¡Feliz Navidad!

Mayo 2025

Autora:Ana María Patrone

 

Dedicó su vida a la enseñaza. Es más, se fue marchitando lentamente entre tizas, pizarrones y trabajos para corregir.  En sus primeros años de docente se bajaba de los ómnibus ágilmente y con pasos rápidos y seguros atravesaba la puerta de roble del liceo número 15 donde daría sus clases de Educación Moral y Cívica.  Usaba unas polleras claras, medio vaporosas, y con los libros bajo el brazo parecía, de lejos, una estudiante más.

   Los alumnos la querían.  Ni faltaba nunca a clase y entregaba las pruebas puntualmente poniendo siempre la nota justa.

   Después de tantas décadas fue perdiendo un poco el entusiasmo, pero continuaba ganándose la vida como profesora.  Al atravesar como una autómata el primer patio del liceo, cubierto por una claraboya turbia, su paso se fue haciendo más lento y su espalda más encorvada.  La pollera era angosta y grisácea y quien la viese de lejos jamás pensaría que era una estudiante pese a los libros que reposaban en su brazo derecho.

           Cuando, finalmente, regresaba a su casa, el sol de la tarde iluminaba la pequeña sala.  Al esperar que el agua de la caldera hirviese para prepararse un té con leche, le ponía una hoja de lechuga al canario y veía si el plato de porcelana, un poco astillado, donde reposaba su plantita de violetas, tenía agua.

           Luego se instalaba en la mesa parcialmente cubierta por un mantel y untaba las galletitas con manteca y miel.  El té caliente descendía por su garganta dándole una sensación tan agradable que la hacía casi sonreír.

            Una tarde calurosa de verano, al limpiarse los labios, fianlizado el té, vislumbró bajo la puerta de entrada un sobre.  ¡Una carta! No podía creerlo, la tomó con cuidado pensando que no sería para ella, quizás para la vecina.  Sin embargo, en el sobre blanco se detacaba claramente su nombre escrito en letras mayúsculas: “CLARA MENÉNDEZ”.  Su corazón saltó de alegría.  Al abrir el sobre, una postal mostraba el Sam Houston Coliseum.  Miró rápidamente la firma:  “Daniel”.  Reconoció al instante, por la letra, a uno de sus alumnos preferidos:  Daniel de los Santos.  Lo recordaba muy bien.  Era rubio, de cabello lacio, un poco largo, que le tapaba los ojos.  Su piel era de una blancura casi enfermiza.  Se sentaba en la primera fila y cuando ella entraba en la clase y vislumbraba su juiciosa figura, sentía una mezcla de satisfacción y seguridad.

            Volvió a mirar la postal con más interés leyendo nuevamente: “Sam Houston Coliseum – Houston, Texas”.  Ese lugar le produjo un vago desagrado.  Houston, Texas. Houston, Texas.  Claro que nunca había estado allí.  Sobre eso no había ninguna duda.  En realidad, nunca había salido de su país.  El viaje más largo que había hecho fue al visitar a su tía Teresa que vivía en una casa de campo a unos 300 km de Montevideo.  Pero eso fue hace años.  Ahora no existían ni la casa ni la tía.

            Houston, Texas.  Aquella tarjeta le comenzó a producir un nerviosismo confuso. Finalmente, recordó haber leído en el diario, años atrás,  que en Houston había una usina nuclear la cual creó una gran presión dentro del rector.  No, rector no, era reactor y dicha presión formó algo así como una especie de burbuja de gas radioactivo.  Los diarios de la época insistieron en que había sido controlada, pero…

            ¿Y si se hubiese escapado algún átomo? ¿Quién podría asegurarle que ningún átomo escapó del reactor?

            Empezó a mirar la postal con desconfianza.  La letra clara y las palabras amables de su ex-alumno augurándole una Navidad feliz no lograron tranquilizarla.

            Se alejó nerviosa de la postal que quedó abandonada entre las migas y la servilleta arrugada.  Su corazón comenzó a latir fuertemente.

            Se encerró en la cocina donde el canario chillaba en forma desagradable.  Se quedó un buen rato, quieta, pálida, apoyada en la puerta.

            Imaginaba aquel átomo furtivo acabando con su paz, y quién sabe hasta con su vida.  Se hizo totalmente de noche.  Una escasa luz llegaba del farol de la calle.  Se sintió cansada.  Abrió con cautela la puerta de la cocina.  La postal, según ella, radioactiva estaba allí, aún.  Corrió a su cuarto y se puso guantes que olían a humedad y se tapó la nariz y la boca con un chal.  Se acercó a la postal.  Su primer intento fue tirarla lejos, quemarla, hacerla desaparecer de su vida, pero un impulso morboso hizo que la tomara con la punta de sus dedos enguantados sepultándola en el fondo de un cajón.

            Agotada por los acontecimientos se fue a dormir y esa noche se despertó varias veces sobresaltada.  Tenía miedo e infinita atracción por la postal que ella creyó ahora, sin lugar a dudas, que era radioactiva.

            Los primeros días, volvía de sus clases y antes de darle la lechuga al canario, abría el cajón con gotas de sudor en la frente y al ver el ángulo de la postal cerraba el cajón con fuerza y desaparecía nerviosa en la cocina.

            Ya no pensaba en hacerla desaparecer de su vida pues aquel cartón le traía una emoción que hacía mucho tiempo no sentía.  Ahora sí sabía que lo que debía hacer era enfrentarla y empezó a pasarle, con su mano enguantada, algodón embebido en alcohol para equilibrar los efectos de la radioactividad.

            Un tiempo después consideró que quizás aquella tarjeta se podría haber vuelto inmune al alcohol y comenzó a darle unos bombazos de insecticida.

            El problema de la postal fue ocupando cada vez más lugar en su mente.  Le costaba trabajo concentrarse en sus clases.  Finalizada la última, no hablaba con nadie y salía casi corriendo.  Al bajarse del ómnibus, recorría las dos cuadras que la separaban de su casa, con pasos ahora lentos, seguros, predestinados.

            No se entristeció al encontrar al canario muerto en su jaula y tampoco se culpó por haberse olvidado de ponerle la lechuga y cambiarle el agua. Casi se sintió liberada de su presencia y lo enterró en el jardin de la entrada, sin angustia, sin  ceremonias, mecánicamente.

            La planta de violetas fue languideciendo, muriendo lentamente. Una mañana, al despertarse, la vio patéticamente seca. El platito astillado de porcelana tenía gruesa capa de polvo. Rápidamente puso a ambos en una bolsa de papel, tirándolos a la basura y al olvido.

            Ella seguía pensando en aquel alumno rubio, cada vez con menos cariño.  ¿Por qué él se había portado así si ella había sido siempre tan amable y correcta?  ¿Habría sido injusta al corregir alguno de sus trabajos? ¿Habría sido tacaña en las notas?  ¿Se habría olvidado de responderle a algún buen día?

            Según la señorita Clara, nada de eso había ocurrido.  Repasaba durante horas sentada al lado de la ventana, las ocasiones en las cuales había visto o hablado en particular con Daniel de los Santos.

            Realmente era incomprensible que él se hubiera vengado de ella que nada le había hecho, por lo menos conscientemente, enviándole una postal portadora del probablemente único átomo radioactivo escapado del reactor. 

                        Quiso escribirle una carta para saber porque él la detestaba tanto y se acercó a la postal que olía desagradablemente a insecticida y tenía una apariencia aceitosa.

            Con los ojos semicerrados, pues tenía pavor de mirarla abiertamente, buscó la dirección, pero el alcohol había borrado las letras y lo único que pudo ver fue una mancha azulada de tinta.

            Comenzó a preguntarle a sus colegas sobre Daniel de los Santos.  Lo hacía con cautela, mirándolos oblicuamente.  Pocos lo recordaban, sólo algunos de los profesores más antiguos.  Al final, había sido un alumno mediocre y amarillento.

            Nadie entendía la fijación de la profesora Clara por ese muchacho que se había ido hace tantos años a vivir a Estados Unidos.

            Comenzó a faltar a algunas clases y a otras iba pero casi no hablaba, ausente, ensimismada, sin importarle el ruido que hacían sus alumnos ni las pelotitas de papel que le rozaban la cabeza y se estrellaban en el pizarrón.

            Finalmente, tomó una decisión, viajaria a Texas. No, no era imposible, tenía economías.  Compraría su pasaje y al llegar, iría directamente al Sam Houston Coliseum.  Seguramente encontraría allí a Daniel de los Santos, rubio, con un mechón de cabello tapándole los ojos.

            En ese momento estarían frente a frente.  Él con su uniforme azul y gris de liceal, ella con sus libros apoyados en el brazo derecho y su pollera vaporosa.

            Ambos bajo un sol despiadado de desierto, un sol de arena, de verano, un sol de locura.  Ella lo miraría muy fijo en sus ojos azules de adolescente y le preguntaría finalmente:  “Daniel, ¿por qué me mandaste esa postal?, ¿qué te hice para que me odiaras tanto?”

            O sino, quién sabe, con su mano libre, le sacaría el cabello lacio y rubio que le tapaba los ojos y le diría apenas: “Daniel, ¡FELIZ NAVIDAD!”

Este cuento forma parte de su libro de relatos: “De flores y Amores”.

Ana María Patrone

 

Narradora uruguaya. Profesora de español y francés, postgrado en Letras y Pedagogía, traductora y redactora publicitaria. Fundadora de la empresa de traducciones Equipe das Letras. Miembro de A.U.D.E. (Asociación uruguaya de escritores). Autora de los libros de relatos: “De flores y Amores” y “Montevideo lejano y entrañable”: editados y presentados en Montevideo. “De flores e Amores” (es la versión al portugués del primero) y fue presentado en São Paulo, Brasil, ciudad donde reside la escritora. Próxima publicación: “Andanzas erráticas”, que será editado en la ciudad de Buenos Aires. Sus cuentos han sido publicados en diversas antologías en Alemania, Argentina, Brasil, Chile, España, México, Perú, Rumania y Uruguay.

Participa como ponente en congresos latinoamericanos, destacándose como investigadora de la literatura hispanoamericana.