Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

Everardo Martínez Paco / Festival Internacional de Poesía por Agua.

Autor: Everardo Martínez Paco

Diciembre 2023

 

Anzuelo

Todos los cuentos de Everardo Martínez Paco “Perro Rabioso”

Martínez, E. (2022). Elemento. Ediciones Amatlioque.

 

Tengo una tradición un poco extraña con mi padre: los últimos domingos de los meses junio, julio, agosto y septiembre, nos reunimos para pescar. Tiene un sombrero con un par de anzuelos en él, un chaleco con varios bolsillos que con el paso de los años ha dejado de usar y una mirada cada vez más triste.

Cada año esperaba paciente y emocionado los meses en el que la pesca es mejor. Me decía en tono de burla o chiste, que los últimos fines de semana de cada mes, los peces están más cansados y que no dan tanta batalla, que se dejan pescar solitos. Cuando era niño ese chiste me daba mucha gracia, me imaginaba a los peces, cansados, en sus casas, esperando el último fin de semana del mes para descansar. Con el paso del tiempo, aquel chiste dejó de tener gracia.

Salíamos muy temprano, subíamos a su vieja camioneta, teníamos todo listo desde días antes, entonces, desmañanados, con sueño y con chistes sin gracia, nos enfilábamos al lago. Desde que me mudé, hace más de cinco años, nos reunimos en el lago Yuriria, aquel en el que desde hace veinte años hemos pescado.

Es septiembre y estoy saliendo rumbo a Yuriria. No pescamos ni junio, ni julio, tampoco en agosto; en septiembre del año pasado no dijimos nada, pero sabíamos que quizá sería la última vez que pescaríamos juntos, en todo el día no picó nada, y el desespero del paso de las horas sin decir una palabra fue demasiado pesado para los dos. No había nada que decir.

Siempre renegué de esa rara afición de mi padre por la pesca, nunca me gustó acompañarlo, me aburría demasiado pasar seis horas en medio del lago, esperando, sin hacer ruido, esperando a que algo picara. Me molestaba el olor a agua encharcada, me daba asco el aroma del pescado, odiaba aquellas botas de hule que tenía que usar para no mojarme los pies. Pero algo me hacía regresar cada año; quizá es lo mismo que me hizo llamar a mi padre y decirle que fuéramos a pescar, no importaba que fuera el último mes de la tradición, debíamos aprovechar.

Cuando llegué, su camioneta estaba estacionada en el muelle al que siempre llegábamos. Sentado en el cofre y con la mirada fija en el lago, mi padre me recibía con un frío beso en la mejilla. Me posé un momento a su lado, esperando el instante adecuado para comenzar a pescar. Miré a mi alrededor, me hubiera gustado que no fuéramos los únicos que estaban en aquel lugar, pero fue en vano, los pobladores hace mucho que se habían ido.

Fui a la caja de la camioneta, bajé las cañas, los anzuelos, la carnada, los bancos y algunas cervezas. Los puse al lado de la orilla, fui acomodando cada una de las cosas al centro de los bancos. Me senté del lado derecho, no tuve que decirle nada, él ya sabía dónde se sentaba.

Tomó su lugar y empezó a hacer un nudo clinch en algún anzuelo, terminó y lo lanzó con fuerza. Lo vi y traté de sonreír. Tomé mi anzuelo y le hice un nudo palomar, le puse un gusano, me agaché un poco, mordí mi labio inferior con fuerza y lo arrojé. Mi anzuelo rebotó entre piedras, lodo, peces muertos, basura y cientos de ranuras en la tierra, el agua hace mucho que había desaparecido. Mi padre me mostró una sonrisa forzada, tomó aire, tomó fuerzas, se llenó de nostalgia y dijo: “ojalá pique alguno”.

 

 

 

 

 

Alarma

 

 

“¡Se está cayendo el cielo!”. Alguien grita en la calle. “¡Se está cayendo el cielo!”. Se vuelve a escuchar. Reviso el reloj que me regaló el abuelo, son las cuatro de la mañana, los gallos aún no cantan.

El techo de lámina es asediado por los cientos de gotas que caen pesadas sobre él, pareciera que en cualquier momento se va a caer, pareciera que el cielo se va a caer. Ya van dos días que no deja de llover, y todo por acá truena.

Truena el cielo, la tierra, truenan los cerros, truena la casa, truena la vida, truena el corazón del abuelo.

 

 

 

 

 

 

Gotas de sudor

 

 

Se paró en la entrada de su casa y miró el terreno, los rayos del sol hacían que todo se viera tan brillante que lastimaba los ojos. El calor absurdo hacía que gotas pesadas de sudor cayeran por su frente. Miró con detenimiento el cultivo, la milpa lucía seca, sin vida, con un amarillo cobrizo que galopaba hasta el firmamento.

Debió de haber llovido hace quince días, no puede ser cómo los últimos años que nomás llueve bien poquito, este año tiene que llover más; se decía para sí mismo, mientras veía como sus tres vacas lamian desesperadas el bebedero, no lograban mitigar su necesidad. Pepe tuvo ganas de llorar, pero se aguantó tragándose su saliva, no podía llorar y menos en una situación como ésta, tenía que hacer algo o su cosecha y sus vaquitas se iban a morir. Además, las reservas se estaban acabando y sus hijos aun eran chiquitos como para ir a buscar algo a los pueblos vecinos.

Caminó un momento por el patio hasta llegar a la troje, caminó al gallinero, caminó al corral, al chiquero y por ultimo al lavadero, vio las últimas gotas de agua, los trastes y la ropa acumulándose. Vio una paloma muerta, varias moscas revoloteando. Dio dos pasos, a la mitad del patio se paró de golpe —Aquí voy a hacer un pozo, acá voy a encontrar agua —gritó como si alguien lo hubiera escuchado.

Ese mismo día José Luis sacó un pico y una pala, trazó un círculo en el piso y comenzó a excavar. Cada vez que enterraba el pico en la dura tierra, recordaba lo que decían los del pueblo: “Acá en este pueblo nadie ha encontrado agua, este pinche pueblo rabón fue olvidado por Dios”. Recordó a su padre quien alguna vez le dijo que lo único que daba la tierra en este lugar era dolor y desesperanza. Quería llorar, pero se aguantaba, no podía llorar.

Así pasó quince días de su vida, quince días en los que el sol le pegaba duro en el rostro, la tierra llenaba todos los poros de su piel y sus manos lucían llenas de llagas y heridas. Día con día se repetía que tenía que encontrar agua, que ahí iba a encontrar agua, que iba a tener un pozo de agua cristalina, un pozo de agua para su familia, para su milpa y sus animales. Tenía la esperanza de poder encontrar el vital líquido y eso le daba fuerza día con día para seguir excavando.

Al paso de los días, los vecinos curiosos se fueron acercando, todos le decían lo mismo, que no perdiera el tiempo, que en este pueblo no iba a haber agua, que Dios los había castigado por algo. Hasta su esposa una tarde le dijo: “Lo único que vas a encontrar son piedras José Luis”. Eso le dolió en el alma, pero más en el orgullo, así que decidió seguir excavando, no importaba el tiempo, tenía que encontrar agua, no importaba la profundidad ni el cansancio.

El día veintidós llegó, y con ello todo el cansancio que había acumulado, dieciséis metros lo separaban de la superficie, estaba cansado y quería dejar de escarbar, la fe estaba mermando. Miró al cielo y maldijo su suerte, maldijo a Dios, maldijo a su padre, maldijo a la tierra, maldijo al agua, maldijo todo lo que era. Un par de lágrimas salieron despavoridas por sus ojos, el nudo en su garganta le oprimía el pecho, las ganas, el corazón, toda la esperanza que tenía se terminaba con un pozo sin agua.

Tomó el pico y lo levantó con furia, tomo las últimas fuerzas que tenía y lo estrelló contra la dura tierra, entró unos centímetros y se escuchó un crujir. Todo se quedó en silencio. José Luis se agachó y puso su oreja en el piso, escuchaba como si algo crujiera, seguro es agua que corre por acá abajo, se dijo para sí mismo, así que sacó fuerzas de quien sabe dónde y comenzó a escarbar. Picaba con fuerza, con orgullo. Trabajó sin descanso por una hora, pero lo único que consiguió fue descubrir una inmensa piedra que se interponía en su camino, no había agua, los ruidos eran de la roca acomodándose y recibiendo los impactos del pico y la pala. Tiró las herramientas y se tiró de rodillas en el pozo, el polvo cubrió su maltrecho rostro, se preguntaba ¿por qué?, pero no había respuestas.

Levantó los ojos para mirar el cielo, quizá ahí encontraría la respuesta. Escuchó un tronido, pero ya no se agachó a mirar, se quedó en su lugar esperando, hasta que una pequeña gota de agua se estrelló en su rostro, detrás de ella otra, y otra, y otra. La lluvia comenzó a cubrir el árido pueblo, comenzó a llenar el pozo de José Luis, por su rostro corrían pesadas gruesas gotas de agua, nunca supo si fue sudor, lágrimas o lluvia, él las llamó, gotas de esperanza.

 

 

 

Everardo Martínez Paco es Doctorante en Humanidades, Maestro en Humanidades y Licenciado en Antropología Social por la Universidad Autónoma del Estado de Morelos. Se destaca como autor de varios libros, incluyendo los de cuentos: “Andamio”, “Desaparecidos”, “El último acto”, “Realismo no tan sucio” y “Elemento”. También ha incursionado en la poesía con obras como “Poesía para el suicidio”, “Diez días de miseria”, “Aquí no pasa nada”, “La croqueta”, “fotos + poemas” y “La poesía monstruosa”. Asimismo, ha explorado la minificción con el libro “100 Varos”. En el 2019, recibió mención honorífica en el concurso Letras Surianas: Retratos de familia, coordinado por el CEPE-UNAM Taxco

Esta publicación se realiza bajo  el marco del Festival Internacional Poesía por el Agua 2023, un evento dirigido y fundado por el escritor mexicano Ulises Paniagua, Revista Anestesia es coorganizadora de esta celebración.