Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

El señor de las moscas

Autor: Roberto Acuña

Junio 2023

 

                                              A Liliana

 

Miró dentro del refrigerador por costumbre: vacío. Con la lengua hurgó el paladar y la encía. Se rascó la nalga sobre el calzón blancuzco, acarició su vientre. Dio media vuelta y se sentó frente a la mesa circular, vacía e infinita. Apoyó el lado derecho de su cara sobre los fríos nudos de madera. Sintió el estómago desamparado, las tripas secas a lo largo de su vientre, apretadas. Lentamente abandonó los ojos sobre las estrías de madera, tantos círculos, tantas elipsis, eran incalculables los años, los siglos, la eternidad. Una mosca despertó y se separó de las cortinas, comenzó a dar vueltas y a zumbar sobre sus oídos. Vueltas, vueltas y más vueltas, espirales sobre su nuca, redondos zumbidos en torno a su cuerpo cada vez más rápidos y cerrados.

Se pasó el índice de su mano derecha por la encía, la lengua escurrió por el dedo, reconoció la mugre, la pelusa, la humedad del ombligo, el sarro de la axila, la grasa del cabello, la podredumbre del cuerpo bajo el verano. Intentó salivar, chasqueó la lengua sobre el paladar y los dientes, chupó los labios, su boca estaba seca; aun así, pudo clasificar y perderse en cada uno de los sabores que maduraron hasta ese día de su vida.

Un hilillo de sangre se cristalizó entre las caries, el curtido animal de su lengua reconoció los sabores. Chupó con fruición la diminuta cortada de un dedo, se imaginó sorberlo hasta dejar la punta seca, vacía y azulosa. En su boca, surgió un espejismo donde la saliva y la sangre continuaban mezclándose infinitamente.

La mosca seguía sobrevolando la habitación, se posó sobre la herida al quedar, al fin, los brazos del hombre colgando, abatidos entre la mesa y la silla. El zumbido sonaba al carrete de una vieja película en blanco y negro cuando ésta llega a su fin. Imaginó su cara, cuadro por cuadro, en la infinidad de espejos que conforman los ojos del insecto, en esa película que se termina y sólo queda el foco del proyector alumbrando la nada. La insistencia del aleteo, de esos círculos incansables en el aire, lo empujaron a imaginarse preso en la mirada perpetua de la mosca, confinado en una habitación idéntica a la suya.

Unos dedos o manos o seis extremidades lo rodearon y empezaron a levantarlo, no sintió más, tampoco pudo moverse ni hablar. El temor de olvidar su cara lo forzó a recordarla a través de los ojos de la mosca presa en esa habitación idéntica en la que estaba hace apenas un instante; allí, en lo profundo de esa mirada inmóvil veía a la misma mosca por debajo de él y a ese otro, que era él mismo, derrumbado sobre la mesa, que también veía en los ojos de la mosca su rostro multiplicado al infinito desde todos los ángulos posibles, incluso desde ése en que el otro hombre lo miraba tumbado sobre la tabla circular mientras veía su rostro en los ojos de la mosca.

La encía estaba hinchada debido a un colmillo podrido. El movimiento causado por el tacto de las seis extremidades hizo que finalmente se quebrara el diente. Las astillas de marfil negro apenas si rasgaban la lengua y las cavidades de la boca. La saliva densa y quieta, los pedazos de dientes flotaban en un sólo lugar.

Del otro lado de la puerta se escuchó el eco de pasos que subían y bajaban por la escalera; entraron en el departamento; otros sólo murmuraron al filo del umbral. Él permanecía tumbado sobre la mesa a espaldas de la entrada, su mirada se encontraba abstraída en algún punto lejano, dentro de los círculos eternos de la mesa, de los ojos de la mosca.

Se imaginó que pasaba la mano izquierda por debajo de la camiseta y acariciaba su pecho, después siguió hacia las costillas, los dedos insistieron en masajearlo, en destensar su cuello, en cerrarle los ojos. Buscó con su olfato el agror de la axila izquierda y se sintió reconfortado al encontrarlo, al estar protegido por la familiaridad de sus olores.

Su hogar constaba de tres habitaciones y un baño. La primera —en ésa se encontraba― era sala-comedor, contaba con un sillón, una mesa, dos sillas y un refrigerador inmenso, blanco y siempre vacío; la segunda era la recámara: una cama, un tocador y un pequeño ropero cuyas puertas blancas persistían en sellar el aire del departamento junto con tres camisas y dos pantalones viejos; la tercera habitación tenía forma rectangular y contenía una estufilla, dos cajas llenas hasta el hartazgo de tuppers; finalmente, el baño, cuya regadera no servía nunca y el retrete necesitaba de cubetadas de agua para funcionar.

            Una mano recorrió su pecho, después un dedo subió hacia las venas del cuello, buscó el pulso, la arteria. La imaginó violácea igual a la punta de su dedo, una caricia le cerró para siempre los ojos. No sintió la necesidad de jalar aire. El zumbido y los rodeos de la mosca persistían. Sintió resecos sus ojos y una especie de costra en su barba formada por los hilillos de baba seca, la madera de la mesa se le incrustó en el lado derecho del rostro.

El calor asfixiaba la habitación. Frente a él la única ventana daba a la calle. Ese día permaneció cerrada y con las cortinas corridas, sólo unas breves líneas de luz que dejaban escapar los espacios entre las telas, alumbraban en cruz la estancia. La temperatura de julio es insoportable. En la acera las personas se pegaban al edificio en silencio, trataban de mimetizarse con él, buscaban alivio, una breve frescura, una línea de sombra. El sol no da tregua, erguido totalmente, deglutía todas las cosas a su paso, no había sitio donde guarecerse.

El único sonido era el zumbido monótono y puntual de la mosca sobreponiéndose a su pulso; caía sobre sus ojos y en el recuerdo de su vientre ante el refrigerador, que en ese momento se encontraba hinchado. Tocaron, una vez, dos veces. Tenía abiertos los ojos con la mejilla aún sobre la mesa; quiso dormir, soñar, pero en aquel espejo se reflejaba el mismo escenario: tres habitaciones y un baño; él en la misma posición y lugar, también con los párpados abiertos, también queriendo dormir, soñar fuera de los ojos de la mosca.

Una vez, dos veces. Lo llamaron sin nombrarlo, nadie sabía su nombre. Él seguía preso en la última simetría del sueño y la vigilia. En la calle sonaron las sirenas de los bomberos. Eran las doce y el calor en su punto más álgido. Un hachazo se incrustó en la puerta… tres, cuatro…; la madera cedió atenuando la soledad del reloj. Un barullo de sombras se amontonó en la escalera y en la boca, por fin abierta, del departamento.

El griterío no perturbó la fruición de una mosca sobre uno de los dedos que quedaron colgantes y azules al lado de la silla y la mesa. El aire era una pocilga de vísceras. Alguien le tomó el pulso de la vena azul de su cuello para ratificar la muerte. Le cerró suavemente los párpados. Las mujeres y los hombres que no pudieron pasar murmuraron las contradicciones de su vida, imaginaron los detalles más sórdidos de la soledad, reconstruyeron la oscuridad blanca de esas habitaciones, el ahogo desesperado, el arponazo final de aquel hombre, la podredumbre que habitó todo el condominio.

Los bomberos se taparon las narices con una mano, las otras seis —dos, entre las costillas y las axilas; otro par en las caderas y el último en las piernas— levantaron el cuerpo hinchado. La mosca salió de su ensimismamiento y voló en círculos mientras lo sacaban al exterior. El cuerpo fue desapareciendo entre asombro, gritos y llanto en los abismos de la escalera. A nadie se le ocurrió dejar abierta la puerta o correr las cortinas y abrir la ventana para orear el departamento.

La gravidez de los olores y la monotonía del zumbido de una mosca que giraba alrededor de la habitación perpetuaron el encierro y el olvido, en sus ojos quedó grabada la eternidad de un rostro.

 

 

 

 

Roberto Javier Acuña Gutiérrez (Ciudad de México). Es escritor, tallerista, profesor universitario en la UNAM y maestro cervecero en Chupamirto Casa Cervecera. Entre sus publicaciones se encuentran: Tarde en recordar (UANL, 2017), Los ojos negros de la noche (Surdavoz, 2019), Regusto a diablo (2020, Tintanueva), Calaverio (2020, Cómics poéticos), El infierno es con nosotros (2020, Mantra), Fosa común (miCielo ediciones, 2022), Lenguas del agua (2022, FOEM). Ha aparecido en diversas antologías, obtenido diferentes reconocimientos en poesía, ensayo, cuento y crónica.