgasmo como un maremoto ahogó a todo ser humano o animal en un círculo perfecto cuyo centro era el edificio dónde ellos se encontraban. Luego pasó y nadie supo explicar nada. Y no hubo disculpas, sólo los ojos bajos, las separaciones del cuerpo del otro o la otra. La vergüenza. El extrañamiento. Algunos se unieron en pareja esa noche. Algunos se descubrieron únicos y distintos, o únicos y por lo tanto distintos, en sus gustos sexuales. Todos callaron o recordaron o callaron pero recordaron esa noche.
—¡Te extrañé tanto! —susurró ella en su oído, casi llorando.
—Y yo a ti… a través de mundos y seres… a través de la fiebre que sólo entre nosotros podemos curar.
Se separaron, pero no dejaron de mirarse a los ojos.
—Tengo algo para ti —dijo él y levantó la mochila, la abrió.
Extrajo a manos llenas los corazones arrancados de varias mujeres que le entregó como un enamorado entrega flores a su amada. Ella se conmovió. Los recibió a dos manos, cayéndosele al suelo algunos.
—Ellos dicen que el amor reside en este músculo que late con sangre —dijo él.
—¿Tú lo crees? —preguntó ella.
—Estoy empezando a creerlo… Sí, lo creo, claro que lo creo.
La noche se cerró sobre ellos. Miraron a lo lejos y hacia abajo. Hambre de amor o hambre y amor. Abajo y arriba la ciudad era suya, así como las estrellas.