Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

En las catacumbas no se baila tango

 
Autor: Ulises Paniagua
Agosto 2021

 

 

 

La sentencia cayó sobre mí, como cae una bestia sobre la carroña:

-Sabes bien, te lo he recordado muchas veces, que la Empresa se rige bajo políticas estrictas. Para la corporación la puntualidad es imprescindible. Tú, en cambio, llegas tarde a diario y no parece importarte. He intercedido ante el Supremo hasta donde mi cargo lo ha permitido; he sido atento, comprensivo con tu defecto. Pero no te quieres ayudar. No puedo hacer más. Debo anunciarte, contra mi voluntad, que estás despedido.

El Jefe cerró el gigantesco libro de registros –legajo de pergaminos amarillentos, gastados- con una rabia incómoda para ambos. Las últimas inflexiones de su voz, parca y amarga, permanecieron en el aire durante algunos segundos, atrapadas en la desnudez de las paredes de la oficina. La hipocresía en el discurso de El Jefe, aun cuando el propio vigilante de la Empresa me había advertido de su lengua bífida, me provocó náuseas. Sabía que él disfrutaba el momento.

La cortina de polvo que se adueñó de la habitación una vez que las pastas del libro chocaron entre sí, me hizo recordar la noche, el abismo. No quería regresar allí. No quería pertenecer una vez más a aquella mítica pero vergonzosa Legión de Desempleados.

Por mi mente desfiló una multitud de pensamientos sobre mi pasado, sobre mi persona, sobre las equivocaciones y los regaños injustos y malintencionados, y los regaños justos y también malintencionados. Supuse que es así como los agonizantes deben ver pasar los recuerdos: jirones macilentos en un carrusel del tiempo antes de la hora buena. Llegué a pensar que él, mi otro yo, había regresado tras meses de un descanso premeditado para reclamar lo que era suyo, la silla que no había dejado de pertenecerle, el trono del  fracaso. No hubo más remedio que sobrevivir a la noticia.

El Jefe me condujo ante La Puerta, ese enorme elemento barroco e impersonal que abrió sus hojas mugiendo como un becerro. Señaló al interior. Su gesto, al indicarme la ruta, casi parecía cómico por la solemnidad con que era ejecutado. Descendí peldaño a peldaño la estrecha escalinata que conducía hacia las catacumbas, calculando mis pasos, temeroso de ese largo sendero custodiado por la oscuridad. Sabía bien que a mis espaldas un Arcángel Negro, empuñando una espada afilada, me cerraría el paso ante un intento de fuga, así que cualquier tentativa de escapar estaba de antemano descartada. Débiles antorchas bosquejaban el recorrido hacia los infiernos. Podía sentir el salitre adueñarse de mis huesos. Las huellas de los escalones parecían multiplicarse mientras descendía al lúgubre reino. Desde lo más profundo del pozo se desprendía una loa negra.

Cuando bajé, el espectáculo me dejó sin aliento. La Legión se arrastraba, ajena a todo pudor, sobre el piso de la gran celda enmohecida. La humedad se tragaba los sueños, un fétido olor a podre se adueñaba de todo. Los cuerpos se hacinaban, se retorcían unos sobre otros en un tango que cualquiera hubiera confundido con una tremenda orgía. Pero en las catacumbas no se baila tango, por más triste que éste sea. En las catacumbas los cuerpos sufren; y sus estertores, sus lamentos, resbalan sobre los muros sucios, sobre los rincones, hasta oxidar el acero de sus pesadas cadenas.

Yo no quería regresar con ellos. Quería ir arriba, al mundo, al sol y las playas y al terror en medio de una tormenta; al olor de un jazmín solitario en un parque público; a un sangriento matadero o a un anfiteatro; cualquier cosa era mejor que esto. Sin embargo, no quedaba otra alternativa que cumplir los preceptos de las potestades del Cabildo. Ausente, con los labios cosidos por la impotencia, me despojé de mis ropas con la naturalidad de la víctima que sabe cómo colocar la cabeza bajo la guillotina. El mundo es un circo barato, el show de unos monos histéricos que juegan a la oferta y la demanda para pasárselas después debajo de las pelotas, objeté.

Cuando me di cuenta, mis tobillos habían sido encadenados. Recibía el trato de un perro. Los grilletes asfixiaban mi dignidad; de mis ojos brotaban  lágrimas. Me acordé de los santos, yo, que nunca creí en ellos. Me acordé de mis padres y mis hermanas y de todas esas invenciones terribles que el ser humano se construye para darse consuelo. Ahora sólo quedaba esperar. Aguardar la fatigosa marcha de los días. De mis labios nació un suspiro. Luego la queja. Luego el dolor hiriente; los lamentos del que nada espera. Me mezclé entre esos seres bañados en aceites de carne, bañados en castigo. Me uní al carnaval arrítmico y grotesco de los cuerpos. Desde entonces espero impaciente el fin del suplicio, la ocasión de abandonar, de nuevo y para siempre, este tormento que no merezco.