Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

En el camino a pedroñeras

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Por Marisa D’Santos M

16 Julio 2020

El interior del autobús que se dirige a Pedroñeras huele a miseria, a humedad, a viejo; es  el mismo autobús en el que hace diez años Gaspar abandonó el pueblo de la sierra. Ahora regresa con algo de dinero, una afección renal y el alma llena de nostalgia.

Son los últimos días de octubre. Unas mujeres llevan crisantemos y coronas de muerto; el aroma dulzón de las flores se mezcla con el sudor añejo de los pasajeros. Gaspar siente náuseas; intenta abrir la ventanilla, pero se queda con la manija en la mano. “La misma suciedad y abandono de siempre”, piensa. La mujer con pelos de medusa, que ocupa asiento y medio, levanta el brazo y un olor agrio se esparce alrededor de Gaspar, que cierra los ojos y se pone lívido.

-Parece usted un fantasma –le dice, mientras se abanica-. ¿Por qué no va arriba para que le dé el aire?

“Y usted, ¿por qué no deja de chingar y se peina, vieja apestosa?”, piensa Gaspar y limpia el vidrio empañado.

El autobús se detiene y sube un hombre vestido de negro; su rostro es del color de los cirios y huele a éter. La medusa se santigua y las madres protegen a sus hijos. A Gaspar le falta el aire y siente un ligero dolor en la espalda. Se levanta y pregunta al chofer si puede viajar en la canastilla. El conductor se encoge de hombros.

-Allá usted, si prefiere ir entre cerdos y gallinas… Trépese por la escalera de atrás.

El viajero sube a la plataforma del autobús. Hay de todo: gallinas, cerdos, cajas de cartón, una bicicleta y un ataúd. Lo mira y sonríe; ya en una ocasión tuvo que viajar en el mismo lugar, cuidando el féretro del abuelo porque en su pueblo no había funeraria. Manchado de lodo y con excremento de pájaros, llegaba el ataúd a la casa del occiso. Gaspar se apoya en la caja. “¿Quién se habrá muerto en el pueblo? Espero que el difunto haya recibido los Santos Óleos” y sonríe.

Pedroñeras sólo tiene una calle con casas de adobe, una iglesia de piedra y un cementerio que se inunda cada temporada de lluvias. Cuando Gaspar era niño, el cura sanaba a los enfermos y enterraba a los difuntos; si el moribundo no quería recibir la Extremaunción y moría, el sacerdote colgaba el féretro de un árbol para que expiara sus pecados. Los cuervos hacían agujeros en la madera y el hedor de la carne putrefacta se filtraba en las casas; ese olor quedaba impregnado en la memoria de los pedroñeros. Sólo entonces, el sacerdote mandaba cavar la tumba y dejaba al muerto descansar en paz.

El autobús va dando tumbos por el camino de piedras y en las curvas parece no tener control, las ramas húmedas de los árboles chocan contra las jaulas y alborotan el gallinero. Hace diez años que Gaspar no respira los aires de la sierra ni huele la tierra mojada. “La ciudad es como una cloaca, un gigantesco catafalco donde la gente se ama”, piensa y se acuesta boca arriba; le gusta ver el cielo después de la lluvia. Las nubes son más blancas y forman figuras caprichosas: “Una cabra, la Virgen, un jamón…” Los cerdos gruñen, las gallinas cacarean y a él le duelen los huesos por el traqueteo del autobús, pero no le importa; la casa donde nació ya está cerca. Un sopor lo adormece, siente el cuerpo liviano, como cuando era niño y se mecía en las sillas voladoras de la feria.

En octubre es la matanza. Colgado de un gancho, el puerco espera al destazador. Gaspar recuerda los brazos de la abuela, regordetes y blancos, cubiertos de sangre hasta el codo. Gaspar tiene hambre, saborea con la imaginación el picadillo grasiento y picante, los chorizos recién entripados y el vino claro que refresca la garganta.

Las campanas doblan a muerto. Oye un crujido, luego otro; mira el ataúd. Gaspar pestañea, trata de fijar la vista: la tapa del cajón se levanta y asoma una mano; los huesos se transparentan entre las venas azules y los dedos se mueven despacio. Gaspar se levanta de un brinco, las piernas le tiemblan, siente una opresión en el pecho. Ve cómo la mano solitaria se aferra al borde de la caja. Gaspar siente que le falta el aire, trata de arrancarse la camisa, de abrir paso a la respiración, tropieza con las jaulas, cae y se estrella contra el parabrisas. La gente grita, los animales se precipitan por el aire y el cuerpo de Gaspar, embadurnado de plumas y sangre, da tumbos sobre el cofre; su cabeza rebota en las piedras del camino y el autobús le pasa por encima. Del hijo pródigo de Pedroñeras sólo queda una masa sanguinolenta.

El autobús se detiene unos metros más allá del cadáver. Los pasajeros bajan, se acercan despacio; el hombre de negro calcula el tamaño del cajón donde irán los pedazos de Gaspar. La medusa da un grito, señala el autobús y se arrodilla. “Fue mi culpa, fue mi culpa…”, todos se persignan, lamentándose. Miran hacia la parte alta del autobús. Del ataúd sale Epiceno, el viejo vagabundo sucio y desnutrido; mira al cielo, se estira y se sienta sobre el féretro. Saca una botella de la bolsa y se echa un trago largo y ruidoso.

 

 

Marisa D´Santos nació en España y radica en México desde hace varios años. Ha publicado los libros de cuentos “Isla de pájaros”  y “La mujer flagelada y otros desenfrenos” traducido al inglés, y la novela “El canto de la serpiente”. Parte de su obra se incluye en las Antologías: Tinta Roja, Árbol en llamas, Pecados al Viento, Ellas también cuentan, Tiempo de mujeres, Escritores de habla hispana y Cuentos de barbarie.

Su obra se ha presentado en Madrid y Sevilla, y en las Ferias Internacionales del Libro: Palacio de Minería (Ciudad de México), Feria Universitaria del Libro (Pachuca, Hgo.), y FIL de Guadalajara, así como en diferentes escuelas a nivel de Secundaria, Preparatoria y Universidad del Estado de Hidalgo y de la Ciudad de México.