Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

El señor de las ratas un cuento de Ulises Paniagua

Un cuento de terror urbano de Ulises Paniagua

 

El señor de las ratas

por: Luis Pardorián[1]

Junio 2024

 

El origen de la veneración de San Nano de Sélmort (Señor de las ratas y los suicidas), tuvo origen en una antigua casona de la colonia Guerrero, justo en el corazón de la Ciudad de México. Según Gérard de Medina, historiador y conocedor del tema, algunas notas sobre esta aparición “surgieron en diarios digitales y blogs de escasa divulgación” (de Medina, p.34)[2]. Se tiene la suposición de que tales publicaciones, antes que noticias constituyeron una especie de advertencia informal sobre un territorio que terminaría por convertirse en una región siniestra para algunos, y en el paraíso de los muertos para otros. No se comprendió de este modo en aquellos años.

En su libro, Gérard de Medina atribuye el origen etimológico del personaje a una combinación de dos términos: “Nenomamictiliztli”, en lengua náhuatl, que derivó en “Nono”; y el concepto alemán “der Selbstmord” (también esta construcción lingüística sufrió una transgresión). Ambas nociones describen de algún modo la acción de arrebatarse la vida, de robarle al mundo un fragmento de la corporeidad humana. Se desconoce si esta mezcla multicultural se debe a una casualidad o tuvo una intención concreta. Se sabe poco sobre el origen del culto, pues no existe información verosímil sobre su fundador o fundadores. La invención de este señorío se hizo bajo la más completa discreción. Versiones hay muchas. La más veraz, aunque en esencia la más fantástica, es la narrada por la antropóloga hispano-mexicana Nancy Bardem Tóchtli, en un diario titulado “Cómo sumergirse en el infierno: viaje junto al señor del inframundo”. [3]

Reproducimos a continuación algunos episodios de dicho documento como testimonio, antes que como fuente de investigación científica. La idea es que quien acceda al diario de Nancy Bardem extraiga sus conclusiones al respecto. No se trata de un texto que de manera académica se pueda autentificar. Esto se debe, probablemente, a que literatura y vida deben poseer una dosis de ingenuidad.

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24 de junio

Conocí a San Nano de Sélmort un 24 de junio. En aquellos años, el culto al Señor de las Ratas era un rumor a voces. Como lo es hasta hoy. Por otra parte, en la Ciudad de México reinaba una gran sequía. Por culpa del cambio climático las lluvias se hallaban ausentes, de modo que la cuenca metropolitana era un agujero donde, a causa de la ola cálida, el sudor se llevaba hasta en las ropas. El aire era denso, aunque una especie de humedad frecuentaba las calles como si se tratara más de un puerto que de una capital en medio de la meseta. Se aproximaba, además, la terrible crisis del agua según las noticias que difundían los expertos. Una calamidad.

            Lalo Hucknenberg, compañero entrañable, y amigo con derechos a ratos, me invitó alguna cerveza en un bar clandestino de una colonia que me pareció siempre mística aunque peligrosa: la Guerrero. Entramos aquella fecha a ese territorio de puestos de ropa de segunda mano, de cajetillas “piratas” de cigarros, de tiendas de abarrotes, vinaterías, y alguna que otra vecindad de paredes cacarizas custodiadas por chicos sombríos que escuchaban reggaetton mientras vendían drogas. Las frases de los muchachos resonaban, en mi interés de antropóloga, bajo el sopor que envolvía el momento: “¿Qué, mijo, a poco se va a medir los tenis?… No se olvide de que yo soy aquel, y usted es Raquel… Si no compra, mejor no baia”

            A última hora, Lalo decidió cambiar las cervezas por una pulquería. “Allí preparan los curados más ricos”, dijo. Y no mentía. Cruzamos una puerta oculta en el Panteón de San Fernando. Anduvimos entre corredores de unidades habitacionales hasta alcanzar nuestro destino.

Estábamos en eso, en el asunto de consumir lo que los antiguos mexicanos llamaban el néctar de los dioses, cuando entre los parroquianos surgió, desde  las paredes encaladas, un asombro efervescente.

            —Otro que regresa.

—Otro —repitieron los bebedores de forma misteriosa.

No entendí, en ese momento, a qué se referían. Pasaron dos jóvenes. Llevaban encima ropas deportivas, tenis costosos, gorras elegantes. De en medio de sus estómagos nacía una mancha extensa de sangre que recorría la superficie de sus sudaderas. No se veían malheridos a juzgar por una actitud desenfadada.

            — Tienes que ver esto. Te va a encantar —dijo Lalo.

            Dejamos el local. Mi compañero me hizo seguirle por varios callejones bajo la conciencia de que los lugareños lo reconocían, le apreciaban, e incluso le guardaban respeto por alguna razón. Juzgué que ese motivo sería una labor comunitaria que incluía el rescate identitario de la colonia a través de programas sociales; la conformación de huertos verdes y huertos autogestivos de marihuana; y  la promoción de murales realizados por artistas del barrio. Se saludaban unos a otros con una ligera inclinación de cabeza, con ojos sombríos, con los dedos cruzados de ambas manos, apuntando al piso.

            —Es la seña de los adoradores de San Nono —comentó mi amigo y amante.

            La entrada fue por una callejuela más angosta que las anteriores. Al girar se descubrió ante la vista una vecindad muy particular. En el acceso se apostaban tres guardias con armas Barrett M-82 y rostros de pocos amigos. Nos detuvieron. Nos catearon. Sentí que alguno de ellos se propasó al tocarme de manera inapropiada durante la inspección, pero no me atreví a exponerlo. Lalo, sin embargo, notó lo que ocurría y le llamó la atención. El tipo tuvo que disculparse. Nos internamos por el pasillo. Allí, a los costados, un grupo de personas inhalaban su “mona”. Andrajosos, con las córneas amarillentas, parecían contemplar la eternidad en las ventanas tapiadas. Luego vino la presencia de muchas moscas. Un ejército de moscas. Escuché una música intensa de tambores. Alcancé a distinguir que, sobre el suelo, descansaban dos grandes trozos de carne cruda que eran devorados por aquellos dípteros verdes y gordos. Casi corrí, cubriéndome la boca y la nariz, víctima del asco.

Al cruzar el umbral de la habitación principal me quedé sin habla. Se trataba de una bodega inmensa, de unos diez por seis metros. Tres cadáveres se hallaban cubiertos por sábanas. Estaban tirados sobre el suelo de concreto pulido. Un grupo de mujeres y hombres entrados en años rodeaban a los muertos, expectantes. Frente a nosotros, una figura alta se hallaba sentada en un trono. Era oscura, de un pelaje entre grisáceo y pardo. Los ojos, rojos. El contorno, humano. No parecía tener boca. En su cabeza aprecié una inmensa corona (debía ser, sin duda, de oro puro).

Lalo me indicó, con una seña, que me hiciese a un costado, como los demás. La música cesó apenas al acomodarme, de pie, entre los asistentes. Comprendí que estaba en presencia del famoso San Nono de Sélmort, patrono de los humildes y de la colonia Guerrero ¿Era aquello un disfraz? ¿Un montaje? No pude discernirlo, de cualquier modo.

La presencia se puso de pie. Debía medir más de dos metros. Se acercó, despacio, a los cuerpos tendidos. Descubrió una de las sábanas. Contemplé entonces a un chico vestido con ropa deportiva. Estaba pálido como una figura de seda. Pude notar que sus facciones eran finas; en vida debió ser un joven atractivo. Su cuerpo se veía rígido. Su rictus demostraba un reposo pacífico. Ante mi sorpresa y la fascinación de otros, San Nano extrajo de no sé dónde un largo y ancho cuchillo, como el de los carniceros, y lo introdujo con violencia en el vientre del cadáver. El joven, que parecía muerto, comenzó a convulsionarse. El santo patrono metió la mano dentro de aquel hueco lleno de sangre y extrajo una especie de tumor oscuro, del tamaño de una pelota de béisbol. Me invadió la náusea; ninguno de los presentes, incluyendo a Lalo, me vio salir. Vomité un líquido púrpura espeso sobre la coladera de hierro de un patio de cemento. Noté con curiosidad que un pequeño grupo de gatos hacía el intento de acercarse a la bodega, mientras algunos niños de la calle les tiraban patadas o batazos para mantenerles lejos. Sentí, como antropóloga, que experimentaba el surrealismo más profundo que vinieron a buscar a México Luis Buñuel y Antonin Artaud.

Cuando retorné al lugar, lo que vi me impidió moverme durante instantes: los muertos que antes yacían sobre el suelo estaban de pie. El chico guapo, entre ellos. Sus estómagos no mostraban herida alguna, ningún rastro de las cuchilladas, aunque sí una espesa mancha sangrienta. Se movían. Abrazaron al Señor de las Ratas dentro de una experiencia de inmenso agradecimiento.

El santo habló. Rezaba y hacía movimientos con la mano sobre cada uno de los jóvenes. Les bendecía de algún modo, para terminar recitando:

—Has vuelto. Ahora trabajas para el señor. Eres legión de Sélmort.

Los asistentes, vociferando, no cesaron de aplaudir y vitorear durante minutos. Enseguida un tipo con los brazos con tatuajes se acercó para dar a cada uno de los resurrectos una pistola Versace, de cacha dorada. Los jóvenes la introdujeron entre el pantalón y la ropa interior. Luego salieron del lugar.

San Nono avanzó hasta su trono, extendió su capa y, en medio aquellas paredes cacarizas, entre el asombro de los humildes y como un truco de magia, la dejó caer al piso mientras desaparecía ante nuestros ojos. En su lugar, decenas, tal vez más de un ciento de ratas escaparon del sitio, en todas direcciones. Sentimos a los roedores chocar contra nuestras espinillas, las rodillas y los zapatos. Estaba horrorizada, pero me quedé quieta. Pensé que si me movía esos animales me devorarían ¿Era aquel un truco barato para impresionar al público? ¿La razón del sobrenombre del santo era porque, en efecto, guardaba una asociación física con aquellos roedores repugnantes?

Tenía muchas preguntas. Eduardo Huckenberg se limitó a contemplar mi rostro de desconcierto. En voz baja, advirtió:

—No preguntes. No hay nada que preguntar.

Las ratas habían dejado de pasar a nuestro costado, para desparecer entre las alcantarillas de la vecindad.

 

12 de julio

Después de algunas semanas donde no coincidimos o no quisimos coincidir, hoy me reuní con Huckenberg. Fuimos a beber una cerveza al Salón Los Ángeles. Nos rodeaban frases musicales entre salsas que iban de lo erótico o lo social, a lo triste: “…devórame otra vez, devórame otra vez…. En los años 1600, cuando el tirano mandó…Desnúdate ahora y apaga la luz un instante…”

Eduardo tenía un comportamiento extraño: una mezcla de nerviosismo, euforia y tristeza. Por momentos inclinaba la cabeza en un gesto de derrota; otras veces fumaba o hablaba muy rápido, sin dejar de mover una de sus rodillas. En medio de cumbias acompañadas de cubas y algún tequila, me contó de su deseo de adentrarse en el conocimiento de la cultura urbana que se gestaba en la colonia Guerrero.

—Imagina reconocer este fenómeno desde las tripas —compartió.

­—¿Cómo así? —Respondí, imitando el tono que había escuchado en alguna telenovela colombiana.

Lo que Lalo refirió me pareció un disparate. Hablaba de suicidio, de suicidas. De la propia intención de quitarse la vida. De la muerte como el camino hacia una utopía, dentro de un ejército pacifista poderoso.

—En el barrio de San Nono se vive cada vez mejor. Lo que se mira es una fachada. Se gana tanto de la venta de armas, de drogas, de pornografía, que adentro es un imperio. San Nono construye, de manera silenciosa, escuelas, hospitales, obsequia despensas, impide violaciones, abusos de cualquier tipo. Dentro del reino no hay homicidios.

Me mantuve incrédula.

—Nancy —confesó en un tono suave pero invasivo—, están construyendo bajo el suelo. Es el paraíso en la tierra.

Lo miré con atención. Intenté distinguir en su mirada un rastro de cualquier droga química, una explicación de su delirio.

—Ya no quiero hablar de esto —cerré la conversación, ante su desencanto.

Nos olvidamos del tema. Bailamos durante horas. La noche fue nuestra. El salón y la urbe también. Bebimos. Fumamos un poco de marihuana a escondidas. Nos dirigimos a un hotel de tres estrellas, un tanto clandestino. Hicimos el amor como si fuera el último día de nuestras vidas.

A la tarde siguiente, una llamada de su hermana me hizo saber que en efecto fue así: Lalo Huckenberg se había suicidado con barbitúricos. Me resultó un asunto estremecedor y grotesco, aunque poético.

 

19 de agosto

Después de semanas de dolor ante la pérdida de Lalo, juraría haberlo visto el día de hoy. Iba montado en una motoneta, cubierto con una sudadera deportiva y lentes oscuros. Él no alcanzó a reconocerme.

Por otra parte, estoy decidida a publicar los apuntes de este diario. Un par de editoriales serias se han reído de mí. No los culpo. Esta historia parece ridícula, digna de un cuento fantástico o de terror. Un impresor independiente, un marxista de vieja cepa, que vive justo en la calle de Zarco, ha aceptado publicar el libro de forma clandestina.

 

17 de septiembre

Los suicidios han aumentado de manera alarmante. Los eventos más recientes desconciertan. Una vez que recibí el libro impreso, lo repartí a algunos amigos periodistas. El título en la portada lucía hermoso: “Cómo sumergirse en el infierno: viaje acompañando a San Nono de las ratas por un barrio bravo”.

La edición era, sin embargo, un poco popular o populista: contenía ilustraciones al estilo de El libro Vaquero o las revistas de ficheras de los años ochenta. No supe si experimentar agradecimiento o indignación. De ese modo, quién podría tomar en serio un estudio antropológico. Una mierda.

 

2 de octubre

Por la tarde han llamado a la puerta del apartamento. Era Lalo Huckenberg. Me quedé helada. Lo invité a pasar. No quise creer en un tema sobrenatural. En todo caso lo imagine involucrado en un problema grave que lo obligó a esconderse durante semanas. Le invité una cuba para revivir los momentos del Salón Los Ángeles. La rechazó. Estaba enloquecido. Habló de su resurrección. De cómo el territorio de San Nono de Sélmort se extendía bajo nosotros, en el subsuelo. Se habían sumado otras colonias y barrios: La Lagunilla, La Merced, partes de Tepito.

—La transformación es irremediable —apuntó.

No supe bien a qué se refería. Después la plática tomó un cauce inaudito. Me invitó a bien morir. Aseguró que el reino de los suicidas no es cual lo han descrito, por ejemplo, las imaginerías de Dante o el catolicismo. Al menos no ocurría, explicó, con los suicidas que pertenecían a esta congregación multitudinaria. Acto seguido, se puso sombrío. Comentó que yo no debía tentar a la suerte. Confirmó, ante mi angustia, que el editor, el impresor de la calle de Zarco, había sido asesinado en el tianguis de libros.

—Le dieron tres tiros, con una Versace. Hay un silencio aterrador en el asunto.

Se mostró preocupado durante unos segundos. Luego, como si algo o alguien lo guiará, su rostro se volvió alegre de nueva cuenta. Se puso de pie, se asomó por la ventana.

—Nancy, ven conmigo, con nosotros…

Me negué a seguir conversando. Se despidió de mí como se despide un buen amigo. No era el mismo. No quiso ser el mismo. Dejó, sobre uno de uno de los tomos de Clifford Gertz de mi biblioteca, un frasco con barbitúricos. Dijo que yo “sabría darle el uso correcto”. Se quitó las gafas oscuras. Era como si en sus ojos pudieran verse muchos ojos. Inclinó la cabeza, cruzó los dedos de las manos, apuntando al piso del departamento. No sé por qué, pero imité ese movimiento al despedirme de él.

He pasado la tarde bebiendo y cavilando. Quiero comprender. El sentido de la vida. La amenaza de la sequía en la Ciudad de México y el mundo. La crisis del agua. La necedad humana. El conflicto eterno, interminable, entre los muy pobres y los asquerosamente millonarios. La sonrisa de Lalo. El mundo que conocí, que he reconocido disolviéndose hoy en cientos, tal vez miles de ratas que corren hacia todas partes, por las avenidas y los parques.

Dormité varias veces. El sueño era siempre el mismo; una persistente invitación: San Nono de Sélmort extraía un túmor desde mi vientre…[4]

 

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Gérard de Medina, en sus investigaciones, ha utilizado este texto evidentemente apócrifo como fuente cercana. Las críticas al respecto no se han hecho esperar. En especial, las del sociólogo Pablo Bazán, quien ha escrito el libro “Mitos e irrealidades de un ritual urbano” para contradecir varios de los puntos que se explican en este artículo. Bazán califica el tema como “una sospechosa inducción colectiva ligada al panteísmo de lo popular” (p.73).Se especula, por otra parte, que algunas variaciones del diario de la antropóloga Nancy Bardem sí explican el origen del culto (sin embargo, aún no ha sido posible localizarlas). Se trata, según indagaciones inaceptables desde la perspectiva científica, de información que se transmite desde el reino de los muertos a los vivos; “desde el subsuelo florido hasta la cúspide obrera y burguesa más ácida y desesperada” (Lorent, p. 325)[5]. La desaparición de Bardem y de Gérard de Medina han despertado en la gente narrativas sociales exóticas, misteriosas, llenas de fetichismo y rituales mágicos premodernos. Lo que sí es un hecho comprobable es que, de acuerdo a los más recientes estudios estadísticos, los suicidios continúan en aumento de forma alarmante. Al ritmo en que se presentan, se calcula que, antes de que termine la presente década, habrá muerto más de la mitad de los habitantes. La población, sospechosamente, sigue siendo igual de numerosa en la percepción urbana de quienes recorren, viven o sobreviven la Ciudad de México, pues hasta el momento no ha tocado el turno del siguiente censo. No hay conclusiones, en el presente artículo, al respecto.[6] 

***

[1] Luis Pardorián. Catedrático de la Universidad Autónoma del Distrito Federal. Adscrito al grupo de investigación “Antropología Urbana II”.

[2] Gérard de Medina desapareció de forma misteriosa en uno de los recorridos en dicho lugar. El libro del que se extrajo la información relativa al “Señor de las ratas” es “La sacralidad en el rito urbano: San Nano de Sélmort” (De Medina, Editorial Libros de Thot).

[3] Hay una confusión lógica por parte del autor de este texto, Luis Pardorián, pues el artículo de Nancy Bardem Tóchtli se titula en realidad: “Cómo sumergirse en el infierno: viaje acompañando a San Nono de las ratas por un territorio bravo”. El texto se reprodujo, de forma clandestina, en tres o cuatro formaros distintos que es posible adquirir en vecindades de La lagunilla y la misma colonia Guerrero, no sin cierta dosis de riesgo. En sus múltiples y breves, aunque contadas ediciones, el título del libro ha sufrido una que otra descuidada adaptación.

[4] Hay, en los apuntes del día siguiente, una serie de anotaciones de la antropóloga que no parecen cobrar sentido. Algunos expertos lingüistas descifraron en ellos un idioma críptico. Las palabras allí registradas tienen raíces del náhuatl, del otomí, del bávaro y el hebreo antiguo.

[5] Ninguna versión sociológica al respecto ha sido aceptada por la comunidad de las Ciencias Sociales.

[6] Se desconoce el domicilio de Luis Pardorián, autor de este texto. No ha sido comprobable la procedencia de la universidad en la que dice realizar sus investigaciones. A él se atribuye una frase que bien pudiera cerrar este estudio: “Quedan todas, y todos, invitados a bien morir (pp. 31).” Fuentes adicionales: Albinia, D.K., Mitos y realidades sobre el Señor de Sélmort. Editorial Uróboros, Barcelona; C. Azahar Julio, El señor de las ratas, ¿una nueva religión?, herejíasacadémicasblogspot, México.

[1] Hay, en los apuntes del día siguiente, una serie de anotaciones de la antropóloga que no parecen cobrar sentido. Algunos expertos lingüistas descifraron en ellos un idioma críptico. Las palabras allí registradas tienen raíces del náhuatl, del otomí, del bávaro y el hebreo antiguo.

[1] Ninguna versión sociológica al respecto ha sido aceptada por la comunidad de las Ciencias Sociales.

[1] Se desconoce el domicilio de Luis Pardorián, autor de este texto. No ha sido comprobable la procedencia de la universidad en la que dice realizar sus investigaciones. A él se atribuye una frase que bien pudiera cerrar este estudio: “Quedan todas, y todos, invitados a bien morir (pp. 31).” Fuentes adicionales