Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

Festín de gatos

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Autora: Deborah Hazada 

16 Noviembre 2019

¿Cómo empezar? Es difícil explicarte, y sólo mi nobleza de raza me obliga a hacerlo, pero ¿cómo? ¿De qué manera hacerte entender él porqué? Es difícil para mí porque te volviste estúpida como todos los demás, ya no entiendes nada, ni el cuerpo, ni las caricias, ni los gemidos; eres estúpida y esa es razón suficiente para despreciarte y jamás posar de nuevo mis ojos en ti; pero, como lo dije antes, es por la grandeza de alma que poseo, mil veces mejor que la tuya y la de tu especie, que explico la razón de mi venganza.

Tú y yo fuimos amigas, por increíble que parezca. No entiendo todavía cómo lograste crecer tanto en inteligencia, sensibilidad y elegancia, tanto, que tuve la confianza de volverte mi cómplice; eras distinta, a ti no podía confinarte a la servil tarea de acariciarme, alimentarme y asearme con la oficiosa solicitud que todo mundo entiende necesaria y pertinente para un gato; contigo no era justo sólo disfrutar la tibieza de tu cuerpo y la tranquilidad de tu respiración al dormir sin dar nada a cambio. Desde que te vi supe que eras digna de llevarme en tus brazos y meterme en tu casa, desde que sentí la hoguera dormida en tu piel supe que tenías alma, que en tus ojos había vida, que habías nacido para ser adorada al igual que yo, que no eras como la manada de imbéciles que recogen un gatito y creen que “encontraron una mascota”, desde ese momento entendí que tú podías aprender de mí.

El oficio del amor, de la seducción, del hedonismo puro y perfecto. Ummmm ¿lo recuerdas? ¿Cuántas veces me contemplaste, me seguiste? Oh, yo sé que entendías y que esperabas, que asimilaste cada gesto y movimiento, que discernías sabiamente hasta el más imperceptible timbre, variación de volumen, e inflexión de voz; que entendías el propósito de tanta aparente violencia, la razón de los largos y profundos maullidos de placer, oh sí! Tú lo sabías, tú me viste disfrutar bajo la luna, de mi cuerpo, de sus cuerpos, del amor, del placer; así lo hiciste luna tras luna, hasta que llegó tu hora de ejercer.

Creciste. Tus ojos de niña, que destellaban como antorchas, se volvieron un incendio cuando te hiciste mujer. Era un deleite comprobar bajo la sábana la madurez de tus pechos, la profunda caída de tu cadera a la cintura, la redondez de tus piernas, la suavidad de tu piel. Tu voz siempre en celo me mataba de envidia, saber que tú podías hacerle hervir la sangre cualquier día a cualquier macho me volvía loca; pero aprendiste, como yo, el tiempo de la luna.

El recuerdo de tu primera luna realmente llena es imborrable. El asqueroso ronquido de tu etílica madre no logró intimidarte, bajo mi techo metiste a tu hombre, ¡qué hermosa y tierna fuiste! Me sentí muy orgullosa de tu lucha, de tu danza feroz y sensual. ¡Qué hermosa manera de reducir a mortal angustia su cuerpo, sus brazos, su fuerza, su sexo! ¡Oh y al final la dichosa entrega, los convulsos y estremecedores/placenteros gritos! Estoy segura que le rasgaste la espalda, que lo ensordeciste a gemidos de gata en celo, que le impregnaste el enloquecedor olor de tu cabello. ¡Qué dichosa fui! ¡Cómo disfruté contigo desde mi lecho! Todos mis amantes reconocieron el fervor renovado en mi carne. ¡Cómo te amé! Y así, de luna en luna, de lecho en lecho, de placer en placer; cazando tres semanas para saborear hasta saciarnos en la cuarta. Claro, saciarse es un decir ¿cómo saciarse de beber fuego, de volar entre nubes, lluvia y rayos? Imposible.
Un día me crecieron los ojos. Cómo me duele recordar el desengaño. Nunca estuve más plena, más feliz ni sensual; no podía parar de decírtelo con mi cuerpo, en todo momento me enroscaba en tus piernas, te necesitaba, necesitaba tu cariño, que compartieras mi alegría, la dicha y esperanza de traer a este vil mundo otros tantos pares de luceros para llenarlo de belleza. El día que nacieron mis hijos tú me atendiste, estuviste conmigo y me consolaste. Te compartí mi orgullo, mis tres pequeños, hermosos, fuertes, vivos; no paraba de mirarte y de hablarte, tú no dejabas de acariciarme, pero nunca sonreíste.

Ese mismo día empezó tu decadencia. Yo no lo podía creer, sencillamente era imposible. Tú, la mujer más gata, más libre, más bella y orgullosa, empezaste a llorar, a lamer botas como perra estúpida, a refugiarte en ese montículo de grasa y bofe apestoso a alcohol. ¿Cómo podías hacer eso? ¿Cómo comenzar a despreciarte, a sentir lástima de ti? Y ahora, justo ahora que te veías más hermosa que nunca, ahora que tus pechos parecían manzanas a punto de caer, tu vientre se asemejaba cada vez más a la luna de los amores, y tus ojos eran un reposado río de fuego ¿cómo podías estar así de triste ahora? No lo podía entender. Hasta el día en que la bestia espantosa de tu madre te gritó que sacaras de la casa a mis niños y me llevaras a esterilizar.

No me sentí con miedo, era impensable que cumplieras esa orden, eras mi amiga, mi alumna, mi cómplice, nunca lo harías, imposible. Sin embargo, comenzó a suceder. Nos tomaste a mis hijos y a mí, -pero esa no eras tú, era un idiota-; un rostro más muerto e imbécil que el tuyo nos llevó al veterinario, unos ojos más opacos que el charco donde se crían los sapos, quizá tan opacos y estúpidos como los sapos, me dejaron de mirar cuando el veterinario me anestesiaba. Cerraste los ojos y tu mano, no escuchaste mi maullido suplicante.

¡Maldita perra! Desde ese día te odié, y te juré que ibas a arrepentirte hasta la muerte de tu traición.
El día llegó, la primera noche de la última luna llena del año. La mole que cargabas apenas te dejaba mover, ridícula y fea como un hipopótamo te desplazabas por toda la casa, con los ojos como huevos cocidos de la angustia. Tu madre, el monstruo mayor, no llegaba, y cuando llegó daba risa ver ese sapo enorme tambalearse como gelatina gigante, mientras tú, vaca a punto de reventar, la sostenías. Como era obvio los dolores te vinieron en medio del vómito de tu cerdo-madre, tu engendro casi nace escuchando el desfogue de sus chillidos. Pobre de ti, llegaste al hospital sólo para dar un crío muerto. Pobrecita tú, la de brazos vacíos en una cama fría de un hospital miserable; pobrecita tú, a la que nadie acompañó en el velorio de su pequeño hijo recostado en una silla; pobrecita tú, la que se durmió de cansancio y no pudo ver, ni oír, ni sentir nada.

Nada pudo despertarte. Pero tampoco nada pudo evitar que lo soñaras. El ruido de cientos de patas cayendo, el murmullo sigiloso de 50 cuerpos arribando al llamado de la gula, la casa oscura como sótano llenándose de antorchas crueles, el rondín lento y seguro alrededor del pequeño y frágil féretro, el olor a tierno embriagándonos de deseo, gula, y por fin, el festín de suave carne saboreada hasta el tuétano.