Féretro de agua

Autora: Christel Hering Palomar

Octubre 2025

 

Pese al ardiente sol, no sentía que mis pies descalzos se quemaran. Corría alegre, entre brincos y volteretas imaginaba historias. No puedo precisar ninguna, pero tengo la certeza que estaban llenas de magia y ternura. Mis pies revoloteaban en la arena y el agua. El mar lucía infinito. Lo miré distraída. Tomé consciencia de que ese devenir constante al que estaba acostumbrada era inexistente, parecía rezagado, dormido. Miré al cielo de un azul intenso, ni una sola nube lo perturbaba. Por extraño que parezca, sólo mis risillas y parloteos  irrumpían en la tranquilidad devastadora del paisaje.

            Metí mis pies en las prístinas aguas y descubrí que no podía ser yo, levanté mis manos y me asombró su blancura. Ese no era mi tono de piel. A unos metros de distancia, una mujer yacía plácida en una pequeña silla de madera. Una sombrilla la resguardaba del clima. Vestía un traje de baño oscuro que cubría parte de sus muslos. Su cabello era negro, su piel tan clara como la de la niña. Era mi madre, lo sabía, pero no era posible, su rostro no coincidía con el de la mujer que conozco.

            Me senté y entre juegos construí figurillas que  asemejaban obras de arte pero a ojos de los adultos no eran más que puñados de arena. La mujer  me interpeló sobre alguna historia. Aunque le hablaba a mi otro yo en un idioma que no conozco,  comprendí de qué le hablaba. La niña se sentía feliz.

            Por mucho tiempo estas imágenes colmaron mis años de infancia. No lograba entenderlas. Su repetición llegó al punto que cada vez que se proyectaban  pude grabar en mi mente detalles que darían para escribir un  perturbador guion cinematográfico. Cuando abría mis ojos, mi pecho se encontraba oprimido, mis intentos de enviar un poco de aire a mis pulmones eran infructuosos, mi corazón en carrera desbocada parecía a punto de explotar.

            De pequeña solía considerar al mar como mi amigo, desafiaba mis habilidades como nadadora internándome más allá de la zona permitida a los bañistas, justo donde inician las profundidades. A cada playa nueva que mis padres me llevaban recorría toda la costa, en un atormentado afán de encontrar el idílico lugar del cortometraje.

            De vez en cuando alzaba la  cabeza para mirar el prolongado y bajo muro que se erguía al fondo, resaltando aún más la esbelta figura de la mujer. Al otro lado, un camino rústico de arena y piedrecillas se perdía entre una vegetación irreconocible para mí. A la distancia, entre enormes y frondosos árboles lograba divisar unos domos dorados. Por más que la cinta corriera, jamás pude determinar si correspondían a algún tipo de iglesia o a una extraña construcción que nunca había visto.

             Gritando, la mujer corrió hacia mí, el ruido que nos rodeaba no lo reconocí, pero nos impidió escucharnos. Entendí que me ordenaba no mirar atrás. Me sujetó tan fuerte del brazo que me elevó por el aire. Me dolía mucho. Pude ver de cerca su cara, el terror  contrajo sus facciones, su mirada me atemorizó. Desobedecí. Incliné lo más que pude mi cabeza para ver lo prohibido. Un gigantesco farallón de agua ocultaba el cielo, avanzaba vertiginoso en nuestra dirección. Volteé y miré como otras personas corrían desesperadas. No entendí que sucedía. En este punto el filme se  oscurecía y yo despertaba  asfixiándome, con esa angustia inenarrable que  me paralizaba por momentos.

            Devoré libros en la búsqueda de alguna explicación para este sueño. Una curiosidad poco común me corroía de pasar toda la cinta. No lo conseguí. Renuncié a mi propósito. Arribó la primavera y con ella el soñado baile de mis quince años. Justo el día antes, mi acosador celuloide me recordó su existencia, y lo pude ver hasta el final.

            En unas aguas oscuras, por las que se filtraba un poco de luz, flotaba el cuerpo inerte de una pequeña, de unos cuatro o cinco años. Cortaduras dejaban entrever sus pequeños huesos. Miraba hacia la luz. La postura de sus brazos y piernas eran las mismas que el Hombre de Vitrubio. Su bañador blanco desgarrado. Trozos de ramas, arbustos, manchas que me parecieron sangre, piedras y restos de construcciones. Perfecto caos. Miré en todas direcciones, pero no divisé a la mujer. Solo sabía que la niña estaba muerta.

            No sé por qué verme fallecida no me alteró. Sabía que no tuvo tiempo de sentir dolor, a lo mejor el impacto de la ola la dejó en un estado de inconsciencia, pero sé que no experimentó el temor de morir.  Me duele que no pude mirar su rostro, mi rostro. No podría reconocerla, aunque la tuviese en frente. No tengo sus nombres, ni nada que identifique el lugar en que se encontraban. Nada. Nunca más volví a adentrarme en el mar y me he rehusado a vacacionar en un Crucero. El mar me impuso más que respetarlo, temerle.

            La cinta corroída por los años y sus centenares de veces en cartelera, debió autodestruirse después de mostrarme el final, mi final. Los años pasaron y con ellos la vida y en algunas ocasiones aún experimento la sensación de asfixia que viví en mi féretro de agua.

 

Christel Hering Palomar. San José, Costa Rica. 1965

Estudió derecho en la Universidad Autónoma de Centroamérica. Donde también se graduó como Notario Público. En 2022 se graduó de Máster en Escritura Creativa por la Universidad de Salamanca, España. Se desempeña como abogada y notario público y continúa cursando Talleres Literarios  con profesores mexicanos. Se ha inclinado por la escritura de novela y los relatos cortos.