Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

Fecundo carmesí

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Por Pedro Paunero

16 Marzo 2020

Llamé a Marion al caer la noche. Era imposible vernos más tarde para cenar juntos en el restaurante de moda que quería conocer. Me habían pedido un artículo de carácter urgente, sobre la sangre, para el número del periódico del día siguiente y tenía que comenzar a trabajar en seguida.

—¡Pero lo prometiste!

—Lo sé, princesa, no estoy justificándome, sólo te digo la verdad…

Al otro lado de la línea hubo silencio. Hice una mueca y cerré los ojos. Con el auricular estuve dándome golpecitos en la frente, en un gesto de impotencia.

Por fin habló, pero el tono de su voz era quebrado, con un dejo de furia.

—Espero que cuando termines me llames…

—Lo haré, sabes que lo haré… Estoy besándote, nena…

No dijo nada. Colgó y me quedé mirando la sala vacía de mi casa-biblioteca. Suspiré. Traté de olvidar el incidente sumergiéndome de lleno en la búsqueda de materiales entre los estantes que se alineaban sobre las paredes y los que siempre me recordaban fichas de dominó colocadas una detrás de otra. Bajo la letra F extraje un libro grueso, primorosamente forrado en piel: “The Golden Bough” de sir James George Frazer.

La rama dorada, por supuesto, no había más. Bajo el capítulo “Lityerses”, el artículo “Sacrificios humanos para las cosechas”. Frazer citaba varios ejemplos de sacrificios humanos, ceremonias propiciatorias, para promover la fertilidad de los campos. Me deleité en el relato del sacrificio de una joven sioux por parte de los indios pawnees:

 

La muchacha tenía catorce o quince años de edad y fue guardada y bien tratada durante seis meses. Dos días antes del sacrificio fue llevada de wigwam en wigwam, acompañada por todo el consejo de jefes y guerreros. En cada morada recibía un trocito de madera y un poco de pintura que entregaba el guerrero más próximo a ella; de este modo iba llamando a todos los wigwams y en todos ellos recibía el mismo obsequio de maderitas y pintura. El 22 de abril fue conducida al sacrificio acompañada de todos los guerreros, cada uno de los cuales llevaba dos trocitos de madera de los recibidos de sus manos. Su cuerpo estaba pintado por mitad de rojo y negro y la ataron a una especie de horca asándola a fuego lento por algún tiempo; después la mataron a flechazos. El jefe de los victimarios le arrancó el corazón y lo devoró; mientras su carne estaba todavía tibia la separaron de los huesos y la cortaron en trocitos que pusieron en cestas y transportaron al campo de maíz más cercano. Allí, el jefe supremo cogió un trozo de carne de una de las cestas pequeñas y estrujándolo dejó caer unas gotas de sangre sobre los granos recién depositados en el surco. Su ejemplo fue seguido por los demás hasta que toda la semilla fue rociada de sangre y después la cubrieron de tierra. Según una relación, el cuerpo de la víctima fue reducido a una especie de masa con la que frotaron o salpicaron no sólo el maíz, sino también las patatas, los frijoles y otras semillas para fertilizarlas. Por medio de este sacrificio esperaban obtener cosechas abundantes.

 

Sentado en la butaca de piel de cordero nonato, mientras fumaba mi pipa, Media Luna se restregó sobre mis piernas, maullando una canción que interpreté como su habitual petición del tazón de leche del turno nocturno. Me levanté con las palabras del viejo antropólogo dándome vueltas en la cabeza. Serví a su majestad satánica lo que de la carta casera había pedido y regresé a mi butaca.

Concluí algunas cuestiones.

Primero, la víctima era tratada bien y alimentada mejor durante un tiempo; era obvia la conexión, si la niña representaba el espíritu de la cosecha, tenía que ser un hechizo sobre la calidad de la misma en forma directamente proporcional (buena alimentación-abundancia de frutos).

Segundo: devorar el corazón de la víctima constituye un acto de teofagia, el dios, el espíritu personificado, es comido y asimilado por los celebrantes. Se aprehende, de esta manera, la esencia de lo divino.

Tercero: la manera en la cual se separaba la carne de la víctima me recordó sospechosamente la forma en la que mi nana descascaraba las frutas. Luego arrancaba la pulpa de la semilla, que ella llamaba, proverbialmente, hueso, antes de mezclar bien con leche y preparar alguna bebida con las consabidas indicaciones: esto te hará crecer grande y fuerte…

Muy bien, lo tenía. Ahora lo esencial. La sangre como lluvia roja, en la mente primitiva, instintivamente tenía que representar la fuerza vital de los seres que se transmitía a la tierra sedienta antes de fructificar. También era una petición de lluvia y una manera de obligar al cielo a llover. Recordé vagamente la novela Cosecha roja, de Hammett, y me dije que el título de mi artículo hacía décadas que ya se había escrito. Maldije al destino y me propuse pasar el resto de la noche tomando notas.

El ruido proveniente de la cocina me interrumpió cuando escribía acerca de la reticencia de algunos grupos religiosos a las transfusiones sanguíneas, alegando el carácter sagrado de la sangre. Sabía que Media Luna, esa majestad satánica que se paseaba en mis sueños y vigilias con zapatos de algodón, había hecho algo que estaba fuera de todo argumento.

Encendí la luz de la cocina. Aparentemente nada estaba fuera de sitio, luego, en el suelo, mi vista se dirigió hacia las perlas líquidas más brillantes y rojas que había visto, en un rosario espontáneo que atrapaba en toda su silenciosa poesía la furia y el horror de un evento acontecido hacía unos segundos antes. Me arrodillé y miré. Con un dedo logré que una de las gotitas girara bajo mi tacto, antes de reventar y teñirme la yema del dedo y escuchar los leves chillidos de la presa agónica de Media Luna, más allá de la misericordia, tocando las puertas de un silencio que demoró en acudir.

Dormí solamente tres horas, las suficientes para sentirme mareado y seguir escribiendo. Hacia el medio día me vestí y salí a encarar a Marion. La encontré en el restaurante que anhelaba visitar. Al calor del champaña reanudamos promesas.

—No sé cómo diantre finalizar este pinche artículo —confesé.

—Ven conmigo, sabes que siempre tengo algo preparado para arrebatarte esos bloqueos de escritor…

Se había mordido el labio, pero me contuve de lanzarme sobre su boca y lamer la herida.

En el ascensor que nos conducía a un refugio pagado, donde gozaríamos de unas dos horas de amor arrebatado a las prisas, dos mujeres que se comían con los ojos no veían el momento de estrechar sus bocas, en búsqueda de aún más íntimas humedades. Salieron al corredor un piso debajo de aquél donde se encontraba nuestra habitación, se cogieron de la mano y doblaron la esquina, antes de que las puertas se cerraran.

Marion y yo caímos en los brazos del otro. Lo último que hizo, antes de alcanzar la puerta, fue limpiarme la línea roja que su herida labial había estampado sobre mi boca.

—Huele a rosas…

—¿Rosas rojas? —me burlé.

—Huele a rosas, ¿no te das cuenta?

Sobre el escritorio encontré un ramo espinoso de rosas rojas de terciopelo, cubiertas de un imposible rocío.

—Supongo que esto tiene que ver con lo caro del hotel…

Ella se rio. Me estrechó fuertemente y me susurró al oído.

—Hace una semana que deseaba tenerte…

La besé en los labios húmedos.

—Lo sé…

El olor de su sexo se liberó, se confundió con el perfume de las rosas y me sentí mareado súbitamente.

—Tengo una nueva navaja, más fina y delgada que las anteriores —hurgó en su bolso de mano, impidiendo el descenso de su pantaleta en la rodilla—. Mira.

Abrí los ojos.

—Servirá —dije.

Mis dedos buscaron las hendiduras, los pliegues ávidos, los resquicios húmedos, ocultos y anhelantes. Gimió levemente.

—No te detengas…

—No.

Con los ojos cerrados, aspirando olores consabidos, ansiosos por transmitirse al aire preñado de suspiros, gemidos rotos, uñas que desgarran, me detuve en su hombro blanco y con las yemas de los dedos seguí los bordes de la cicatriz. Mi erección se desbordó, si eso era posible, al contacto con los bordes rugosos, como boca maltrecha y de un tono más blanco que el resto de la piel.

Corté ligeramente a lo largo y ancho del hombro. Una cruz roja, perlada, brotó de la carne rota. El filo entre mis dedos se opacó. Olí el hierro y me extasié mojando la punta de mi nariz en su rocío caliente. Lamí levantando los bordes de la herida con la punta de la lengua. Ella se derretía bajó mis manos que le aprisionaban los glúteos.

—Siento que estoy palpitando —su respiración entrecortada le impedía seguir hablando—. Toca, toca ahí debajo… no, no dejes de lamer… no dejes…

Gritó. Se arqueó en mis brazos hacia atrás. Por un momento perdí sus hombros trémulos. El escozor en mi espalda me anunció que alcanzaba el éxtasis y que me correspondía con las uñas, abriendo surcos en mi piel.

Estaba sentado en el borde de la cama, fumando.

Ella despertó.

—¿Qué hora es?

—Dormiste quince minutos… mira, es viernes, no regreses a la oficina. Yo no volveré.

—¿Qué tienes?

—El artículo del que te hablé. Se me niega por completo. No sé qué escribir.

Me abrazó la espalda desnuda, oprimió sus pezones contra mi carne cálida.

—¿De qué trata? —La sangre… —dije—, la sangre en la cultura… la sangre como símbolo, como vehículo, como metáfora, como alimento, como… como el líquido más común después del agua, hoy y siempre.

Me liberé de su abrazo y me dirigí a la ventana de cristal helado cubierta por cortinas pesadas. Ocho pisos abajo, una manifestación de mujeres corría con los derrotados letreros caídos de una acera a la otra. No distinguía lo que decían los letreros, las consignas que aullaban, sólo percibí manchones informes de tinta roja que parecía derretirse bajo los goterones de una lluvia caída a destiempo en una ciudad desesperanzada.

Algunas mujeres, vestidas de blanco, parecían sobrevivientes de alguna guerra apocalíptica, tan manchada llevaban la ropa con regueros rojos. Recordé a Frazer, los sacrificios de los que hablaba, la lluvia y las cosechas…

—¿Ya se detuvo el sangrado?

—No —contestó—. ¿A ti no te escuece la espalda?

—Claro que sí…

—Entonces todo está bien.

—Todo está bien.

Sonreímos. Brotó de la cama como liberándose de las alas de tela que la envolvían. Se estrechó a mi cuerpo y con dos manos se aferró a mi erección. Se frotó el pene en la vulva durante minutos alongados, pero para ambos el placer parecía estar cada vez más lejos, en la próxima esquina pintada de gemidos, en la próxima acera empapada de sudor…

Desde abajo llegó el sonido de los disparos. Atisbamos por la ventana y vimos el enfrentamiento. Algunos policías salían de nuestro ángulo de visión, corriendo. Dos mujeres yacían sobre la acera, con la cabeza destrozada, sesos como gelatina de coco, hilos de sangre como bebida sabor fresa, anegaban charcos lodosos.

—Sangre y lodo —dijo ella—, es infame… no deben mezclarse la sangre y el lodo…

—Me excita —susurré a su oído.

—Y a mí.

Sin saber de dónde, extrajo la navaja y se puso a la labor de rebanarme las tetillas. Grité placenteramente durante minutos enteros, que se desvanecieron como hilos candentes que fluían rojo sobre mi vientre y caí al suelo, revolcándome.

—¿Más, más? —estaba fuera de control, con una mirada capturó los detalles de lo acontecido en la calle. Luego volvió sobre mí y lamió hasta provocarme la ilusión de que estaba llegando al hueso. Al hueso puro y seco… entonces estallé en un orgasmo impúdico que le llenó las manos del blanco rocío prometido. Largamente esperado.

Nos bañamos juntos. El sangrado no se detenía y se mezclaba con el agua, se recomponía pálido en giros y sobregiros, en remolinos impuros, antes de perderse para siempre en el desagüe.

Demoramos en vestirnos.

Puse dos compresas improvisadas en mi pecho y me eché encima la camiseta y la camisa luego.

Saboreamos la lentitud. Nos besamos los labios mancillados y acariciamos nuestras cabelleras sueltas y libres.

—¿Nos veremos mañana?

—Sólo dos horas… tengo que terminar… —sonreí—, tengo que empezar ese maldito artículo que me da vueltas una y otra vez…

—Está bien.

Salimos cogidos de la mano.

El mundo se había vuelto demasiado obvio, demasiado común para soñar. Demasiado frío para pensar en sangre caliente y artículos periodísticos. Sabía que el tema estaba condenado al fracaso.

Una lluvia ácida, fecunda, nos recibió en la acera.

Ella y yo abordamos taxis diferentes. Antes de separarnos nos besamos las bocas y mordimos un poco nuestros labios. Tan sólo para recordar sabores que demorarían varias horas en volver a ser evocados otra vez.