En Carretera
Siempre quise morder un melocotón maduro entre las piernas de una mujer. Suavecito, con los labios, y empaparme en su pulpa jugosa. Recuerdo que las canastas del mercado se llenaban de melocotones coloreados en medio de los racimos de perejiles y cilantros. Un aroma a perdición que me sigue acompañando desde la infancia. Así la carretera, que me pone a soñar, por eso me encanta y por eso le guardo respeto y manejo poco a solas. A veces me pierdo en estos cielos que parecen tener muchas dimensiones, una dentro de la otra, con sus nubes como pasadizos.
Esta vez voy al mar. Ya he dejado la serranía y las curvas tremendas. Como si me soltara el pelo voy hecha una china libre por la llanura entre palmeras. Siento en los labios la piel del fruto a punto de brindar conmigo. Los pensamientos se desdoblan y giran y se meten dentro de mí, en un lugar de mi cuerpo al que no podría nombrar.
En carretera puedo volar y por eso me cuido. Me ha pasado que voy cerrando los ojos, como si me absorbiera una escena de otra parte. Y zaz, un timbre interior me toca la puerta, y qué bueno, vuelvo la vista al frente. No escucho radio ni uso audífonos. Si el clima lo permite, abro las ventanillas y me dejo envolver por la naturaleza y sus emanaciones. Cada circunstancia es diferente y trae lo suyo.
Como esta sensación de tener el almíbar escurriéndose por la barbilla, y en la lengua un trozo de paraíso que va y viene a punto de naufragar. No es durazno. Los duraznos tienen la carne más firme, mientras que los melocotones son como una fuente dulce abriéndose en el cuenco de la boca. A los lados de la carretera, las palmas parecen contentas y me saludan meneando la cabeza.
La imagen de ese fruto acercándose a mis labios no me suelta. Me viene a la mente el dedo levantado del doctor Betancourt preguntando al grupo de alumnas de quinto B si tenemos novio y si nos gustan los hombres maduros. Brenda y yo nos reímos, pero sólo yo solté una breve y sonora carcajada. Las demás bajaron los ojos y se miraron unas a otras haciéndose señas de asco, de enojo y de miedo. No sé si en ese orden o todo junto. El doctor Betancourt estaba prestado en la Facultad porque el doctor de medicina laboral se acababa de jubilar. A la semana siguiente, me mandó llamar y me asignó con la doctora Eva, sólo me dio su nombre y me dijo que la buscara entre los residentes del hospital donde haríamos nuestras primeras rotaciones del ciclo clínico.
Estudié algunos expedientes con ella y me quedé a una guardia, como mirona, en cirugía. Salí mareada. El doctor Betancourt nos interceptó a las siete de la mañana para invitarnos a un desayuno buffet en el hotel Stelaris. Abrí unos ojos feroces de estudiante muerta de hambre. Hubo mimosas y trufas calientes que por primera vez probé en la vida. Hablaron de casos y de diagnósticos hasta que el doctor Betancourt pidió la cuenta. Sin mediar palabra, ya estábamos los tres en una suite del piso catorce, contemplando la ciudad, desde una distancia que nos arropaba.
La doctora Eva Kugler hacía un intercambio en México en cirugía de alto riesgo en hospitales públicos de segundo nivel. Una rubia enorme, de flequillo y mandíbulas potentes. Curvas renacentistas y voz casi varonil. Sería unos ocho años mayor que yo. Me parecía extraordinariamente eficiente. No me imaginaba tenerla desnuda de pronto con su pezón dorado en mi boca.
Por más que nos retorcimos por acá y por allá, el doctor Betancourt no nos permitía seguir nuestros instintos. Sólo por unos segundos tuve la cueva de esta mujer a milímetros de mi nariz. Antes de que me jalara por detrás el doctor Betancourt, para llevarme hacia él, logré rozar con la lengua la punta del alfiler que se asomaba por ahí, enhiesta esa punta, acechante, y pude sentir que se estremeció como si le hubiera echado limón a una almeja en su propia concha.
El doctor Betancourt quería la atención completa.
Ahora que lo pienso, me provoca cierta ternura toda la escena. El doctor Betancourt, sin su bata temible y con su coronita calva; la doctora Eva Kluger, con sus grandes pechos bailones y yo, una estudiante de quinto semestre de la carrera de medicina, muerta de sueño, maniobrando su cuerpo anodino con la prontitud y la pericia que se espera en los procedimientos quirúrgicos que acababa de presenciar.
Ya huele a sal. Los peces huelen a mujer, al interior de las mujeres que cierran los ojos para sentir mejor. Me voy acercando a mi destino.
Me hice la dormida cuando la doctora Eva recogió su ropa y salió en silencio del cuarto. Yo había quedado en medio de los dos en la cama king size. Por alguna razón insensata me había sentido celosa de la doctora, y entre vueltas y revueltas me metí entrambos para caer dormidos. El pobre pene del doctor Betancourt había fallecido hacía horas y la doctora Eva roncaba con los ojos ligeramente abiertos. Sólo yo quedé en una penumbra sediciosa. Eran las cuatro de la tarde y, si no hubiera sido por las pesadas cortinas verdes que ocultaban un sol directo al ventanal, hubiera creído que nunca me recuperaría de una acción así, de la cual no tendría palabras para explicar, en lo que me quedara de vida.
Qué bueno que la carretera es larga y no tengo prisa. Por eso me gusta manejar a solas, las ideas vienen y van y mi cabeza va quedando más ligera. No recordaba nada de esto. Como quien cierra un libro y lo guarda en el estante más alto del librero para no tener que volver a verlo ni siquiera en la portada.
En realidad, no hablamos jamás de lo que había pasado. El doctor Betancourt despertó con cierto susto, se tomó el pulso rápidamente, entró a la regadera y me dijo recoge todo. Mientras él pagaba en la recepción y pedía su auto, yo me preguntaba a qué se refería con el “recoge todo”, porque no había nada que recoger más que mi uniforme echo bola. Me dio cierta aprensión entrar a la misma regadera donde se acababa de bañar el doctor Betancourt, así que sólo me limpié con una toalla húmeda. En el estacionamiento me abrió la portezuela y arrancó. Acto seguido, me dejó en la parada del bus, con un hasta luego. Fue en ese momento cuando el “recoge todo”, que me venía sonando de un modo raro, me hizo ver que todo el tiempo nos habíamos hablado de usted entre los tres, como se acostumbra desde el primer día en que uno cruza el umbral de la Facultad. No sé si ese tuteo repentino fue un aviso del más allá para que, en efecto, recogiera yo todo cuanto había ocurrido y no quedara rastro alguno, ni siquiera en la mente, para dejar limpísimo nuestro expediente en común.
Un mes después me llegó la invitación a la boda de la doctora Eva, a través de la trabajadora social del hospital. Sería en un jardín primoroso de un hotel en las afueras de Cuernavaca. Arrastré conmigo a Brenda, tenía que ir por una curiosidad malsana. Ahí estaba el doctor Betancourt con su esposa, a la que me presentó como Bety, una señora guapa y discreta, con su blusa de seda color coral y una falda larga ribeteada. El consorte de la doctora Eva acababa de ganar una beca de investigación en el Centro Médico de Miami gracias a que había sido alumno del doctor Betancourt y, estando casados, ella conseguiría terminar ahí mismo su residencia. Todo salió hermoso. Brindamos por la felicidad de los novios y Brenda hasta lloró. La doctora Eva me dijo “linda”, y me abrazó con calor mexicano cuando me acerqué a felicitarla.
Las ganas del melocotón se me quedaron enterradas en alguna de esas grietas del olvido necesario. Pero no sé qué encantamiento tenga esta carretera, porque puedo sentir en los labios un temblor de fruto que se acerca. En carretera es cuando van saliendo de la caja algunos recuerdos, como fantasmas ¿o ángeles que nos cuidan la memoria? No lo sé. Pero se siente bien este paisaje cada vez más húmedo.
Una humedad que brota del centro del cerebro y viaja por el sistema nervioso hacia la yema de los dedos, el recodo de las axilas, la punta de los labios menores donde se concentra.
El pubis de la doctora Eva estaba casi desnudo, salvo por unos cuantos vellos largos, sedosos, dorados. La saliva es otro punto de concentración de la humedad y ahora viene también de afuera, de este aire cargado de cardumen y arenas ardientes. El doctor Betancourt sólo metía lo suyo, lo sacaba y volvía a meterlo. No tuvo la decencia de ofrecer una lengua generosa para nuestras necesidades especiales. Tal vez por eso me quedó esta enervación que se parece a la embriaguez….(continuará en el libro)