Ethel Krauze, El fragmento impertinente
Por Victoria Dana
Mayo 2022
La época de la pandemia y el confinamiento ha dejado muchas cosas. En medio de la desolación y la muerte, en momentos terminales, es cuando aflora la esencia de cada uno y en esta época terrible y terminal para la humanidad entera, salió a luz también la hermandad. Es lo que sucedió con Ethel y conmigo. Una buena noche, encendimos la pantalla y como lo describe Ethel: “Se hizo la luz en zoom y un montón de cuadritos aparecieron ante mis ojos en la pantalla. Nuestros rostros sonrientes, sin cubrebocas; nuestras exclamaciones de júbilo, la copa alzada”.
Segmentadas en pequeños cuadros, empezamos a conocernos. En un acto lúdico, esa noche memorable, nos nombramos Hijas de la pandemia, sin entender aun lo que hacíamos y el alcance que podría tener esta amalgama de mujeres escritoras. Y aquí seguimos, juntas, de la mano, unas con otras. Gracias, querida Ethel, por permitirme estar aquí contigo, como una hija más.
Durante la pandemia, los escritores hicimos lo que hacemos siempre: escribir. Desde el confinamiento describimos la soledad, el miedo a la muerte, la incomunicación, la indefensión… pero también escribieron aquéllos cuya palabra es un bálsamo, una tabla de salvación. Es el caso de Ethel Krauze, quien ha sido, durante años, cantora de la vida:
La loba que en mí habita
es una enferma de voz,
una sed de lengua que palpita
repitiendo el poema de la vida.
Y este libro de relatos, El fragmento impertinente, que nace encerrado, limitado a un entorno, no claudica, no acepta dejar de imaginar y soñar, no le da la gana dejar de vivir. Es decisión de su autora: Cada uno de nosotros está destinado a vivir su propia prisión o a salir de ella con gracia. Ethel lo hace escribiendo, regalándonos unos relatos que dejan escapar a la imaginación:
“…Qué hacemos tú y yo aquí, yaciendo en este amanecer pandémico? El mundo está de luto y los muertos se acumulan en la morgue con el horror de la asfixia… Y tú has venido hoy a visitarme, Ele, en este sueño en el que casi muero, a recordarme a qué sabe el elixir de la vida.”
Hay libros que se sostienen entre las palmas y otros entre las piernas. Algunos nacen para ser leídos en mesas o escritorios, subrayando y tomando notas. Otros, en cambio, se disfrutan en la cama, antes de dormir o al despertarse… durante las caricias o después de ellas.
El fragmento impertinente es un sí rotundo a la vida, repleto de imágenes abiertas a los sentidos, donde se mira, se toca, se degusta, se huele. Y así empieza:
“Siempre quise morder un melocotón maduro entre las piernas de una mujer. Suavecito, con los labios, y empaparme en su pulpa jugosa…”
Y sigue deleitándonos con imágenes que evocan los sentidos, nuestros sentidos: “…nada como tus labios entreabriéndose en la brevedad de un pájaro en la medianoche. No puedes verlo, sólo percibes su aleteo fugaz. Y eso basta para que no lo olvides”.
¿Y cómo huele el deseo, según Ethel?: “Algo como el olor de las mujeres. Las mujeres tienen un olor antiguo, vegetal, animal, en sus andares. Arrojan arroces impalpables de especias, como si llevaran un huerto por dentro”
Hay que dejar abierta la ventana de nuestros sentidos: “Aspiro los efluvios de romero que lleva el vientecillo. Me recorre un temblor de felicidad. Tengo fe, mucha, toda la fe del mundo la tengo puesta en un solo pensamiento: que nunca deje de desear a Ada. ¡Dios, que jamás me abandone esta bendita tortura!”
Eso le pedimos a Dios todos los días: Que, a pesar de la enfermedad y la muerte, de la guerra y la destrucción amenazante y cada vez más cotidiana, nunca dejemos de desear, de amar, de vivir.
Hay otra vertiente en estos relatos que me parece muy importante mencionar. Es la eterna búsqueda, la búsqueda constante de sí misma. Esa mujer que se mira al espejo y solo ve en él, pequeños fragmentos, esa otra que se mira al espejo y ya no se reconoce, ese hombre que se pierde en la veleidad de sus deseos. El ser humano alejado de sí mismo, ¿quién es realmente? O el ser humano que, en el confinamiento, fue prácticamente obligado a ver en su interior, ¿se reconoce?:
“Ilma comenzó a contar los años que se le habían perdido en esos parpadeos. De pronto, un rostro desconocido se le presentaba al espejo. El corazón de Ilma se había partido en dos y luego en cuatro y había terminado hecho añicos, a lo largo de innumerables lágrimas”.
¿Y cómo recuperar esos años perdidos? ¿Cómo asir la palabra fugaz, lo que no se ha dicho o no ha sido escuchada? A través de la escritura, nos recuerda Ethel: “Por eso el autor está escribiéndome. Traslada la dimensión de la realidad a la dimensión literaria, cambiando algunas circunstancias, embelleciendo, con su emblemática sintaxis, la rispidez de mi mundanidad”
Escribir en soledad para reunirse con los otros, escribir es una forma especial y bella de darse a uno mismo, de regalarse al otro. Ethel decide contarnos un cuento: “Un cuento desgajándose por la montaña que nos hable de países bajos y de puentes con caballos desbocados. Un cuento de peregrinos que cantan la bienvenida del año nuevo y un cuento con una estola de mink en los albores del siglo XX, antes de la revolución Rusa y en medio de la nevada cristalina.
El cuento que nos permita reunirnos de nuevo en la cueva, en esos primeros tiempos donde el hombre se hizo hombre y todo comenzó.
El fragmento impertinente de Ethel Krauze me hizo vibrar, despertó mis sentidos; me hizo reflexionar y volver a mirarme, me hizo despertar al deseo, ése que nunca quisiera perder. ¿Cómo puede una autora dar tanto en tan pocas páginas? Descúbranlo por sí mismos y guarden el fragmento cerca de la cama, como libro de cabecera, en el buró, esperando ser abierto cada noche o cada amanecer.
*Victoria Dana ha publicado las novelas Las palabras perdidas (2012) y A dónde tú vayas, iré (2016)