Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

El vino

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“Un hondo repique pone de luto la madrugada.

Ruedan murmullos por las calles y las horas”.

Guadalupe Dueñas

16 Septiembre 2020

Por Rocío García 

 

La muerte a cuentagotas horadaba su miedo. Era su propio miedo aun por desplazarse dentro de su cuarto. Eso lo comprobó el día que la visitó Laura. Mientras la amiga hablaba y hacía café, ella estuvo inmóvil y apenas era capaz de deshojar palabras. Toda la historia y el lamento estaba en su cuerpo porque ahora se sentía como un esperpento mudo.

Laura hablaba, le hablaba, trataba de sacarla del pozo donde se escondía. Ella sólo pensaba en aquella muerte pronunciada mil veces. Sí, a cuenta gotas ese deceso se aparecía y cada gota era como una laceración inconclusa que la hacía desgarrarse la piel.

Tenía un libro, se lo mostró a Laura. Creyó que aún tenía fuerza o ganas para comentar algún cuento, pero ni siquiera la lectura en voz alta la tranquilizó. Sólo se tatuó: “Un hondo repique pone de luto la madrugada”.

Laura partió, y entonces la noche tampoco apaciguó su espanto mudo y ocre, espanto por lo conocido, por lo cercano, por lo cotidiano. Era un miedo que, de tan tangible, que de tan cercano se volvía maravilla con espinas. A Laura le regaló el libro de Dueñas. Ella tenía, al fin y al cabo, otros libros a los que, en ese trance, sabía, no les prestaría la suficiente atención. Los decodificaría y en un afán cuasi obsesivo leería diez veces el título.

¿Cómo se llega a la hiperbolización de la culpa?

¿Cómo se llega a la inmovilidad para estar, durante una hora creyendo detener la pared? Fingiendo, sí, porque la caída era irreversible. Eso se preguntaba mientras reptaba por el piso al tiempo que se exigía no llorar, porque ella no se lamentaba en forma usual. Los rezos eran inexistentes para ella y la esperanza de unos meses para acá se había tornado en expresión de su piel que ella desgarraba hasta sangrar, lo hacía ante a culpa de sobrevivir y tener el llamado cuarto propio.

 

II

Trató de obliterar la imagen permanente. Trató de cambiar ese retrato que también estaba en su mente. Era la fotografía de su madre junto a ella. Ella, la hija, la abrazaba. Lo sabía, las miradas escurrían lamentos en forma de fingida sonrisa, porque la madre estaba enferma y aunque aún no se presentaba la agonía, la hija quería prepararse para atravesar el andamio de la despedida. Todo lo inmóvil es muerte, se dijo. Ella misma había aprendido una coreografía muda para gritar la muerte.

Aquella noche la luz era apenas una fragancia que dificultosamente percibía. Sentía que al andar debía arañar paredes. Era el retrato el que la abarcaba y aun cuando se colocara de espaldas a él la imagen se superponía a todas. Era la imagen de una mujer cuyo cuerpo había sido invadido por la llamada enfermedad. Fase terminal, recordó y por ello le dio sinónimos a la palabra cáncer: trágica madrugada, espina lenta; pero esas palabras no la ayudaban a disminuir la culpa ante la otra hija, su hermana.

La hermana era la única mujer poderosa, creía ella, la que podía abrazar el mundo destrozado. Por eso esa hija cuidaba y alimentaba a la madre. Madre de la madre era en esa fase. Ojos cerrados los de la mujer inmóvil para no ver su propia inutilidad ante el desastre.

III

Esa noche quiso huir, ahora no a la placenta, sino de ella misma. No imaginó que la muerte a cuentagotas, a veces, lacera también las avenidas.

Salió de su departamento con paso cansino. No se fijó en qué ropas llevaba. Se dirigió a comprar una botella de vino. La noche abarcaba cada instante y sólo los semáforos parecían indicar las pausas y los sigas. Cruzó la calle con miedo a respirar. No era consciente cómo portaba el vestido con el que en su frenesí salió a reconocer las calles. No supo cómo caminaba. Una mujer, le dijo: “Traes levantado el vestido.” Entonces, fue consciente que había otra voz que le dijo, “Hola, estás bien bonita”. Sí, reconocía las palabras, aun dentro de su letanía que la hacían confundir realidad con su duelo sempiterno al que ahora se unía el enunciado del cuento: “Un hondo repique pone de luto la madrugada”.

Cruzó la calle y el hombre la siguió, pero ella sólo quería las voces de la hermana y de la madre. Entró al establecimiento, mientras él hombre seguía sus pasos. Ella pidió el vino que la haría dormir esa noche. Porque había pensado que, si dormía anestesiada, quizá a otro día podría trabajar sin cargar su manto con espinas.

Le entregaron el vino y tuvo que hacer un sobresfuerzo para entender lo que ocurría. Pero como si fuera un rezo recién aprendido sólo masculló: “Un hondo repique pone de luto la madrugada”. “Vamos a mi casa, hace mucho que no tomo vino. Vamos es un lugar limpio. Estás bien bonita, te digo”. Las palabras del hombre caían como irrupciones a su letanía. Ella sin parlamentos, no replicó al actor recién aparecido. “Dame vino”, insistió el advenedizo. “Te va a gustar. Es un lugar chiquito”.  Pero para ella no había más lugar que la cama donde la madre reposaba. Lo vio por primera vez, y supo que su lamento y su coreografía habían sido interrumpidos, incluso el cuento que Laura le había leído.

La ciudad vivía, incluso ese hombre abrupto vivía. Ella no ni la madre ni la hermana. Fue cuando el hombre quiso tocarla que ella pudo despertar un poco y empezar a entender lo que sucedía. Alguien más quería improvisar caricias en el cuerpo que sólo a ella y a la madre pertenecían. Sintió asco. “Dame el vino” dijo el hombre con un tono imperativo. Algo entre su letanía alcanzó a escuchar:” Te haces pendeja” Aunque quiso no pudo actuar con rapidez, por ello el hombre terminó por arrebatarle el vino. Vio cómo el hombre se alejaba corriendo. Ella quiso hacer lo mismo, pero el dolor vuelto maravilla solo le permitieron caminar y repetir: “Un hondo repique pone de luto la madrugada”.