Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

El Vampiro

Autor:  Horacio Quiroga

Junio 2023

Ilustración. Cerero

 

—Sí—dijo el abogado Rhode—. Yo tuve esa causa. Es un caso, bastante raro por
aquí, de vampirismo. Rogelio Castelar, un hombre hasta entonces normal fuera de
algunas fantasías, fue sorprendido una noche en el cementerio arrastrando el
cadáver recién enterrado de una mujer. El individuo tenía las manos destrozadas
porque había removido un metro cúbico de tierra con las uñas. En el borde de la
fosa yacían los restos del ataúd, recién quemado. Y como complemento macabro,
un gato, sin duda forastero, yacía por allí con los riñones rotos. Como ven, nada
faltaba al cuadro.
En la primera entrevista con el hombre vi que tenía que habérmelas con un fúnebre
loco. Al principio se obstinó en no responderme, aunque sin dejar un instante de
asentir con la cabeza a mis razonamientos. Por fin pareció hallar en mí al hombre
digno de oírle. La boca le temblaba por la ansiedad de comunicarse.
—¡Ah! ¡Usted me entiende!—exclamó, fijando en mí sus ojos de fiebre. Y
continuó con un vértigo de que apenas puede dar idea lo que recuerdo:
—¡A usted le diré todo! ¡Sí! ¿Qué cómo fue eso del ga… de la gata? ¡Yo!
¡Solamente yo!
—Óigame: Cuando yo llegué.. . allá, mi mujer…
—¿Dónde allá?—le interrumpí.
—Allá… ¿La gata o no? ¿Entonces?… Cuando yo llegué mi mujer corrió como una
loca a abrazarme. Y en seguida se desmayó. Todos se precipitaron entonces sobre
mí, mirándome con ojos de locos.
¡Mi casa! ¡Se había quemado, derrumbado, hundido con todo lo que tenía dentro!
¡Ésa, ésa era mi casa! ¡Pero ella no, mi mujer mía!
Entonces un miserable devorado por la locura me sacudió el hombro, gritándome:
—¿Qué hace? ¡Conteste!
Y yo le contesté:
—¡Es mi mujer! ¡Mi mujer mía que se ha salvado!
Entonces se levantó un clamor:
—¡No es ella! ¡Ésa no es!
Sentí que mis ojos, al bajarse a mirar lo que yo tenía entre mis brazos, querían
saltarse de las órbitas ¿No era ésa María, la María de mí, y desmayada? Un golpe
de sangre me encendió los ojos y de mis brazos cayó una mujer que no era María.
Entonces salté sobre una barrica y dominé a todos los trabajadores. Y grité con la
voz ronca:
—¡Por qué! ¡Por qué!
Ni uno solo estaba peinado porque el viento les echaba a todos el pelo de costado.
Y los ojos de fuera mirándome.
Entonces comencé a oír de todas partes:
—Murió.
—Murió aplastada.
—Murió.
—Gritó.
—Gritó una sola vez.
—Yo sentí que gritaba.
—Yo también.
—Murió.
—La mujer de él murió aplastada.
—¡Por todos los santos!—grité yo entonces retorciéndome las manos—.
¡Salvémosla, compañeros! ¡Es un deber nuestro salvarla!
Y corrimos todos. Todos corrimos con silenciosa furia a los escombros. Los
ladrillos volaban, los marcos caían desescuadrados y la remoción avanzaba a saltos.
A las cuatro yo solo trabajaba. No me quedaba una uña sana, ni en mis dedos había
otra cosa que escarbar. ¡Pero en mi pecho! ¡Angustia y furor de tremebunda
desgracia que temblaste en mi pecho al buscar a mi María!
No quedaba sino el piano por remover. Había allí un silencio de epidemia, una
enagua caída y ratas muertas. Bajo el piano tumbado, sobre el piso granate de
sangre y carbón, estaba aplastada la sirvienta.
Yo la saqué al patio, donde no quedaban sino cuatro paredes silenciosas, viscosas
de alquitrán y agua. El suelo resbaladizo reflejaba el cielo oscuro. Entonces cogí a
la sirvienta y comencé a arrastrarla alrededor del patio.
Eran míos esos pasos. ¡Y qué pasos! ¡Un paso, otro paso otro paso!
En el hueco de una puerta—carbón y agujero, nada más—estaba acurrucada la gata
de casa, que había escapado al desastre, aunque estropeada. La cuarta vez que la
sirvienta y yo pasamos frente a ella, la gata lanzó un aullido de cólera.
¡Ah! ¿No era yo, entonces?, grité desesperado. ¿No fui yo el que buscó entre los
escombros, la ruina y la mortaja de los marcos, un solo pedazo de mi María!
La sexta vez que pasamos delante de la gata, el animal se erizó. La séptima vez se
levantó, llevando a la rastra las patas de atrás. Y nos siguió entonces así,
esforzándose por mojar la lengua en el pelo engrasado de la sirvienta —¡de ella, de
María, no maldito rebuscador de cadáveres!
—¡Rebuscador de cadáveres!—repetí yo mirándolo—. ¡Pero entonces eso fue en el
cementerio!
El vampiro se aplastó entonces el pelo mientras me miraba con sus inmensos ojos
de loco.
—¡Conque sabías entonces! —articuló—. ¡Conque todos lo saben y me dejan
hablar una hora! ¡Ah! —rugió en un sollozo echando la cabeza atrás y deslizándose
por la pared hasta caer sentado—: ¡Pero quién me dice al miserable yo, aquí, por
qué en mi casa me arranqué las uñas para no salvar del alquitrán ni el pelo colgante
de mi María!
No necesitaba más, como ustedes comprenden —concluyó el abogado—, para
orientarme totalmente respecto del individuo. Fue internado en seguida. Hace ya
dos años de esto, y anoche ha salido, perfectamente curado. . .
—¿Anoche? —exclamó un hombre joven de riguroso luto—. ¿Y de noche se da de
alta a los locos?
—¿Por qué no? El individuo está curado, tan sano como usted y como yo. Por lo
demás, si reincide, lo que es de regla en estos vampiros, a estas horas debe de estar
ya en funciones. Pero estos no son asuntos míos. Buenas noches, señores.

Horacio Quiroga

(Salto, 1878 – Buenos Aires, 1937) Narrador uruguayo radicado en Argentina, considerado uno de los mayores cuentistas latinoamericanos de todos los tiempos, cuya obra se sitúa entre la declinación del modernismo y la emergencia de las vanguardias. Las tragedias marcaron la vida del escritor: su padre murió en un accidente de caza, y su padrastro y posteriormente su primera esposa se suicidaron; además, Quiroga mató accidentalmente de un disparo a su amigo Federico Ferrando.


Horacio Quiroga

Estudió en Montevideo y pronto comenzó a interesarse por la literatura. Inspirado en su primera novia escribió Una estación de amor (1898) y fundó en su ciudad natal la Revista de Salto (1899). Marchó luego a Europa, donde conoció a Rubén Darío, y resumió sus recuerdos de esta experiencia en Diario de viaje a París (1900). A su regreso fundó el Consistorio del Gay Saber, cenáculo modernista que pese a su corta existencia presidió la vida literaria de Montevideo y las polémicas con el grupo de Julio Herrera y Reissig.

Ya instalado en Buenos Aires publicó Los arrecifes de coral (1901) poemas, cuentos y prosas líricas de gusto modernista, seguidos de los relatos de El crimen del otro (1904), la novela breve Los perseguidos (1905), producto de un viaje con Leopoldo Lugones por la selva misionera hasta la frontera con Brasil, y la más extensa Historia de un amor turbio (1908). En 1909 se radicó precisamente en la provincia de Misiones, donde se desempeñó como juez de paz en San Ignacio, localidad famosa por sus ruinas de las misiones jesuíticas, a la par que cultivaba yerba mate y naranjas.

Nuevamente en Buenos Aires, trabajó en el consulado de Uruguay y dio a la prensa las colecciones de relatos breves Cuentos de amor, de locura y de muerte (1917), Cuentos de la selva (1918) y El salvaje (1920), y la obra teatral Las sacrificadas (1920). Le siguieron nuevas recopilaciones de cuentos, como Anaconda (1921), El desierto (1924), La gallina degollada y otros cuentos (1925) y el que es quizá su mejor libro de relatos, Los desterrados (1926). Colaboró en diferentes periódicos y revistas: Caras y CaretasFray MochoLa Novela Semanal y La Nación, entre otros.

En 1927 contrajo segundas nupcias con una joven amiga de su hija Eglé, con quien tuvo una niña. Dos años después publicó la novela Pasado amor, sin mucho éxito. Sintiendo el rechazo de las nuevas generaciones literarias, regresó a Misiones para dedicarse a la floricultura. En 1935 publicó su último libro de cuentos, Más allá. Hospitalizado en Buenos Aires, se le descubrió un cáncer gástrico, enfermedad que parece haber sido la causa que lo impulsó al suicidio, ya que puso fin a sus días ingiriendo cianuro.

Los cuentos de Horacio Quiroga

Quiroga sintetizó las técnicas de su oficio en el Decálogo del perfecto cuentista (publicado en 1928 en la revista Babel), estableciendo pautas relativas a la estructura, la tensión narrativa, la consumación de la historia y el impacto del final; en este texto manifestó sus ideas sobre el cuento como unidad emocional y apuntó sus modelos preferidos: Edgar Allan Poe, Rudyard Kipling, Guy de Maupassant y Antón Chéjov, autores que habían de dejar huella en algunos de sus relatos, en los que también puede rastrearse la influencia de Joseph Conrad, Jack London o Fiódor Dostoievski.

Sus primeros intentos fueron meras imitaciones de Poe, con quien compartía una especial preferencia por la violencia y la locura; así, algunos de sus primeros cuentos, como La gallina degollada o El perseguidor, pueden calificarse dentro de los denominados relatos sangrientos. La mayoría de sus narraciones aparecieron publicadas en periódicos y revistas y se recogieron posteriormente en forma de libro en las recopilaciones Cuentos de amor, de locura y de muerte (1917), Cuentos de la selva (1918), Anaconda (1921) y El desierto (1924). Sus relatos más característicos dramatizan la pugna entre la razón y la voluntad humanas por una parte, y el azar o la naturaleza por otra; su fuerza se fundamenta, más que en un minucioso y detallado análisis psicológico, en el estudio de la conducta humana en condiciones extremas. En la última parte de su producción, sin embargo, sus cuentos experimentaron un giro considerable; en Los desterrados (1926), por ejemplo, las narraciones aparecen menos estructuradas y generalmente más próximas a los estudios de caracteres.

Horacio Quiroga destiló una notoria precisión de estilo que le permitió narrar magistralmente la violencia y el horror que se esconden detrás de la aparente apacibilidad de la naturaleza. Muchos de sus relatos tienen por escenario la selva de Misiones, en el norte argentino, lugar donde Quiroga residió largos años y del que extrajo situaciones y personajes para sus narraciones. Sus personajes suelen ser víctimas propiciatorias de la hostilidad de la naturaleza y la desmesura de un mundo bárbaro e irracional, que se manifiesta en inundaciones, lluvias torrenciales y la presencia de animales feroces.